Mario Llosa - Elogio De La Madrastra

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Con la sabiduría del meticuloso observador que es y gracias a la seductora ceremonia del bien contar, Vargas Llosa nos induce sin paliativos a dejarnos prender en la red sutil de perversidad que, poco a poco, va enredando y ensombreciendo las extraordinarias armonía y felicidad que unen en la plena satisfacción de sus deseos a la sensual doña Lucrecia, la madrastra, a don Rigoberto, el padre, solitario practicante de rituales higiénicos y fantaseador amante de su amada esposa, y a inquietante Fonchito, el hijo, cuya angelical presencia y anhelante mirada parecen corromperlo todo. La reflexión múltiple sobre la felicidad, sus oscuras motivaciones y los paradójicos entresijos del poder putrefactor de la inocencia, que subyace en cada una de sus páginas, sostiene una narración que cumple con las exigencias del género sin por ello deslucir la rica filigrana poética de la escritura.

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Mi mayor fuente de orgullo es mi boca. No es verdad que esté abierta de par en par porque aúllo de desesperación. La tengo así para mostrar mis blancos y filudos dientes. ¿No los envidiaría cualquiera? Apenas si me faltan dos o tres. Los demás se conservan firmes y carniceros. Si es necesario, trituran piedras. Pero prefieren cebarse sobre pechugas y nalgas de terneras, incrustarse en tetillas y muslos de gallinas y capones o gargantas de pajarillos. Comer carne es una prerrogativa de los dioses.

No soy desdichado ni quiero que me compadezcan. Soy como soy y eso me basta. Saber que otros están peor es un gran consuelo, por supuesto. Es posible que Dios exista, pero eso, a estas alturas de la historia, con todo lo que nos ha pasado ¿tiene alguna importancia? ¿Que el mundo acaso pudo ser mejor de lo que es? Sí, acaso, pero ¿para qué preguntárselo? He sobrevivido y, a pesar de las apariencias, formo parte de la raza humana.

Mírame bien, amor mío. Reconóceme, reconócete.

10 Tuberosa y sensual

«Érase un hombre a una nariz pegado», recitó don Rigoberto, iniciando, con una invocación poética, la ceremonia de los jueves. Y recordó a José María Eguren, el grácil poeta nefelíbata que, considerando la palabra «nariz» fonéticamente vulgar, la afrancesó y llamó nez en sus poemas.

¿Era muy fea su nariz? Dependía del cristal a cuyo través se la miraba. Era rotunda y aquilina, sin complejos de inferioridad, curiosa del mundo, muy sensible, tuberosa y ornamental. Pese a los cuidados y prevenciones de don Rigoberto la averiaban de cuando en cuando rachas de espinillas, pero, esta semana, a juzgar por lo que decía el espejito, no había aparecido una sola que apretar, expulsar y desinfectar luego con agua oxigenada. Por un inexplicable capricho cutáneo buena parte de ella, sobre todo en su extremo inferior, allí donde se curvaba y abría en dos ventanas, lucía una coloración encarnada, matiz borgoña añejo, como la que denuncia a los borrachos. Pero don Rigoberto bebía con tanta moderación como comía, de manera que aquellos arreboles no tenían otra causa posible, a su entender, que las incoherencias y veleidades de la señora Naturaleza. A no ser que -la cara del marido de doña Lucrecia se distendió en una sonrisa de oreja a oreja- su sensible narizota viviera ruborizada recordando los libidinosos menesteres que olfateaba en el lecho conyugal. Don Rigoberto vió que los dos orificios de su órgano respiratorio se ensanchaban de inmediato, anticipando aquellas brisas seminales -«emulsionantes fragancias», pensó- que, dentro de poco, entrando por allí, lo impregnarían hasta los tuétanos. Se sintió blando y agradecido. A trabajar, pues, que todo tenía su tiempo y sitio: todavía no era momento de respiraciones, cachafaz.

Se sonó fuerte con su pañuelo, primero un lado y luego el otro, mientras con el dedo índice clausuraba el conducto opuesto, hasta estar seguro de que su nariz se hallaba limpia de mucosidades y aguadija. Entonces, en la mano izquierda la lupa de filatelista que le servía para explorar las postales y grabados eróticos de su colección y para las minucias del aseo, y en la mano derecha la tijerilla de, uñas, procedió a emancipar sus narices de esos pelillos antiestéticos cuyas negras cabecitas ya comenzaban a asomar al exterior, pese a haber sido decapitadas hacía sólo siete días. La tarea demandaba la concentración de un miniaturista oriental a fin de llevarla a cabo con felicidad y sin cortarse. A don Rigoberto le producía un apacible sosiego espiritual, poco menos que el estado de «vacío y plenitud» descrito por los místicos.

La férrea voluntad de domeñar las ingratas arbitrariedades de su cuerpo, obligando a éste a existir dentro de ciertas pautas estéticas, sin desbordar unos límites fijados por su soberano gusto -y el de Lucrecia, en cierto modo- gracias a unas técnicas de extirpación, recorte, expulsión, riego, frote, tonsura, pulimento, etcétera, que había llegado a dominar como un eximio artesano su oficio, lo aislaba del resto de los hombres y le producía esa milagrosa sensación -que cuando se reuniera en la oscuridad de la alcoba con su mujer alcanzaría su apogeo de haber salido del tiempo. Algo más que una sensación: una certidumbre física. Todas sus células estaban en este instante liberadas -chas chas hacían las hojas plateadas de la tijerilla y chas chas los cercenados pelitos bajaban lentos, ingrávidos, por el aire chas chas desde sus narices al remolino de agua del lavador chas chas-, suspendidas, absueltas del deterioro del acaecer, de la pesadilla del siendo. Esa era la virtud mágica del rito y los hombres primitivos lo habían descubierto en los albores de la historia: convertirlo a uno, por ciertos instantes eternos, en puro estar. Él había redescubierto esa sabiduría a solas, por su cuenta y riesgo. Pensó: «La manera de sustraerse momentáneamente a la ruin decadencia y a las servidumbres edilicias de la civilidad, a las convenciones abyectas del rebaño, para alcanzar, por un breve paréntesis al día, una naturaleza soberana». Pensó: «Esto es un anticipo de inmortalidad». La palabra no le pareció excesiva. En este instante se sentía -chas chas, chas chas- incorruptible; y, pronto, entre los brazos y piernas de su esposa, se sentiría un monarca. Pensó: «Un dios».

El cuarto de baño era su templo; el lavador, el ara de los sacrificios; él era el sumo sacerdote y estaba celebrando la misa que cada noche lo purificaba y redimía de la vida. «Dentro de un momento seré digno de Lucrecia y estaré con ella», se dijo. Contemplándola, habló a su robusta nariz en tono cálido: «Te digo que muy pronto estaremos tú y yo en el paraíso, mi buena ladrona». Sus dos orificios se abrieron, golosos, husmeando el futuro. Pero en vez de los prensiles aromas íntimos de la señora de la casa, olieron el aséptico olor de agua y jabón con que don Rigoberto, mediante complicadas aspersiones manuales y equinos movimientos de cabeza, se acicalaba ahora el interior ya podado de sus narices.

Terminada la parte delicada del rito nasal, su mente pudo abandonarse de nuevo al fantaseo y asoció, de pronto, el inminente tálamo matrimonial, donde Lucrecia yacía esperándolo, con el impronunciable nombre del historiador y ensayista holandés Johan Huizinga, uno de cuyos ensayos le había llegado al corazón, persuadiéndolo de que había sido escrito para él, para ella, para ellos dos. Enjuagándose el alma de la nariz con agua pura mediante un gotero, don Rigoberto se preguntó: «¿No es nuestra cama el espacio mágico del que habla Homo Ludens?». Sí, por antonomasia. Según el holandés, la cultura, la civilización, la guerra, el deporte, la ley, la religión, habían brotado de ese territorio convencional, como arborescencias y frondosidades, felices algunas, perversas otras, de la irresistible propensión humana a jugar. Divertida teoría, sin duda; sutil también, pero seguramente falsa. Sin embargo, el púdico humanista no profundizó aquella intuición genial aplicándola al dominio que la confirmaba, donde casi todo se esclarecía gracias a su luz.

«Espacio mágico, territorio femenino, bosque de los sentidos», buscó metáforas para el pequeño país que habitaba en este momento Lucrecia. «Mi reino es una cama», decretó. Estaba enjuagándose las manos, secándoselas. El vasto colchón de tres plazas permitía a la pareja moverse con comodidad en una dirección o en otra y estirarse e incluso rodar en semoviente y alegre abrazo sin riesgo de rodar al suelo. Era mullido pero tenso, de resortes firmes y tan perfectamente nivelado que los cuerpos podían deslizar por él cualquiera de sus miembros sin encontrar la menor aspereza u obstáculo que conspirara contra determinada gimnasia, posición, temeridad o broma escultórica durante los juegos amorosos. «Abadía de la incontinencia», improvisó don Rigoberto, inspirado. «Colchón jardín donde las flores de mi mujer se abren y arrojan para este privilegiado mortal sus esencias secretas».

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