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Enrique Vila-Matas: Bartleby Y Compañía

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Enrique Vila-Matas Bartleby Y Compañía

Bartleby Y Compañía: краткое содержание, описание и аннотация

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Bartleby y compañía trata de todos aquellos no escritores o escritores interruptus que han existido. Aquellos que, como Rimbaud o Rulfo, dejaron de escribir tras la publicación de sus obras maestras. Aquellos que nunca escribieron, como Sócrates o como Clément Cadou, que tras conocer a Witold Gombrowicz (a quien admiré mucho en mis juveniles años), decidió no escribir nunca y sólo fue autor de su epitafio, que pasó así a ser su opera omnia. Bartleby y compañía, nos remite a esos escritores del `No`, como él los llama, a los que han renunciado a la escritura (con pretexto o sin él) y también a la posibilidad de que esos libros en realidad no escritos, floten o estén en estado latente en el mundo, hasta que alguien los encuentre y los escriba. Habla también Vila-Matas de una biblioteca de libros no publicados en Burlington, Vermont (USA), en donde aquellos libros escritos, pero no leídos, son mimados, guardados y cuidados con esmero, a la espera de lector.

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82) Hay quien ha dejado de escribir para siempre al creerse inmortal.

Es el caso de Guy de Maupassant, que nació en 1850 en el castillo normando de Miromesnil. Su madre, la ambiciosa Laura de Maupassant, quería a toda costa un hombre ilustre en la familia. De ahí que confiara su hijo a un técnico de la grandeza literaria, lo confió a Flaubert. Su hijo sería eso que todavía hoy conocemos por «un gran escritor».

Flaubert educó al joven Guy, que no empezó a escribir hasta que tenía treinta años, cuando ya estaba suficiente mente preparado para ser un escritor inmortal. Desde luego, un buen maestro lo había tenido. Flaubert era un maestro inmejorable, pero, como se sabe, un gran maestro no asegura que el discípulo salga bien. La ambiciosa madre de Maupassant no ignoraba esto y temía que, a pesar del gran maestro, todo funcionara mal. Pero no fue así. Maupassant comenzó a escribir y se reveló inmediatamente como un grandísimo narrador. En sus relatos se advierte un extraordinario poder de observación, un magnífico trazo en el retrato de personajes y ambientes, así como un estilo -a pesar de la influencia de Flaubert- personalísimo.

En poco tiempo, Maupassant se convierte en una gran figura de la literatura y vive lujosamente de ella. Es aclamado por todo el mundo menos por la Académie, para la que no entra en sus planes disponer la consagración de Maupassant como immortel. No es nada nueva la tontería de la Académie, pues también Balzac, Flaubert y Zola se han quedado fuera de ella. Pero Maupassant, tan ambicioso como su madre, no se resigna a no ser inmortal y busca una natural compensación a la indolencia de los académicos. Esa compensación la encontrará en una espiral de engreimiento que le llevará a creerse inmortal a todos los efectos.

Una noche, después de haber cenado con su madre en Cannes, regresa a su casa y hace un experimento un tanto arriesgado: quiere cerciorarse de que es inmortal. Su mayordomo, el fiel Tassart, se despierta sobresaltado por una detonación que hace retumbar toda la casa.

Maupassant, erguido ante la cama, está muy contento de poder contar a su mayordomo, que irrumpe en su dormitorio en gorro de noche y sujetándose los calzoncillos con las manos, la cosa tan extraordinaria que le acaba de suceder.

– Soy invulnerable, soy inmortal -grita Maupassant-. Acabo de dispararme un pistoletazo en la cabeza y sigo incólume. ¿Qué no te lo crees? Pues mira.

Maupassant apoya nuevamente el cañón en la sien y aprieta el gatillo; una detonación tal hubiera podido derrumbar las paredes, pero el «inmortal» Maupassant continúa manteniéndose erguido y sonriente ante la cama.

– ¿Lo crees ahora? Ya nada puede hacerme nada. Podría cortarme la garganta y seguro que la sangre no manaría.

Maupassant no lo sabe en ese momento, pero ya no va a escribir nunca nada más.

De todas las descripciones de esta «inmortal escena», la de Alberto Savinio en Maupassant y el otro es la más brillante, por su genial síntesis entre humor y tragedia.

«Maupassant -escribe Savinio- pasa sin pensárselo dos veces de la teoría a la práctica, coge de encima de la mesa un abrecartas de metal en forma de puñal, se hiere la garganta en una demostración de invulnerabilidad también al arma blanca; pero el experimento lo desmiente: la sangre brota a borbotones, baja a oleadas impregnando el cuello de la camisa, la corbata, el chaleco.»

Maupassant, tras ese día y hasta el de su muerte (que no tardaría mucho en llegar), ya no escribió nada, sólo leía periódicos en los que se decía que «Maupassant se ha vuelto loco». Su fiel Tassart le llevaba todas las mañanas, junto con el café con leche, periódicos en los que él veía su fotografía y comentarios de este estilo al pie de las mismas: «Continúa la locura del inmortal monsieur Guy de Maupassant.»

Maupassant ya no escribe nada, lo que no significa que no esté entretenido y que no le sucedan cosas sobre las que podría escribir si no fuera porque ya no piensa molestarse en hacerlo, su obra está ya cerrada pues él es inmortal. Le ocurren, sin embargo, cosas que merecerían ser contadas. Un día, por ejemplo, mira fijamente el suelo y ve un hormigueo de insectos que lanzan a una gran distancia chorros de morfina. Otro día, marea al pobre Tassart con la idea de que habría que escribir al papa León XIII.

– ¿Va a volver a escribir el señor? -pregunta aterrado Tassart.

– No -dice Maupassant-. Serás tú quien le escriba al Papa de Roma.

Maupassant querría sugerirle a León XIII la construcción de tumbas de lujo para inmortales como él: tumbas en cuyo interior una corriente de agua, bien caliente, o bien fría, lavaría y conservaría los cuerpos.

Hacia el final de sus días, se pasea a gatas por su habitación y lame -como si estuviera escribiendo- las paredes. Y un día, finalmente, llama a Tassart y pide que le traigan una camisa de fuerza. «Pidió que le llevaran esa camisa -ha escrito Savinio- como quien pide a un camarero una cerveza.»

83) Marianne Jung, que nació en noviembre de 1784 y era hija de una familia de actores de orígenes oscuros, es la escritora oculta más atractiva de la historia del No.

De niña, hacía de figurante, de bailarina y de actriz de carácter cantando en el coro o realizando pasos de danza, vestida de Arlequín, al tiempo que salía de un huevo enorme que se paseaba por el escenario. Cuando tenía dieciséis años, un hombre la compró. El banquero y senador Willemer la vio en Frankfurt y se la llevó a su casa, después de haber pagado a su madre doscientos florines de oro y una pensión anual. El senador hizo de Pigmalión y Marianne aprendió buenos modales, francés, latín, italiano, dibujo y canto. Llevaban catorce años de convivencia y el senador estaba planteándose seriamente casarse con ella cuando apareció Goethe, que tenía sesenta y cinco años y estaba en uno de sus momentos más creativos, estaba escribiendo los poemas del Diván occidental-oriental, reelaboración de los poemas líricos persas de Hafis. En un poema del Diván aparece la bellísima Suleika y dice que todo es eterno ante la mirada de Dios y que se puede amar esta vida divina, por un instante, en sí misma, en su belleza tierna y fugaz. Eso dice Suleika en unos versos inmortales de Goethe. Pero en realidad lo que dice Suleika fue escrito no por Goethe, sino por Marianne.

En Danubio dice Claudio Magris: «El Diván, y el altísimo diálogo amoroso que incluye, está firmado por Goethe. Pero Marianne no es sólo la mujer amada y cantada en la poesía; también es la autora de algunos de los poemas más elevados, en sentido absoluto, de todo el Diván. Goethe los integró y publicó en el libro, con su nombre; sólo en 1869, muchos años después de la muerte del poeta y nueve después de la de Suleika, el filólogo Hermann Grimm, al que Marianne había confiado el secreto y mostrado su correspondencia con Goethe, dio a conocer que la mujer había escrito esos escasísimos pero sublimes poemas del Diván. »

Marianne Jung, pues, escribió en el Diván unos poquísimos poemas, que pertenecen a las obras maestras de la lírica mundial, y luego no escribió nada más, nunca, prefirió callar.

Es la más secreta de las escritoras del No. «Una vez en mi vida -dijo muchos años después de haber escrito aquellos versos- descubrí que sentía algo noble, que era capaz de decir cosas que eran dulces y sentidas con el corazón, pero el tiempo, más que destruirlas, las ha borrado.»

Comenta Magris que es posible que Marianne Jung se diera cuenta de que la poesía sólo tenía sentido si surgía de una experiencia total como la que ella había vivido y que, una vez pasado ese momento de gracia, había pasado también la poesía.

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