Mario Llosa - Elogio De La Madrastra

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Con la sabiduría del meticuloso observador que es y gracias a la seductora ceremonia del bien contar, Vargas Llosa nos induce sin paliativos a dejarnos prender en la red sutil de perversidad que, poco a poco, va enredando y ensombreciendo las extraordinarias armonía y felicidad que unen en la plena satisfacción de sus deseos a la sensual doña Lucrecia, la madrastra, a don Rigoberto, el padre, solitario practicante de rituales higiénicos y fantaseador amante de su amada esposa, y a inquietante Fonchito, el hijo, cuya angelical presencia y anhelante mirada parecen corromperlo todo. La reflexión múltiple sobre la felicidad, sus oscuras motivaciones y los paradójicos entresijos del poder putrefactor de la inocencia, que subyace en cada una de sus páginas, sostiene una narración que cumple con las exigencias del género sin por ello deslucir la rica filigrana poética de la escritura.

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– Nunca más -repitió, con dificultad, pues la emoción apenas le permitía articular las palabras-. Te prometo que nunca más te trataré así. La frialdad de estos días era fingida, chiquitín. Qué tonta he sido, queriendo hacerte un bien te hice sufrir. Perdóname, corazón…

Y, al mismo tiempo, lo besaba en los alborotados cabellos, en la frente, en las mejillas, sintiendo en los labios la sal de sus lágrimas. Cuando la boca del niño buscó la suya, no se la negó. Entrecerrando los ojos se dejó besar y le devolvió el beso. Luego de un momento, envalentonados, los labios del niño insistieron y empujaron y entonces ella abrió los suyos y dejó que una nerviosa viborilla, torpe y asustada al principio, luego audaz, visitara su boca y la recorriera, saltando de un lado a otro por sus encías y sus dientes, y tampoco retiró la mano que, de pronto, sintió en uno de sus pechos. Reposó allí un momento, quieta, como tomando fuerzas, y después se movió y, ahuecándose, lo acarició en un movimiento respetuoso, de presión delicada. Aunque, en lo profundo de su espíritu, una voz la urgía a levantarse y partir, doña Lucrecia no se movió. Más bien, estrechó al niño contra sí y, sin inhibiciones, siguió besándolo con un ímpetu y una libertad que crecían al ritmo de su deseo. Hasta que, como en sueños, sintió el freno de un automóvil y, poco después, la voz de su marido, llamándola.

Se incorporó de un salto, espantada; su miedo contagió al niño cuyos ojos se impregnaron de susto. Vió la ropa desordenada de Alfonso, las marcas de carmín en su boca. «Anda a lavarte», le ordenó, deprisa, señalando, y el niño asintió y corrió al baño.

Ella salió de la habitación mareada y, poco menos que a tropezones, cruzó el saloncillo que daba al jardín. Fue a encerrarse en el baño de visitas. Estaba desfalleciente, como si hubiera corrido. Mirándose en el espejo, le sobrevino un ataque de risa histérica que sofocó tapándose la boca. «Insensata, loca», se insultó, mientras se mojaba la cara con agua fría. Luego, se sentó en el bidé y soltó la regadera, largo rato. Se sometió a un aseo minucioso y compuso sus ropas y sus facciones y permaneció allí hasta sentirse de nuevo totalmente serena, dueña de su cara y de sus gestos. Cuando salió a saludar a su marido, estaba fresca y risueña como si nada anormal le hubiera sucedido. Pero, aunque don Rigoberto la notó tan cariñosa y solícita como todos los días, desbordante de mimos y atenciones, y escuchó sus anécdotas de la jornada con el interés de siempre, había en doña Lucrecia un escondido malestar que no la abandonó un instante, una desazón que, de tanto en tanto, le producía un escalofrío y le ahuecaba el vientre.

El niño cenó con ellos. Estuvo discreto y formalito, igual que de costumbre. Con risa saltarina celebró los chistes de su padre y le pidió incluso que les contara otros, «esos chistes negros papá, esos que son algo cochinos». Cuando sus ojos se cruzaban con los de él, doña Lucrecia se admiraba de no encontrar en esa mirada despejada, azul pálido, ni la sombra de una nube, el más mínimo brillo de picardía o de complicidad.

Horas después, en la intimidad a oscuras de la alcoba, don Rigoberto musitó una vez más que la quería y, cubriéndola de besos, le agradeció sus días y sus noches, la inmensa felicidad que gracias a ella lo colmaba. «Desde que nos casamos, estoy aprendiendo a vivir, Lucrecia», oyó que le decía, exaltado. «Si no fuera por ti, hubiera muerto ignorante de tanta sabiduría y sin sospechar siquiera lo que era, de verdad, gozar». Ella lo escuchaba conmovida y dichosa pero aun ahora no podía dejar de pensar en el niño. Sin embargo, esa vecindad intrusa, esa presencia mirona y angelical no empobrecía, más bien condimentaba su placer con urca esencia turbadora, febril.

¿No me preguntas quién soy? -murmuro, por fin, don Rigoberto.

– ¿Quién, quién, amor mío? -le respondió con la impaciencia requerida, alentándolo.

– Un monstruo, pues -lo oyó decir, y alejos, inalcanzable en el vuelo de su fantasía.

9 Semblanza de humano

Perdí la oreja izquierda de un mordisco, peleando con otro humano, creo. Pero, por la delgada ranura que quedó, oigo claramente los ruidos del mundo. También veo las cosas, aunque al sesgo y con dificultad. Pues, aunque al primer golpe de vista no lo parezca, esa protuberancia azulina, a la izquierda de mi boca, es un ojo. Que esté allí, funcionando, capturando las formas y los colores, es un prodigio de la ciencia médica, un testimonio del progreso extraordinario que caracteriza al tiempo en que vivimos. Yo debía de estar condenado a perpetua oscuridad, desde el gran incendio -no recuerdo si provocado por un bombardeo o un atentado- en el que todos los sobrevivientes quedaron privados de la vista y el pelo, a causa de los óxidos. Tuve la suerte de perder sólo un ojo; el otro fue salvado por los oftalmólogos luego de dieciséis intervenciones. Carece de párpados y lagrimea con frecuencia, pero me permite distraerme viendo la televisión, y, sobre todo, detectar rápidamente la aparición del enemigo.

El cubo de vidrio donde estoy es mi casa. Veo a través de sus paredes pero nadie puede verme desde el exterior: un sistema muy conveniente para la seguridad del hogar, en esta época de tremendas asechanzas. Los vidrios de mi morada son, claro está, antibalas, antigérmenes, antirradiaciones e insonoros. Están siempre perfumados con un olor a sobaco y almizcle que a mí -ya sé que sólo a mí- me deleita.

Tengo un olfato muy desarrollado y es por la nariz por donde más gozo y sufro. ¿Debo llamar nariz a este órgano membranoso y gigante que registra todos los olores, aun los más sutiles? Me refiero al bulto grisáceo, con costras blancas, que empieza a la altura de mi boca y baja, creciendo, hasta mi cuello de toro. No, no es la hinchazón del bocio ni una manzana de Adán inflada por la acromegalia. Es mi nariz. Sé que no es bella ni útil, pues su excesiva sensibilidad la torna un indescriptible tormento cuando se pudre una rata en la vecindad o pasan materias fétidas por las cañerías que atraviesan mi hogar. Aun así, yo la venero y a veces pienso que mi nariz es el aposento de mi alma.

No tengo brazos ni piernas pero mis cuatro muñones están bien cicatrizados y endurecidos, de modo que puedo desplazarme por la tierra con facilidad y aun a la carrera si hace falta. Mis enemigos no han logrado darme alcance hasta ahora en ninguna de las persecuciones. ¿Cómo perdí las manos y los pies? Un accidente de trabajo, tal vez; o, acaso, un medicamento que engulló mi madre para tener un embarazo benigno (la ciencia no acierta en todos los casos, por desgracia).

Mi sexo está intacto. Puedo hacer el amor a condición de que el mozalbete o la hembra que hace de partenaire me permita acomodarme de tal manera que mis forúnculos no rocen su cuerpo, pues si revientan mana de ellos el pus hediondo y padezco dolores atroces. Me gusta fornicar y, en cierto sentido, diría que soy un voluptuoso. Es verdad que a menudo experimento fiascos o la humillante eyaculación precoz. Pero, otras veces, tengo orgasmos prolongados y repetidos que me dan la sensación de ser aéreo y radiante como el arcángel Gabriel. La repugnancia que inspiro a mis amantes se troca en atracción, e incluso en delirio, una vez que -con ayuda del alcohol o la droga casi siempre- vencen la prevención inicial y aceptan trenzarse conmigo sobre una cama. Las mujeres llegan a amarme, incluso, y los chicos a enviciarse con mi fealdad. En el fondo de su alma, a la bella la fascinó siempre la bestia, como recuerdan tantas fábulas y mitologías, y es raro que en el corazón de un apuesto jovenzuelo no anide algo perverso. Nunca lamentó alguno de mis amantes haberlo sido. Ellos y ellas me agradecen haberlos instruido en las refinadas combinaciones de lo horrible y el deseo para causar placer. Conmigo aprendieron que todo es y puede ser erógeno y que, asociada al amor, la función orgánica más vil, incluidas aquéllas del bajo vientre, se espiritualiza y ennoblece. La danza de los gerundios que conmigo bailan -eructando, orinando, defecando- los acompaña después como un melancólico recuerdo de los tiempos idos, ese descenso a la mugre (algo que a todos tienta y que tan pocos osan emprender) que hicieron en mi compañía.

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