Julio Llamazares - El cielo de Madrid

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Hacía tiempo desde la aparición de la última novela de Julio Llamazares. De hecho, lo último que publicó fue una recopilación de sus colaboraciones en prensa, género que no ha dejado de cultivar. Quizá leyendo esta última novela, se pueda entender parte de la idiosincrasia de un novelista atípico, de mucho talento, como el "derrochado" en la gran Lluvia amarilla, o en algunas de sus crónicas sobre momentos importantes en la historia de Europa, publicadas en los periódicos; pero también de cierta "apatía" o falta de brillantez, como en alguno de sus libros de viajes o en esta última obra.
El cielo de Madrid es una buena novela, sobre todo en comparación con lo que predomina en el mercado editorial, sin embargo, y comparada con las primeras novelas de Llamazares, es una novela sin alma, sin el brillo de lo pulido hasta quedar reluciente. El novelista leonés nos propone una doble crónica, individual y general, personal y artística, íntima y social, que muy buen puede explicar su propia trayectoria artística y quizá vital, aunque esta última no venga al caso.
Se puede afirmar, no sin cierto riesgo, que la novela sigue la fórmula de aquellas que narran el paso de la adolescencia a la madurez, aunque aquí se trate de la madurez artística y de la consolidación del estilo de un pintor, y se inicie cuando el protagonista ha cumplido treinta años. Aparentemente, el relato va dirigido al hijo que acaba de nacer, pero esta es la excusa, ya que en realidad se centra en mirar hacia atrás y comprender los últimos veinte o treinta años de su vida. Paralelamente, transcurren las nuevas libertades estrenadas con la transición y el lento fluir de Madrid y España hacia la modernización europea. Probablemente en esta mezcla de espacio externo y espacio interno resida el mayor acierto de la obra. Muchas otras novelas e incluso series de televisión o películas, han intentado acercarse al despertar que supuso la caída del franquismo, pero al quedarse en el oropel de la famosa movida madrileña y de la nueva política, se han olvidado de los pequeños momentos que conforman el todo. En cambio, Llamazares ha acertado al centrarse en un solo personaje que se convierte en el espejo de lo que le rodea. De este modo, consigue transmitir el estado de las cosas y las frustraciones que siguen a las grandes esperanzas, al menos en cuanto al arte en esta época se refiere.
Para ello elige como símbolo el afamado cielo de Madrid, que da título a la novela y sirve de espejo en el que mirarse, y la estructura de la Divina Comedia de Dante: limbo, infierno, purgatorio y cielo, que se utiliza para representar el devenir no sólo de la evolución del protagonista, sino de la sociedad: el limbo de la esperanza ante un futuro libre, el infierno de este futuro que no es tan brillante como parecía, el purgatorio de asumir las limitaciones de la vida (artística y política), y el cielo al encontrar el lugar que a cada uno corresponde, aunque resulte que era en el que siempre se había estado.
El cielo de Madrid se convierte así en una crónica del desengaño, pues la libertad requiere un precio muy alto que comienza con la responsabilidad individual y social; y del mismo modo que el pintor protagonista asume la tendencia evolutiva del arte hacia la excesiva mercantilización que no entiende de obras maestras, la sociedad española asume que las esperanzas puestas en los buenos tiempos que seguirían a la caída del franquismo eran un espejismo demasiado brillante. Al final, el pintor regresa a Madrid porque lo que buscaba no era sino la paz interior que le ayude a afrontar su vida y su pintura.
En el fondo, la historia del pintor podría ser muy bien la del propio autor, que también llegó a Madrid buscando una oportunidad, decidió quedarse y ha tenido un hijo. El protagonista, al igual que el autor leonés ha afirmado en alguna ocasión, padece una lucha interna entre vivir o crear, es decir entre vivir la vida o "recrearla", sea mediante la pintura o mediante la escritura. Y probablemente, como sostenía al principio de este artículo, esta lucha interna que es el tema más importante de El cielo de Madrid sirva para que entendamos las "dudas" o desigualdades que se aprecian entre las distintas obras de Julio Llamazares.

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Como la noche en que me despedí del limbo (¡qué lejos quedaba ya!), volví a sentir la melancolía de cerrar otra etapa de mi vida para siempre en aquel momento. Sólo que ésta lo hacía yo mismo. Y voluntariamente, no como aquélla. Lo cual no me evitaba sentir una gran zozobra y hasta cierta nostalgia de unos años que iba a dejar para siempre atrás.

– ¿Otro gin-tonic?

Tomamos otro gin-tonic y otro más antes de irnos, cosa que hicimos hacia la medianoche, cuando el Gijón ya estaba a punto de cerrar. Por la calle, la gente iba y venía aprovechando la primavera y Suso y yo bajamos por Recoletos, disfrutando también de la madrugada y demorando la despedida. La fuente de la Cibeles refulgía en su glorieta como si fuera una gran postal y la ciudad entera, bajo sus luces, parecía una enorme estrella que se hubiera caído del cielo aquella noche. No era tan fea Madrid, pensé yo en ese momento, sintiendo ya por anticipado la nostalgia que imaginaba sentiría de la ciudad en la que había vivido hasta aquella noche. Como de costumbre me sucedía, mis sentimientos volvían a confrontarse.

– Haces bien -me dijo Suso-. Yo, en tu lugar, haría también lo mismo -y añadió, al ver que yo no le respondía-: Hay veces en la vida en que conviene huir de los sitios.

A nuestro lado pasaron dos chicos jóvenes, la chica con minifalda y él con el pelo rapado al cero, y me quedé mirándolos con envidia. ¡Qué no daría yo ahora por volver a ser como ellos!

No era envidia de su edad, sino de su indiferencia.

– El mundo huye de mí desde hace tiempo / Antes no lo veía o no me daba cuenta / El mundo huye de mí desde hace tiempo / como yo huyo de él desde hace años… -recitó, sin mirarme, Suso, como si me hubiera adivinado el pensamiento.

– ¿De quién es? -le pregunté yo, por aquellos versos.

– Mío -me dijo Suso, llegando ya a la Gran Vía.

Nos despedimos allí mismo, en la esquina con la calle de Alcalá. Justo en el lugar exacto desde el que Antonio López pintó la calle durante años aprovechando el amanecer (más de una vez lo vi yo, cuando volvía a casa de retirada). Ahora, en la noche, el tráfico desdibujaba la perspectiva, pero, al mirarla, comprendí por qué el pintor la eligió para plasmar la esencia de la ciudad y quién sabe si la del mundo entero. En el punto de fuga de la calle, el que formaban con sus perfiles los edificios que había más cerca, la silueta de Madrid era tan bella que la ciudad parecía un inmenso cuadro.

– ¡Bueno! -comenzó Suso la despedida-. Si te arrepientes, ya sabes dónde estoy.

– Tú también -le dije yo.

– No -me corrigió él, sonriendo-. Yo ya no sé dónde estás tú ahora.

De nuevo, Suso me dejó desconcertado. Como de costumbre, Suso volvió a dejarme sin palabras, tan acertada era su descripción de lo que yo sentía en aquel momento. Definitivamente -tenía que reconocerlo-, yo tampoco sabía dónde estaba, aunque tuviera muy claro que me quería ir de Madrid.

– Despídeme de la gente -le dije, empezando a andar.

– Lo haré -me respondió él.

Pero, hasta que lo perdí de vista, siguió mirándome caminar, como si quizá esperara que me fuera a arrepentir en el último momento.

Tercer círculo. El Purgatorio

«El camino más desierto, el más áspero entre Lerici y Turbia, es, comparado con aquél, una cuesta suave y ancha.»

Dante Alighieri

La Divina Comedia , Canto XXXVII

I

Fue como si me hubiera muerto. Como si de repente el mundo se hubiese detenido y dejase de girar en torno a mí.

Como cuando te sumerges en el mar o bajo el agua de un estanque, un gran silencio me rodeó y una sensación de paz sustituyó al ruido de la ciudad y al de la gente que día y noche zumbaba a mi alrededor. Era como si de pronto un nuevo orden viniera a suplir a aquél, un lenguaje diferente y más pausado que nombraba las cosas y a las personas de una manera distinta. Y eso que, todo el verano, el pueblo se llenó, como es costumbre, de madrileños ansiosos por disfrutar de la paz del campo, sin saber que ésta se basa precisamente en su lejanía.

Cuando se fueron, cuando por fin el otoño los devolvió a Madrid y a sus ambiciones y el pueblo recuperó la calma que había perdido durante algunos meses, fue cuando de verdad empecé a vivir la experiencia de estar fuera del mundo. Tras los días del verano y su ficción, la paz volvió a Miraflores, especialmente a las colonias de chalets que rodean el pueblo. La mía, que era de las más antiguas, se quedó casi vacía. La mayoría de los chalets pertenecían a las familias de siempre y éstas preferían ya otros lugares de veraneo, por lo que algunos ni siquiera se ocuparon unos días en verano. Solamente cuatro o cinco cuyos dueños vivían permanentemente en ellos (eran ya gente del pueblo) continuaron abiertos y con las luces encendidas por las noches cuando el otoño llegó a la sierra.

Fue una sensación extraña. Tras el ruido interminable del verano, que en mi caso se sumaba al que yo traía de Madrid, un silencio maduro y amarillo cayó sobre la colonia, al tiempo que los jardines comenzaban a amarillear o a volverse rojos, dependiendo de los árboles y arbustos que los poblaban desde hacía décadas. Porque todos eran ya bastante antiguos, venerables castaños y cipreses plantados antes de la guerra, cuyas huellas muchos de ellos conservaban todavía entre sus ramas. Y es que toda aquella zona, según me contó un vecino, había sido frente un tiempo, cuando las tropas de Franco cruzaron el Guadarrama.

Pero ahora aquella guerra quedaba ya muy lejos de la sierra y de aquel pueblo. Tan lejos como Madrid, cuyo zumbido sonaba ya en sordina en mis oídos, aplastado por la paz de aquel otoño y borrado por los trinos de los pájaros serranos. Que eran los dueños de los jardines ahora, a falta de gente que los molestara.

En el mío, por ejemplo, vivían cientos de ellos. Amparados en la paz de su abandono, que yo apenas arreglé más que lo imprescindible (me gustaba verlo así: casi salvaje), cantaban día y noche sin cesar, como recuerdo hacían también en el jardín de la plaza de las Salesas. Pero allí apenas se los oía. Había que ponerse a escucharlos expresamente para distinguir sus trinos entre el ruido de los coches y las motos que circulaban continuamente en torno a la plaza; justo todo lo contrario de lo que ocurría en la sierra, donde, aunque quisieras dejar de oírlos, seguías oyendo sus trinos, como sucedía en Madrid con el ruido de los coches y las motos.

Y lo mismo pasaba con los árboles. Agitados por la brisa o sacudidos por el viento que bajaba algunos días de la sierra, su sonido era tan dulce como el de los propios pájaros. Por eso no molestaba. Al contrario, hasta se agradecía a veces, tan rotundo era el silencio en la colonia y en el pueblo. Especialmente por las noches, que era cuando yo pintaba.

Solía hacerlo hasta tarde. En la galería de arriba, una habitación enorme que en su origen había sido de los niños (en el tiempo en que los hubo) y que yo convertí en estudio por su tamaño y su buena luz. Aparte de dar al norte, que siempre es la luz más pura, tenía una galería que la tamizaba un poco.

Por el día, dormía hasta muy tarde. Apenas conocía a nadie, ni tenía interés en hacerlo, al menos por el momento, y como solía acostarme de madrugada, aprovechaba el día para dormir, a veces hasta ya bien entrado el mediodía. Luego, comía cualquier cosa (a esa hora, como es lógico, apenas tenía apetito) y me sentaba a leer un rato debajo de los cipreses o me ponía a limpiar la casa. En verano ni siquiera salía apenas de ésta. Solamente para hacer alguna compra o para perderme por los pinares de alrededor. No quería encontrarme con la gente, y menos con los veraneantes. Al contrario: huía de ellos como de la misma peste. Pero, cuando éstos se fueron, a partir del mes de agosto y, sobre todo, ya en septiembre y en octubre, comencé a frecuentar los bares y a los vecinos de Miraflores, intuyendo que éstos nada tenían que ver con los madrileños, que hacían de su presencia una continua muestra de ostentación. Justo aquello de lo que yo venía huyendo, más que de Madrid en sí.

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