Juan Saer - Cicatrices
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Llego a Guadalupe, rodeo la rotonda, y comienzo a re correr otra vez la costanera en sentido contrario. A no se por el recuerdo de haber llegado hasta el final de la costanera y haber rodeado la rotonda, ahora parece no sólo no haber movimiento, sino tampoco dirección. Ninguna dirección, salvo que doy el frente hacia alguna parte -mi cara mira hacia alguna parte, de igual modo que la parte delantera del automóvil- pero, si no recordara que he dado la vuelta a la rotonda de Guadalupe, no sabría hacia dónde. Después un árbol vuelve a emerger, fragmentario y húmedo, en la altura, la copa comida por la niebla, y avanza lentamente y queda atrás.
Retomo la costanera vieja, y al llegar a la boca del puente colgante -el gorila con gorra de policía ha desaparead y queda únicamente la garita gris- doblo por el bulevar e vez de seguir en dirección a la avenida del puerto. Ruedo por el bulevar hacia el oeste, paso las vías, y después veo el gran edificio de la vieja estación de trenes. Sus paredes pardas están húmedas, las grandes puertas y ventanas ciegas, sin que ninguna luz las ilumine desde el interior. Dos gorilas hembras, con paraguas lilas, idénticos, salen por la gran puerta principal. Una hilera de taxis vacíos permanece inmóvil en la calle, frente a la gran fachada. Percibo, en algunos, las medías figuras borrosas de los gorilas conductores. Apenas si se los distingue. Los grandes árboles del bulevar están quietos y mojados. Ahora hay un poco más de tránsito en el bulevar, un tránsito lento, de ómnibus y automóviles. Cuando llego al primer semáforo, diez cuadras después de la avenida, la niebla está ya disipándose, y la luz roja me induce a detenerme instintivamente. El motor queda en marcha, y el limpiaparabrisas se desliza en semicírculo con su rumor regular, arrasando las gotas. La luz roja se apaga, y en el momento en que se enciende la verde estoy ya atravesando la bocacalle, y la aguja gótica de las Adoratrices aparece semiborrada, en la altura, por la niebla. Cinco cuadras más adelante, antes de llegar al segundo semáforo, aminoro para pasar las vías frente al Molino, y como la luz verde está encendida, doblo hacia el norte, tomando la calle Rivadavia: la vereda izquierda presenta una hilera de casas antiguas y modestas, de una planta, y a la derecha tengo los baldíos del ferrocarril y más allá el largo paredón del Molino, al que distingo borroso a través del vidrio lateral. El paredón ciego, larguísimo, de ladrillos sin revocar, se deforma por momentos hacia el baldío en unas estructuras cilíndricas que vistas a través del vidrio lateral toman las proporciones más locas y las formas más extrañas. Después doblo otra vez hacia la izquierda, recorro una cuadra de grueso empedrado, que hace vibrar y retumbar la carrocería, y doblo hacia el sur, por 25 de Mayo. Recorro una cuadra y atravieso el bulevar, siempre en dirección al sur, por 25 de Mayo. Las calles están llenándose de gorilas, mientras la niebla se disipa, pero la llovizna continúa. Al pasar delante del Banco Provincial veo que sus puertas están abiertas, y que gorilas entran y salen apresurados. Veo primero el reloj redondo, marcando las ocho y doce minutos en sus números romanos, y después el reflejo fugaz de los vidrios de la puerta giratoria, que escupe y traga a los gorilas. Después queda todo atrás. Vienen, sucesivamente, la esquina del hotel Palace, y al final de la misma vereda, en la otra esquina, el bar Montecarlo, A la izquierda están los fondos del Correo, más allá de la plazoleta, y en la vereda de enfrente los andenes de la estación de ómnibus. Cruzo la bocacalle, siempre por 25 de Mayo hacia el sur, y todo eso queda atrás. En la primera esquina doblo hacia la derecha, hago una cuadra, y doblo después a la izquierda, tomando San Martín en dirección al sur. Hay cada vez más gorilas en la calle. Algunos manejan automóviles, otros miran mansamente desde las ventanillas de los colectivos, otros se alzan el cuello del impermeable al asomarse a la puerta de sus casas, disponiéndose a salir. San Martín aparece lavada por la lluvia; lavada, y al mismo tiempo sucia, ya que la larga llovizna de días y días ha hecho que los zapatos embarrados de los miles de gorilas que recorren las veredas las conviertan en unos charcos oscuros, viscosos y aguachentos. Seis cuadras más y llego a la Plaza de Mayo. Debo esperar unos momentos ante el semáforo, ya que la luz roja me impide pasar. Después la luz roja se apaga y se enciende la luz verde, y doblo hacia la derecha avanzando por la calle que rodea la plaza hacia los Tribunales. A mi izquierda están las palmeras y los naranjos, y los grandes robles, entre cuyos troncos mojados se entrecruzan los senderos rojizos. Enfrente el edificio de los Tribunales avanza hacia mí. Cruzo la bocacalle y entro en el patio trasero de los Tribunales. Estaciono el automóvil en la estrecha franja embaldosada y detengo el motor y el limpiaparabrisas. Quedo un momento en el interior del silencio del automóvil, oyendo todavía el eco del sonido del motor y el del murmullo rítmico del limpiaparabrisas que ya comienza a desvanecerse. Es un solo eco. Después recojo el portafolios de sobre el asiento trasero, bajo del coche -la llovizna me golpea en la cara-, cierro con llave la portezuela y entro en el edificio.
Gorilas se pasean por los fríos corredores, y entran y salen de las oficinas. Saludo a algunos, con una inclinación de cabeza. Llego al amplio vestíbulo y comienzo a subir las escaleras de mármol blanco, anchas. Están todavía limpias. En el primer piso me detengo y me apoyo en la baranda, mirando hacia abajo: cruzan el hall unos gorilas apresurados, llevando portafolios y grandes legajos en las manos, mientras grupos distribuidos en el vasto espacio cuadrado de mosaicos blancos y negros conversan en voz alta. Parecen piezas de ajedrez sobre un tablero. Continúo subiendo, a través de la amplia escalera blanca de mármol, y al echar un último vistazo hacia el vestíbulo, desde el tercer piso, las figuras de los gorilas se han reducido tanto, achatadas contra el tablero blanco y negro, que el efecto de ser unas rígidas piezas de ajedrez se hace de pronto perfecto. Sólo que de vez en cuando cruzan en diagonal, o vertical-mente, el tablero, unas manchas apresuradas. Sigo por el frío corredor y entro en mi oficina. En la antesala, el secretario está sentado frente a su escritorio, estudiando un legajo. Alza la cabeza entrecana y me saluda. "¿Tan temprano, juez?", dice. Le respondo que son casi las ocho y media, y paso a mi despacho. Dejo el portafolios sobre el escritorio, me saco el impermeable colgándolo de una percha, y voy y pliego las persianas. Entra la luz gris en el despacho. Los árboles de la plaza, las altas palmeras de hojas brillantes y los naranjos más reducidos, en los que los frutos manchan de amarillo la fronda verde, se ven achatados contra los senderos rojizos. Después voy y me siento al escritorio y abro el portafolios. Saco el libro, el cuaderno, los lápices, y el grueso diccionario. Después dejo el portafolios en el suelo, al lado de la silla.
La página está señalada con una hoja de papel blanco, doblada varias veces. Al abrir el libro, la hoja de papel cae sobre el escritorio y el libro queda perfectamente abierto, con sus dos partes perfectamente alisadas y dóciles. La página de la izquierda, señalada al pie, en el centro, con el número ciento ocho, aparece llena de marcas de lápiz y birome de todos colores. Algunas palabras están encerradas en un círculo, con una llamada hacia el margen blanco consistente en una línea nerviosa que acaba en alguna palabra en castellano o algún otro signo. Otras palabras aparecen subrayadas con tinta roja o verde. Uno de los párrafos, hacia el final de la página, aparece destacado con una línea roja, vertical, que lo acompaña en el margen izquierdo. La otra página, la derecha, signada con el número ciento nueve, sólo está marcada hasta el primer párrafo. El primer párrafo finaliza con una frase que aparece subrayada. Dice: Here was un ever-present sign of the ruin men brought upan their souls. Las palabras ever-present sign aparecen subrayadas y encerradas en un círculo achatado, hecho con tinta verde.
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