Salman Rushdie - Los Versos Satánicos

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Pero entonces Salahuddin encontró mejores palabras, ahora, tras largos años de ausencia, volvía a él el urdu. Todos estamos contigo, abba. Todos te queremos mucho. Changez no podía hablar, pero hizo -¿verdad que sí?-, sí, desde luego, lo hizo, un movimiento afirmativo con la cabeza. Me oyó. Entonces, bruscamente, Changez Chamchawala abandonó su cara; aún vivía, pero se había ido a otro sitio, se había vuelto hacia dentro, a mirar lo que hubiera que ver allí. Está enseñándome a morir, pensó Salahuddin. No desvía la mirada, sino que mira a la muerte cara a cara. En ningún momento de su agonía pronunció Changez Chamchawala el nombre de Dios.

«Por favor -dijo el médico-, vayan al otro lado de la cortina y déjennos que hagamos todo lo que se pueda.» Salahuddin llevó a las dos mujeres a unos pasos de distancia; y ahora, cuando una cortina les ocultaba a Changez, lloraban. «Juró que nunca me dejaría -sollozaba Nasreen, que al fin había perdido su férreo control-, y ahora se ha marchado.» Salahuddin se acercó a mirar por una rendija de la cortina, y vio cómo aplicaban la corriente al cuerpo de su padre; vio el brusco zigzag verde del pulso en la pantalla del monitor; vio al médico y a las enfermeras golpear el pecho de su padre; vio la derrota.

Lo último que había visto en la cara de su padre, antes del último e inútil esfuerzo del personal médico, fue la aparición de un terror tan profundo que le heló hasta la médula. ¿Qué había visto? ¿Qué era lo que le aguardaba, lo que nos aguarda a todos, que puso aquel miedo en los ojos de un hombre valiente? Ahora, cuando todo había terminado, volvió junto al lechó de Changez, y vio que su padre tenía los labios doblados hacia arriba en una sonrisa.

Acarició aquellas queridas mejillas. Hoy no le afeité. Ha muerto con barba. Qué fría tenía ya la cara; pero el cerebro, el cerebro conservaba un poco de calor. Le habían metido algodón en la nariz. ¿Y si ha habido un error? ¿Y si quiere respirar? Nasreen Chamchawala estaba a su lado. «Llevémosle a casa», dijo.

* * *

Changez Chamchawala volvió a casa en ambulancia, en una camilla de aluminio colocada en el suelo entre las dos mujeres que le habían amado. Salahuddin seguía a la ambulancia en el coche. Los camilleros lo colocaron en el estudio; Nasreen puso el aire acondicionado al máximo. Al fin y al cabo, era un clima tropical y no tardaría en salir el sol.

¿Qué vería?, se preguntaba Salahuddin una y otra vez. ¿Por qué aquel horror? ¿Y por qué aquella sonrisa final?

Otra vez fue la gente. Tíos, primos, amigos que ayudaban y se hacían cargo de las cosas. Nasreen y Kasturba estaban sentadas en lienzos blancos en el suelo de la habitación en la que, allá en tiempos, Saladin y Zeeny visitaron al ogro Changez; con ellas se sentaron otras mujeres acompañándolas en el duelo; algunas recitaban la qalmah una y otra vez, pasando las cuentas. Esto irritó a Salahuddin, pero no tuvo ánimos para oponerse. Luego llegó el mullah, que cosió el sudario de Changez. Ya era el momento de lavar el cadáver; aunque había muchos hombres y no era necesaria su ayuda, Salahuddin insistió. Si él fue capaz de mirar a la cara a su muerte, yo también lo soy. Y, mientras lavaban a su padre, volviendo el cuerpo hacia uno y otro lado según las órdenes del mullah, aquella carne magullada y flácida, la cicatriz del apéndice larga y oscura, Salahuddin recordó la única vez en su vida que había visto desnudo a su padre, que siempre fue muy recatado: él tenía nueve años y entró en tromba en un cuarto de baño en el que Changez estaba duchándose, y la visión del pene de su padre le causó una impresión imborrable. Un órgano grueso y macizo como una porra. Oh, qué fuerza demostraba, y qué insignificante el suyo… «No se le cierran los ojos -se lamentó el mullah-. Tendrían que habérselos cerrado antes.» Era un hombre fornido y práctico aquel mullah, con su barba y sin bigote. Trataba el cadáver como un objeto cualquiera que necesitara un lavado, como un coche, una ventana o un plato. «¿Es usted del mismo Londres? Yo estuve allí muchos años. Era portero del Claridge's Hotel.» ¿Ah, sí? ¡Qué interesante! ¡Pues no quería hacer conversación el hombre! Salahuddin estaba estupefacto. Ése es mi padre, ¿no se da cuenta? «Esas ropas -dijo el mullah señalando el último pijama kurta de Changez, el que había cortado el personal del hospital para descubrirle el pecho-, ¿las necesitan?» No, no. Puede llevárselas. Por favor. «Es usted muy amable. -En la boca y bajo los párpados de Changez pusieron trozos de tela negra-. Esta tela ha estado en La Meca», dijo el mullah. ¡Sáquelas! «No entiendo. Es tela bendita.» Ya me ha oído: Fuera, fuera. «Que Dios se apiade de su alma.»

Y:

El féretro sembrado de flores, como un moisés grande.

El cadáver amortajado de blanco, con virutas de sándalo para perfumarlo esparcidas por encima.

Más flores y un paño de seda verde con versos coránicos bordados en oro.

La ambulancia con el féretro, esperando el permiso de la viuda para arrancar.

Los últimos adioses de las mujeres.

El cementerio. Los hombres que se adelantan para portar el féretro dan un pisotón a Salahuddin, arrancándole un trozo de uña del dedo gordo.

Entre los asistentes, un viejo amigo de Changez al que hacía tiempo que no veía, y que ha venido a pesar de sufrir una bronconeumonía; y otro anciano que llora copiosamente y que morirá al día siguiente; y toda clase de gente, archivo viviente de la vida de un difunto.

La tumba. Salahuddin baja y se sitúa a la cabecera, y el enterrador a los pies. Changez Chamchawala es descendido. El peso de la cabeza de mi padre, en mi mano. Yo la deposité en tierra para que descansara.

El mundo, escribió alguien, es un lugar cuya realidad demostramos muriendo en él.

* * *

Esperándole a su regreso del cementerio, una lámpara de cobre y latón, su legado recobrado. Entró en el estudio de Changez y cerró la puerta. Allí estaban las viejas zapatillas, al lado de la cama; tal como él mismo predijera, se había convertido en «un par de zapatos vacíos». Las sábanas aún tenían la impronta del cuerpo de su padre; la habitación olía a sándalo, alcanfor, clavo. Tomó la lámpara del estante y se sentó al escritorio de Changez. Sacó un pañuelo del bolsillo y frotó enérgicamente: una, dos, tres veces.

Se encendieron todas las luces al mismo tiempo.

Zeenat Vakil entró en la habitación.

«Oh, Dios mío, a lo mejor las querías apagadas, pero con las persianas cerradas esto estaba tan lúgubre… -Agitando los brazos, hablando con su voz hermosa, fuerte y áspera, el pelo recogido por una vez en una cola de caballo trenzada que le llega hasta la cintura, allí estaba su djinn personal-. Siento mucho no haber venido antes, pero quería hacerte sufrir, y qué momento fui a elegir, qué revanchismo, yaar, me alegro verte, pobre ganso huérfano.»

Era la misma de siempre, inmersa en la vida hasta el cuello, combinando las conferencias de arte en la universidad con la práctica de la Medicina y las actividades políticas, «Yo estaba en el hospital cuando vosotros vinisteis, ¿sabes? Allí estaba, pero no supe lo de tu padre hasta que todo había terminado, y ni siquiera entonces fui a darte un abrazo. Qué mala pécora; si me echas de tu casa no te lo reprocharé.» Una mujer generosa, la más generosa que había conocido. Cuando la veas lo sabrás, se había prometido a sí mismo, y resultaba verdad. «Te quiero», se oyó decir, dejándola cortada. “Bueno, no pienso aprovecharme de la situación -dijo al fin, enormemente complacida-. Es evidente que estás trastornado. Tienes suerte de que no estemos en uno de nuestros grandes hospitales públicos, porque allí ponen a los majaras al lado de los drogadictos, y en las salas hay tanto tráfico que los pobres esquizos adquieren malos hábitos. De todos modos, si vuelves a decírmelo dentro de cuarenta días, mucho cuidado, porque quizás entonces lo tome en serio. Esto de ahora podría ser una enfermedad.»

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