Mario Llosa - Elogio De La Madrastra

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Con la sabiduría del meticuloso observador que es y gracias a la seductora ceremonia del bien contar, Vargas Llosa nos induce sin paliativos a dejarnos prender en la red sutil de perversidad que, poco a poco, va enredando y ensombreciendo las extraordinarias armonía y felicidad que unen en la plena satisfacción de sus deseos a la sensual doña Lucrecia, la madrastra, a don Rigoberto, el padre, solitario practicante de rituales higiénicos y fantaseador amante de su amada esposa, y a inquietante Fonchito, el hijo, cuya angelical presencia y anhelante mirada parecen corromperlo todo. La reflexión múltiple sobre la felicidad, sus oscuras motivaciones y los paradójicos entresijos del poder putrefactor de la inocencia, que subyace en cada una de sus páginas, sostiene una narración que cumple con las exigencias del género sin por ello deslucir la rica filigrana poética de la escritura.

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Esos disfuerzos míos la hacen reír y encandilan su cuerpo hasta volverlo brasa. Ya mi memoria está oyendo su risa que vendrá, una risa que apaga los gemidos del órgano y cubre de líquida saliva los labios del joven profesor. Cuando ella ríe sus pezones se endurecen y empinan como si una invisible boca mamara de ellos, y los músculos de su estómago vibran bajo la tersa piel olorosa a vainilla sugiriendo el rico tesoro de tibiezas y sudores de su intimidad. En ese momento mi respingarla nariz puede oler el aroma a quesillo rancio de sus jugos secretos. El perfume de esa supuración de amor enloquece a don Rigoberto, quien -ella me lo ha contado-, de hinojos, como el que ora, lo absorbe y se impregna de él hasta embriagarse de dicha. Es, asegura, mejor afrodisíaco que todos los elixires de inmundas mezclas que andan vendiendo a los amantes los brujos y las celestinas de esta ciudad. «Mientras huelas así, seré tu esclavo», dice ella que él le dice, con la lengua floja de los ebrios de amor.

Pronto se abrirá la puerta y escucharemos el quedo susurro de las pisadas en la alfombra de don Rigoberto. Pronto lo veremos asomarse a la vera de este lecho a comprobar si hemos sido capaces, yo y el profesor, de acercar la rastrera realidad a los oropeles de su fantasía. Oyendo la risa de la señora, viéndola, respirándola, comprenderá que algo de eso ha ocurrido. Hará entonces un casi imperceptible ademán de aprobación, que será para nosotros la orden de partida.

El órgano enmudecerá; con una profunda venia, el profesor hará mutis por el patio de los naranjos y yo saltaré por la ventana y me alejaré volatineando rumbo a la noche fragante del campo.

En la alcoba quedarán ellos dos y el rumor de su tierna contienda.

8 La sal de sus lágrimas

Justiniana tenía los ojos como platos y no dejaba de accionar. Sus manos parecían aspas:

– ¡El niño Alfonso dice que se va a matar! ¡Porque usted ya no lo quiere, dice! -pestañeaba, aterrada-. Está escribiéndole una carta de despedida, señora.

– ¿Es éste otro de esos disparates que…? -balbuceó doña Lucrecia, mirándola por el espejo del tocador-. ¿Tienes pajaritos en la cabeza, no?

Pero la cara de la mucama no era de bromas y doña Lucrecia, que estaba depilándose las cejas, dejó caer la pinza al suelo y sin preguntar más echó a correr escaleras abajo, seguida por Justiniana. La puerta del niño estaba cerrada con llave. La madrastra tocó con los nudillos: «Alfonso, Alfonsito». No hubo respuesta ni se oyó ruido adentro.

– ¡Foncho! ¡Fonchito! -insistió doña Lucrecia, tocando de nuevo. Sentía que la espalda se le helaba-. ¡Ábreme! ¿Estás bien? ¿Por qué no contestas? ¡Alfonso!

La llave giró en la cerradura, chirriando, pero la puerta no se abrió. Doña Lucrecia tragó una bocanada de aire. El suelo era otra vez sólido bajo sus pies, el mundo se reordenaba después de haber sido un resbaladizo tumulto.

– Déjame sola con él -ordenó a Justiniana.

Entró en el cuarto, cerrando la puerta a su espalda. Hacía esfuerzos por reprimir la indignación que iba ganándola, ahora que había pasado el susto.

El niño, todavía con la camisa y el pantalón del uniforme de colegio, estaba sentado en su mesa de trabajo, la cabeza baja. La alzó y la miró, inmóvil y triste, más bello que nunca. A pesar de que aún entraba luz por la ventana, tenía encendida la lamparilla y en el dorado redondel que caía sobre el secante verdoso doña Lucrecia divisó una carta a medio hacer, la tinta todavía brillando, y un lapicero abierto junto a su manecita de dedos manchados.

Se acercó a pasos lentos.

– ¿Qué estas haciendo? -murmuró.

Le temblaban la voz y las manos, su pecho subía y bajaba.

– Escribiendo una carta -repuso el niño en el acto, con firmeza-. A ti.

– ¿A mí? -sonrió ella, tratando de parecer halagada-. ¿Ya puedo leerla?

Alfonso puso su mano encima del papel.

Estaba despeinado y muy serio.

– Todavía. -En su mirada había una resolución adulta y su tono era desafiante-. Es una carta de despedida.

– ¿De despedida? Pero ¿acaso te vas a alguna parte, Fonchito?

– A matarme -lo oyó decir doña Lucrecia, mirándola fijo, sin moverse. Aunque, después de unos segundos, su compostura se quebró y se le aguaron los ojos-: Porque tú ya no me quieres, madrastra.

Oírselo decir de esa manera entre adolorida y agresiva, con la carita torciéndosele en un puchero que intentaba en vano frenar y usando palabras de amante despechado que desentonaban tanto en su figurilla imberbe, de pantalón corto, desarmó a doña Lucrecia. Permaneció muda, boquiabierta, sin saber qué responder.

– Pero, qué tonterías estás diciendo, Fonchito -murmuró al fin, sobreponiéndose sólo a medias-. ¿Que yo no te quiero? Pero, corazón, si tú eres como mi hijo. Yo a ti…

Se calló, porque Alfonso, dejando caer su cuerpo sobre ella y abrazándose de su cintura, rompió a llorar. Sollozaba, con la cara aplastada contra el vientre de doña Lucrecia, su pequeño cuerpo conmovido por los suspiros y con un jadeo ansioso de cachorrillo hambriento. Era un niño, ahora sí, no había duda, por la desesperación con que lloraba y el impudor con que exhibía su sufrimiento. Luchando para no dejarse vencer por la emoción que le cerraba la garganta y había mojado ya sus ojos, doña Lucrecia le acarició los cabellos. Confundida, presa de sentimientos contradictorios, lo escuchaba desahogarse, balbuciendo sus quejas.

– Hace días que no me hablas. Te pregunto algo y te das la vuelta. Ya no me dejas que te bese ni para los buenos días ni las buenas noches y cuando regreso del colegio me miras como si te molestara verme entrar a la casa. ¿Por qué madrastra? ¿Yo qué te he hecho?

Doña Lucrecia lo contradecía y lo besaba en los cabellos. No, Fonchito, nada de eso es verdad. ¡Qué susceptibilidades eran ésas, chiquitín! Y, buscando la forma más atenuada, trataba de explicárselo. ¡Cómo no lo iba a querer! ¡Muchísimo, corazoncito! Pero si vivía pendiente de él para todo y lo tenía siempre en la mente cuando él estaba en el colegio o jugando al fútbol con sus amigos… Ocurría, simplemente, que no era bueno que fuera tan pegado a ella, que se desviviera en esa forma por su madrastra. Podía hacerle daño, zoncito, ser tan impulsivo y vehemente en sus afectos. Desde el punto de vista emocional, era preferible que no dependiera tanto de alguien como ella, tan mayor que él. Su cariño, sus intereses debían compartirse con otras personas, volcarse sobre todo en niños de su edad, sus amiguitos, sus primos. Así crecería más pronto, con una personalidad propia, así sería el hombrecito de carácter del que ella y don Rigoberto se sentirían después tan orgullosos.

Pero, mientras doña Lucrecia hablaba, algo en su corazón desmentía lo que iba diciendo. Estaba segura de que el niño tampoco le prestaba atención. Acaso ni la oía. «No creo una palabra de lo que le digo», pensó. Ahora que sus sollozos habían cesado, aunque aún lo sobrecogía de tanto en tanto un hondo suspiro, Alfonsito parecía concentrado en las manos de su madrastra. Se las había cogido y las besaba despacito, tímidamente, con unción. Luego, mientras se las frotaba contra la mejilla satinada, doña Lucrecia lo escuchó murmurar quedo, como si se dirigiese sólo a los dedos afilados que apretaba con fuerza: «Yo a ti te quiero mucho, madrastra. Mucho, mucho… Nunca más me trates así, como en estos días, porque me mataré. Te juro que me mataré».

Y, entonces, fue como si dentro de ella un dique de contención súbitamente cediera y un torrente irrumpiera contra su prudencia y su razón, sumergiéndolas, pulverizando principios ancestrales que nunca había puesto en duda y hasta su instinto de conservación. Se agachó, apoyó una rodilla en tierra para estar a la misma altura del niño sentado y lo abrazó y lo acarició, libre de trabas, sintiéndose otra y como en el corazón de una tormenta.

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