Volví, pues, un tanto triste, con la impresión de ser cada vez más extraño en mi ciudad. Una ciudad que seguía cambiando y que cada vez sentía más ajena. ¿Sería verdad aquello que leí alguna vez de que, en la tierra de nuestra infancia, todos somos extranjeros sin remedio?
Yo lo era ya en todas partes. En Gijón, donde apenas me quedaba algún amigo, y en Oviedo, porque de mi época de estudiante no quedaba ya nadie conocido. En Madrid, porque, desde que me fui a vivir a la sierra, la gente empezó a olvidarme, y en Miraflores, porque nunca me integré, ni lo intenté, en la vida de sus vecinos. Así que era un forastero en todos los sitios: en el que vivía ahora y en los que había dejado atrás; en los que había vivido más tiempo y en los que había vivido menos, como en Oviedo. Incluso me atrevería a decir que, a más tiempo, más sensación de ser extraño tenía. Es esa sensación de estar de paso que tiene más que ver con la percepción que con la naturaleza propia o de los lugares.
En mi caso, estaba claro. En Gijón me sentía un extraño más por lo que había vivido que por lo que había dejado al marchar de allí. En Oviedo, por la erosión del paso del tiempo. Y en Madrid, que era donde había vivido más tiempo (y donde, en cierta manera, seguía viviendo aún, puesto que era mi referencia a pesar de todo), porque ya estaba muy lejos de lo que podía ofrecerme, que era lo mismo que había dejado al marcharme. Pero… ¿y en Miraflores? ¿Por qué me sentía un extraño también en aquel lugar si era donde vivía desde hacía ya un año y medio?
Precisamente por eso: porque llevaba ya un año y medio viviendo en aquel lugar. Y porque, a pesar de ello, nada me unía a su gente, por más que yo creyera al principio ingenuamente lo contrario. Lo había creído al llegar, cuando me recibieron como a uno más, habituados como estaban a vivir de los madrileños, y lo seguí creyendo después, cuando, después del otoño, me empezaron a tratar de otra manera, al ver que yo no me iba. Pero todo era una falacia. Lo era el respeto con que, al principio, mis vecinos de colonia acogieron mi presencia junto a ellos (también les interesaba) y lo fue, después, la hospitalidad que derrocharon cuando supieron que no era un vecino más; que era un pintor conocido, aunque no lo pareciera por mi aspecto. Por mi parte, la mentira era también evidente. Aunque aparentara serlo, yo no era un vecino más (ni quería serlo de ningún modo) y, aunque, por educación, les diera conversación y les saludara, no tenía nada que ver con ellos. Así que, aunque lo ocultara, me sentía tan ajeno a Miraflores como cuando llegué allí por primera vez.
La sensación de ser un extraño, de estar de paso en el pueblo, en lugar de remitir fue en aumento con el tiempo. Si el primer año pensaba que alguna vez llegaría, si no a integrarme del todo, que tampoco lo quería, sí a ser un vecino más, a medida que el tiempo fue transcurriendo, comencé, al revés, a entender que siempre sería un extraño; es decir: alguien llegado de fuera y del que lo único que se espera es que no interfiera mucho en los asuntos de la comunidad. Al fin y al cabo, ¿qué son diez meses, o un año, o media docena, en la vida de un pueblo, como Miraflores, con siglos de antigüedad? Así que pronto entendí que yo allí era un forastero. Por mucho que me dijeran, por más que el panadero o mis vecinos de colonia me trataran con respeto, incluso con cierto orgullo cuando supieron que era un pintor famoso (se enteraron por la televisión), yo comprendí que era un forastero y que siempre lo sería para ellos. Aunque ése no era el problema. El problema no era que ellos, mis vecinos de colonia y aún los del pueblo, que eran más llanos, me consideraran un forastero, sino que yo me veía también así, puesto que nada tenía que ver con ellos. Que es una forma de extranjería más sutil, pero más cierta. Así que, poco a poco, asumí mi situación y, como el que se siente lejos, me fui encerrando en mí mismo, sin que aquéllos se dieran casi ni cuenta. Debían de pensar simplemente que era raro, todo el día encerrado en mi chalet, sin apenas contacto con la gente.
Además, ya sabían cuál era mi profesión. Una profesión que a ellos, como a mis padres cuando comencé a pintar, les debía de parecer cualquier cosa menos eso. Si acaso un divertimento para matar los ratos de aburrimiento, que allí, en la sierra, eran casi todos. Sobre todo en el invierno, cuando la lluvia y el frío encerraban a la gente en sus casas y en los bares, frente a la televisión o la chimenea, y yo ni siquiera salía entonces de la mía. Era cuando aquel lugar se me empezaba a caer encima, cuando los días se derretían como la nieve en la carretera y se fundían uno con otro sumiendo el mundo en un lienzo gris y a mí en una gran tristeza de la que cada vez me costaba más desembarazarme. Por eso, algunas mañanas, cuando me despertaba después de horas durmiendo, era incapaz de volver al mundo, que era una mancha apenas de niebla tras la ventana.
Esos días, ni siquiera la pintura era capaz de ponerme en pie. La que ya era mi único entretenimiento, la que constituía ahora mi única compañía junto con el fiel Lutero (al que también le costaba levantarse muchos días de su sitio: una toalla extendida junto al fuego), la única actividad que me interesaba desde hacía mucho tampoco podía ya ayudarme a superar la depresión que me producía, al despertarme cada mañana, descubrir que el invierno seguía fuera, inmóvil con una mancha tras los cristales de la galería.
La pintura esas mañanas ni siquiera me servía ya como revulsivo. La que ya era desde hacía tiempo mi única compañía y mi profesión ni siquiera me servía esas mañanas para enfrentarme otra vez a un mundo que no existía para mí. Porque ése y no otro era mi problema: saber que lo que pintaba, lo que durante horas y horas imaginaba y creaba con ayuda de un pincel y unos colores, estaba destinado a unas personas que ni siquiera llegaría a conocer. Cierto que antes, cuando vivía en Madrid, tampoco las conocía, solamente eran fantasmas que se llevaban cuando no estaba mis cuadros de la galería (o, como mucho, en mi presencia, cuando coincidía con ellas), pero, ahora, su inexistencia era ya casi absoluta, por cuanto desde la sierra yo jamás vería sus caras, ni siquiera por la calle, como entonces, sin saber ni uno ni otros quiénes éramos. Ahora lo que estaba claro es que los compradores de mi pintura, los destinatarios de mi trabajo y de mi imaginación, ya no formaban parte de mi paisaje, mientras que los que sí lo hacían nunca los comprenderían. Lo cual me producía una indiferencia que iba en aumento con cada cuadro y que hacía que aquellos días, cuando el invierno y la soledad me saludaban juntos al despertarme, no encontrara el aliciente suficiente para ponerme en pie nuevamente y continuar pintando. ¿Para qué, pensaba yo esas mañanas, levantarse y ponerse a trabajar, si el resultado iba a ir a manos de unas personas que nunca iban a saber dónde se pintó ese cuadro, ni con qué luz ni en qué circunstancias, mientras que los que lo sabían, o deberían saberlo, puesto que me veían pintar cada noche, no mostraban la menor curiosidad por saber si lo que pintaba tenía algo que ver con ellos?
Y lo tenía, vaya que si lo tenía. No en la temática, que era la misma de hacía ya tiempo (aquellos frutos inmóviles y aquellos bodegones de pintor tan misteriosos), sino en el cromatismo que dominaba mis cuadros últimamente.
Y es que el color de la sierra, la gama siempre cambiante tanto del perfil del cielo como de la tierra, abajo, se había metido ya en mi paleta, que absorbía aquéllos igual que yo. Cuando yo veía, al andar, el cambio de los colores en los pinares de Miraflores o, desde el puerto de La Morcuera, hasta el que llegaba a veces para alegría de Lutero, que debía de haberse extraviado allí y seguramente pensaba que iba a volver a ver a su dueño, en las montañas que flanqueaban el río Lozoya, esos colores se iban metiendo en mi alma del mismo modo que los sonidos y los olores que me llegaban, mientras miraba aquéllos, de todas partes. Por eso aparecían cuando me ponía a pintar, surgiendo de mi paleta como si fueran una elección y no una imposición de ésta. Fue cuando comencé a comprender, después de tanto color urbano (los verdes y negros fuertes con que pintaba en Gijón y Oviedo, los azules y los rosas de mis años en Madrid), aquello que también le escuché decir a alguien alguna vez de que el alma de un pintor es su paleta. Si eso era así, y cada vez lo creía más cierto (de hecho, desde hacía años, había empezado a guardar algunas, tanto mías como de otros pintores amigos míos), mi alma estaba cambiando. Lo hacía, además, muy deprisa, sin estridencias, pero deprisa, empujada por la fuerza de mis cambios personales, sobre todo del más decisivo de todos ellos, que era el de mi residencia, y por la influencia en ella de un año y medio de silencio y soledad casi generales. Pues, si bien, durante un tiempo, algún amigo subía a verme desde Madrid, incluso alguna amiga se quedaba conmigo varios días (rompiendo así, entre otras cosas, mi involuntario ayuno sexual), poco a poco unos y otros se fueron olvidando de mi presencia en aquel chalet de la sierra. Hasta Suso, que fue el más fiel como siempre, se limitaba ya últimamente a llamarme por teléfono para ver cómo seguía, pues cada vez le daba más pereza subir a verme hasta Miraflores.
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