Tomás Martínez - El Vuelo De La Reina

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G. M. Camargo, el todopoderoso director de un diario de Buenos Aires, se obsesiona por Reina Remis, una periodista de talento a la que dobla en edad. Su soberbia le impide ver que los sentimientos ajenos no están bajo su dominio, y esa ceguera lo sume en una historia de amor de la que saldrá transfigurado. A partir de esa intriga clásica, Tomás Eloy Martínez construye una novela irresistible sobre el deseo, el poder y la identidad. Casi todo lo que sucede, sucede dos veces, de un modo siempre más oscuro y desconcertante.La corrupción política y la impunidad en un país que se va viniendo abajo, y el creciente delirio erótico, van dibujando un friso cuyo final, imprevisible, arrastra a los lectores otra vez a la primera línea del libro, atrapados por una historia que se parece tanto a la vida.

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En el primer articulo que publica en El Diario al regresar de Caracas se te entrega atada de pies y manos, sellando su destrucción. A pesar de la malicia con que lee todo lo que debe editar, Maestro no ha detectado el fraude. Vos sí. El segundo párrafo deja escapar, como de paso, la frase delatora: «El coronel durmió como un bendito en la primera clase de Fleet Air durante el vuelo entre San Pablo y Maiquetía». La inútil mención de la línea aérea enciende al instante cu suspicacia. Ordenes a Sicardi que llame al gerente de Fleet Air y averigüe si extendió un pasaje de cortesía a nombre de Reina Remis. Tus sospechas se confirman. Ella no sólo mendigó el pasaje: también prometió mencionar en el diario al generoso donante.

¿Ahora qué te ha quedado de ella, Camargo? Mirás dentro de vos y sólo ves un horizonte de asco, un río de escorias que irás secando poco a poco. Vas a permitir que la mujer relaje sus costumbres durante una semana y, de paso, que siga delatándose en sus artículos. Tal como has previsto, la mención a Fleet Air reaparece en la segunda entrega de su insulsa entrevista al coronel. Mientras tanto, Sicardi ha verificado que llama al amante desde los teléfonos del diario. A la traición suma la estafa. Cuando la mujer acude a Maestro para que le autorice un viaje más, a Rió de Janeiro, su descaro te colma la paciencia. Vas a retenerla ahora sólo un par de días, exigiéndole que escriba sobre la crisis ministerial y sobre la segura renuncia del vicepresidente. Sus artículos van a ser desastrosos, porque harás que Sicardi la humille hasta secarle el lenguaje, que le ajuste el garrote al cuello y estrangule su orgullo.

Antes de que la mujer se siente a escribir, el jefe de personal la llamará para reprenderla. Eso debe suceder alrededor de las nueve, en el momento de tensión extrema, sobre el filo del cierre. Poco después, agitado, el pobre perro fiel correrá a tu oficina para contar lo que ha sucedido. Lo verás inflamado, exultante. Como la sevicia le aflora siempre en la nariz, van a brotarle dos forúnculos nuevos. Sicardi habrá grabado el diálogo y te entregara tanto el casete como la transcripción, con una diligencia que siempre se adelanta a tus ansiedades:

– Cuánto hace que la empresa lucha contra la corrupción, señorita Remis?

– Qué sé yo -le ha dicho ella, impaciente-. Cuando llegué, ya había empezado.

– ¿Y qué podríamos hacer, entonces, si descubrimos a un redactor corrupto?

– Yo no soy usted, Sicardi. Probaría primero que es corrupto y después le pediría explicaciones.

– ¿Y si estuviéramos hablando de alguien que escribe contra la corrupción, qué haríamos?

– Pregúnteselo a la policía. No me haga perder tiempo. Si insinúa que hay un corrupto en mi equipo, se equivoca. Yo respondo por codos, hasta por Insiarte.

– Conocemos un caso, sin embargo, señorita.

– Acabe de una vez y desde ya le advierto que no le creo.,Quién es, Sicardi?

– Vos, nena -le ha dicho, mudando el tono y acentuando el vocativo grosero.

La mujer le ha respondido con insultos filosos, letales. Ordenas a Sicardi que los incluya en la carta de advertencia. Servirán para justificar aún más al diario cuando decidas echarla. Ahora ya podés confiar el mando a Maestro por un par de días y concentrarte en los laberintos del castigo.

Resignado, esperas que se vaya retirando la noche: es lenta, lenta, se mueve con pesadez de mula. Ni por un instante el sueño viene en tu socorro. A ratos te tendés en el catre del cuarto que has alquilado en la calle Reconquista. Temés que, afuera, algún hilo de la realidad se te escape y volvés una vez y otra al telescopio Bushnell, con una ansiedad que no podés controlar. Al fin, poco antes de las siete y media de la mañana, la mujer sale rumbo al café donde desayuna el vicepresidente con sus acólitos. Poco antes, un emisario de Sicardi ha despertado a Momir y a su pareja para fotografiarlos. Lleva la consigna de seguirlos a dondequiera vayan y asegurarse de que, al caer la tarde, se pongan a tu alcance. Has vuelto a encender los celulares por distracción y, mientras espiás a la empleada de la limpieza, una llamada te sobresalta. Ya no es la voz de Brenda la que te sale al cruce sino alguien que habla con sequedad, en un inglés escueto:

– Señor Camargo -dice. Has detestado siempre que re llamen así.

– ¿Señor? -has respondido, devolviéndole el guante.

– Soy el doctor Clarke -dice-. El hematólogo de Ángela. Quiero avisarle que estamos haciendo lo posible por detener la infección. Hemos probado un antibiótico nuevo y todavía no sabemos el resultado. Ahora le vamos a sumar un antimicótico. Brenda, su esposa…

– Mi ex esposa -corregí con rápidos reflejos – dice que a usted le cuesta aceptar que el caso de su hija es complicado…

– ¿Es complicado o no?

– Podríamos decir que es un caso critico, señor.

– ¿Cuántos días de vida supone que le que dan?

– Días? Yo no hablaría en esos términos. Lo importante ahora es ver cómo evoluciona la infección.

– Qué clase de médico es usted? -replicás, indignado-. Le he pagado una fortuna para que cure a mi hija y ahora sigue diciéndome que debemos esperar.?Son ustedes los que se ocupan de ella o es su organismo el que se defiende solo? Si no lo ha intentado todo, inténtelo. ¿Por qué no le han hecho el trasplante de médula que me prometieron?

– No es tan simple. Déjeme que le explique, señor…

– No me llame señor -decís-. Soy el doctor Camargo. Si Ángela muere ahora, le voy a hacer un juicio por incompetencia. ¿No sabe usted en qué país vivo? Dirijo un diario, ¿sabe? Acá el gobierno está cayéndose a pedazos.

Oís un balbuceo y, sin detenerte a desentrañar lo que significa, cortés la comunicación. Estás furioso. Vas a ajustar cuentas con Brenda cuando la veas. ¿Cómo se le ha ocurrido darle tu número privado a ese médico inepto cuando tu cabeza tendría que estar desenredando las nervaduras de una madeja sin fin: los pasaportes de Momir, la ejecución del castigo, y la delicada cirugía de introducir el fenobarbital otra vez en los cartones de jugo sin dejar la menor huella?

Con alivio, ves a la empleada de la limpieza ponerse el abrigo y apagar todas las luces en el departamento de enfrente. Es posible que la mujer le haya dado vacaciones mientras esté de viaje en Rió. Has pensado en eso cuando la empleada, antes de marcharse, ha doblado y separado la ropa de la mujer en varias pilas que deja junto a la valija: la lencería por un lado, las faldas y las blusas por otro. Alcanzaste a distinguir algunas sandalias y trajes de baño. Se trata, claramente, de una excursión romántica: no hay en el equipaje ninguno de los vestidos formales que la mujer necesitaría si tuviera entrevistas con informantes del gobierno, como le ha dicho al incauto Maestro.

Cruzás la calle a la hora en que los oficinistas del área están almorzando. Siempre has pasado inadvertido, pero esta vez es imprescindible que nadie te vea. El departamento de la mujer huele a cera y a desinfectante de limón. Ella es astuta, sensible a los perfumes, y esa mañana te has bañado con un jabón neutro para no dejar huellas. De todos modos, tardará en regresar: si Maestro sigue tus instrucciones, no le permitirá alejarse del vicepresidente, aunque la afecten una diarrea o una fiebre súbita.

En la heladera hay dos cartones de jugo de naranja, uno de los cuales está abierto, y otro de manzana, intacto. Vas a inyectar en cada uno tres gramos de fenobarbital con una jeringa de aguja fina, mezclando la droga con agua destilada. Por mucho cuidado que pongas, no vas a poder evitar que se forme una ligera capa de polvo blanco en la superficie, pero la operación es más fácil en el cartón abierto, cuyo líquido vas a pasar por un tamiz, como en la experiencia anterior.

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