En cualquier caso, hay un punto en común entre los desmesurados Gadda y Musil: ambos tenían que abandonar sus libros porque éstos se les volvían infinitos, los dos acababan viéndose obligados a poner, sin desearlo, un punto final a sus novelas, cayendo en el síndrome de Bartleby, cayendo en un tipo de silencio que detestaban: ese tipo de silencio en el que, dicho sea de paso, y salvando todas las insalvables distancias, voy a tener que caer yo, tarde o temprano, me guste o no, ya que sería iluso, por mi parte, ignorar que estas notas cada vez se parecen más a esas superficies de Mondrian llenas de cuadrados, que sugieren al espectador la idea de que rebasan el lienzo y buscan -faltaría más- encuadrar el infinito, que es algo que, si como creo ver estoy ya haciendo, me va a obligar a la paradoja de, valiéndome de un solo gesto, eclipsarme. Cuando eso suceda, el lector hará muy bien en imaginar en mí una arruga negra vertical entre las dos cejas de mi ira, esa arruga precisamente que aparece en el malhumorado y abrupto desenlace de El zafarrancho aquel de vía Merulana, la gran novela de Gadda: «Semejante arruga negra vertical entre las dos cejas de la ira, en el rostro blanquísimo de la muchacha, lo paralizó, le indujo a reflexión: a arrepentirse, o poco menos.»
73) En Volcano, Derek Walcott, que ve brasas de cigarro y ve también la lava de un volcán en las páginas de una novela de Joseph Conrad, nos dice que podría abandonar la escritura. Si algún día se decide a hacerlo, no hay duda de que tendrá un lugar importante en cualquier historia que hable de «los del No», esa secta involuntaria.
Los versos de Walkott que me envía Derain comparten un cierto aire de familia con aquello que decía Jaime Gil de Biedma de que, a fin de cuentas, lo normal es leer:
Uno podría abandonar la escritura
ante las señales de lenta combustión
de lo que es grande, ser
su lector ideal,
reflexivo, voraz, que ama las obras maestras,
es superior al que intenta
repetirlas o eclipsarlas,
y convertirse así en el mejor lector del mundo.
74) Ayer me dormí practicando una modalidad parecida a la de contar ovejas, pero más sofisticada. Empecé a memorizar, una y otra vez, aquello que decía Wittgenstein de que todo lo que se puede pensar se puede pensar claramente, todo lo que se puede decir se puede decir claramente, pero no todo lo que se puede pensar se puede decir.
Ni que decir tiene que estas frases me aburrían tanto que no tardé en dormirme y en encontrarme en un escenario kafkiano, en un largo pasillo, desde el que unas puertas toscamente hechas conducían a los distintos departamentos de un desván. A pesar de que la luz no llegaba directamente, no estaba por completo oscuro, porque muchos departamentos tenían hacia el pasillo, en lugar de paredes uniformes de tablas, simples enrejados de madera que, sin embargo, llegaban hasta el techo, por los que entraba alguna luz y por los que se podía ver también a algunos empleados que escribían en mesas o estaban de pie, junto a la celosía, observando por los intersticios a la gente del pasillo. Yo estaba, por lo tanto, en mi antigua oficina. Y era uno de los empleados que miraban a la gente del pasillo. Esa gente no era ninguna multitud, sino un trío de personas a las que yo tenía la impresión de conocer muy bien. Al aguzar el oído y escuchar atentamente, le oí decir a Rimbaud que estaba cansado de traficar con esclavos y que daría cualquier cosa para poder volver a la poesía. Wittgenstein se sentía ya muy harto de su humilde trabajo como enfermero de hospital. Duchamp se quejaba de no poder pintar y tener que jugar todos los días al ajedrez. Los tres estaban lamentándose amargamente cuando entraba Gombrowicz, que parecía doblarles a los tres en edad y les decía que el único que no debía arrepentirse de nada era Duchamp, que a fin de cuentas había dejado atrás algo monstruoso -la pintura-, algo que era conveniente ya no sólo dejar sino olvidar para siempre.
– No entiendo, maestro -decía Rimbaud-. ¿Por qué sólo Duchamp tiene derecho a no arrepentirse?
– Creo haberlo ya dicho -respondía con gran suficiencia y soberbia Gombrowicz-. Porque así como en poesía o en filosofía hay todavía mucho que hacer, aunque ni tú, Rimbaud, ni tú, Wittgenstein, tenéis ya nada que hacer, en pintura nunca en la vida hubo nada que hacer. ¿Por qué no reconocer, ya de una vez por todas, que el pincel es un instrumento ineficaz? Es como si la emprendieras con el cosmos desbordante de resplandores con un simple cepillo de dientes. Ningún arte es tan pobre en expresión. Pintar no es más que renunciar a todo lo que no se puede pintar.
75) El poeta limeño Emilio Adolfo Westphalen, nacido en 1911, desarrolló la poesía peruana combinándola genialmente con la tradición poética española y creando una lírica hermética en dos libros que, publicados en 1933 y 1935, deslumhraron a sus lectores: Las ínsulas extrañas y Abolición de la muerte.
Tras su embestida inicial, permaneció cuarenta y cinco años en total silencio poético. Como ha escrito Leonardo Valencia: «El silencio producido por la ausencia, a lo largo de cuarenta y cinco años, de nuevas publicaciones, no lo remitió al olvido, sino que lo hizo sobresaliente, lo enmarcó.»
Al término de esos cuarenta y cinco años de silencio, regresó silenciosamente a la poesía con poemas -como los de mi amigo Pineda- de uno o dos versos. A lo largo de esos cuarenta y cinco años de silencio, todo el mundo le preguntaba por qué había dejado de escribir, se lo preguntaban en las raras ocasiones en que Westphalen se hacía visible, aunque no se hacía visible del todo, ya que en público permanecía siempre con el rostro cubierto por su mano izquierda, mano nerviosa y de largos dedos de pianista, como si le doliera ser visto en el mundo de los vivos. A lo largo de esos cuarenta y cinco años, en las raras ocasiones en que se ponía a tiro, se le hacía siempre la misma pregunta, tan parecida, por cierto, a la que en México le hacían a Rulfo. Siempre la misma pregunta y siempre, a lo largo de casi medio siglo, cubriéndose el rostro con la mano izquierda, la misma -no sé si enigmática- respuesta:
– No estoy en disposición.
76) He recuperado la comunicación con Juan, he hablado un rato con él por teléfono. Me ha dicho que le gustaría dar un vistazo a mis Notas del No, así las ha llamado. Será mi primer lector, me conviene ir haciéndome a la idea de que voy a ser leído y que, por tanto, debo empezar a recuperar lentamente mis relaciones con lo que voy a llamar «la animación exterior», es decir, esa vida de brillante apariencia que, cuando uno quiere apropiársela, se muestra peligrosamente inconsistente.
Poco antes de colgar el teléfono, Juan me ha hecho dos preguntas, que han quedado sin contestar, porque le he dicho que prefería responder por escrito. Ha querido saber cuál es la esencia de mi diario y cuál sería el paisaje -tiene que ser real- que más le cuadraría a este conjunto de notas.
No puede existir una esencia de estas notas, como tampoco existe una esencia de la literatura, porque precisamente la esencia de cualquier texto consiste en escapar a toda determinación esencial, a toda afirmación que lo estabilice o realice. Como dice Blanchot, la esencia de la literatura nunca está ya aquí, siempre hay que encontrarla o inventarla de nuevo. Así vengo yo trabajando en estas notas, buscando e inventando, prescindiendo de que existen unas reglas de juego en la literatura. Vengo yo trabajando en estas notas de una forma un tanto despreocupada o anárquica, de un modo que me recuerda a veces la respuesta que dio el gran torero Belmonte cuando, en una entrevista, le requirieron que hablara un poco de su toreo. «¡Si no sé! -contestó-. Palabra que no sé. Yo no sé las reglas, ni creo en las reglas. Yo siento el toreo, y sin fijarme en reglas lo ejecuto a mi modo.»
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