– Nunca más -resolvió Ígur, sintiendo que se volvía a conmover.
– La Equemitía te ha favorecido porque tiene un pacto con Bruijma para limitar el poder de las Órdenes Militares sin exasperarlas, y así mantener a Ixtehatzi hasta que acabe la Reforma, pero cuando Ixtehatzi se debilite y ya no haya ningún Laberinto para canalizar influencias y recursos, si no juegas bien con el poder que tengas en las manos, puedes acabar muy mal.
– Pero ¿y ahora? ¿Qué haréis? -dijo Ígur.
– Veamos -dijo Debrel tranquilamente-, a ti te concederán veinticuatro horas más como mínimo, y a partir de entonces nos enviarán a otro -acarició a Guipria con una mirada cálida y extensa-. Creo que es urgente que nos tomemos unas buenas vacaciones… Pero antes -cambió a un tono práctico- tenemos que resolver algunas cuestiones. Lo que se refiere al Laberinto ya está listo. Tienes el disco, y respecto a Arktofilax, el único contacto que hemos podido establecer es un tal Beremolkas, que vive en Ankmar, en la costa oybiria -Ígur lo anotó mentalmente-; ya sé que no es gran cosa, pero no hemos llegado más lejos. Acerca del Caballero de la Expedición Simbri, Silamo ha sabido que se trata de un tal Meneci, un individuo de unos veinticinco años, y con una habilidad especial para los disfraces. Ve con cuidado, parece ser que es un luchador terrible y sin escrúpulos, y se hizo Caballero de Capilla muy joven y directamente desde el Pórtico, igual que tú. Conviene que salgas mañana mismo, pase lo que pase; servirá, de paso, para que olviden que les has desobedecido, o al menos, si vuelves con Arktofilax, como espero que ocurra, para que en principio no te lo reprochen. Además -rió-, siempre puedes decirles que ahora sólo recibes órdenes del Príncipe Bruijma. Ahora -miró a Guipria- tenemos que pensar en Sadó y Silamo.
– Yo iré con vosotros -dijo Sadó, y el corazón de Ígur se llenó de resonancias contradictorias.
Guipria sonrió con tristeza, y Debrel soltó una carcajada.
– De ninguna manera, querida. Allí adonde vamos no hay cabida para un sol naciente como tú.
– Pues viviré sola. Y entonces no me pienso mover de Gorhgró.
– En Gorhgró, es imposible vivir sola -sentenció Guipria-. No durarías ni una semana.
– Habría que buscar una suite en un Palacio privado de expansión -dijo Debrel-, pero se necesita influencia.
– Yo tengo entrada al Palacio Conti -dijo Ígur sin pensárselo dos veces.
– No sé si es el lugar más adecuado -dijo Guipria, y Debrel se encogió de hombros.
– Por lo que estás pensando, lo es. Es uno de los pocos sitios de todo el Imperio donde la ética y las decisiones dependen de uno mismo, y no hay ningún resquemor ni ninguna necesidad remota, porque todo está al alcance de la mano.
– ¿Estás de acuerdo? -le preguntó Guipria a Sadó, y la hermana menor asintió.
– Perfecto, entonces. Ígur te acompañará ahora mismo.
Hubo un momento de desconcierto y contemplaciones.
– ¡Ahora mismo!
Debrel sonrió.
– No hay que dar más oportunidades de las imprescindibles. A Ígur ya le han enviado Fonóctonos una vez. No sé de dónde procede la orden de matarnos, es decir, sí lo sé, pero no a través de quién, en fin, el caso es que ahora nos tienen a todos juntos, y más vale que no nos quedemos aquí muchas horas más. -Rió viendo la cara de Sadó-. Tampoco es preciso que salgamos corriendo ahora mismo, pero hay que desaparecer esta noche -se dirigió a las mujeres-, tan pronto como tengáis lo imprescindible, comemos algo y nos vamos. Atención -rió-, que ya os conozco. Sadó que coja lo que quiera, pero tú una bolsa y nada más.
– ¿Y tú, no te vas a llevar nada? -le dijo Ígur cuando Guipria y Sadó hubieron salido; Debrel abrió los brazos.
– Yo llevo encima todo lo que voy a necesitar.
– ¿Y Silamo?
– De Silamo me ocuparé ahora mismo -tecleó el Cuantificador-, aún tengo amigos en la Administración que lo colocarán discretamente algún tiempo, hasta que pase todo esto.
Ígur quería preguntar qué pensaban hacer él y Guipria, pero no se atrevió. Notificó a la Secretaría del Príncipe Bruijma vía Cuantificador que salía de viaje por asuntos del Laberinto, y después se abandonó a la contemplación de la espléndida sala del torreón, el último resplandor del crepúsculo en torno a la Falera que contenía el Laberinto, causa directa de la desgracia de Debrel. Se preguntó qué sería de la casa, y se volvió al macizo lejano fascinado por su atractivo maligno.
– ¡Maldito Laberinto! -exclamó-. He sido la causa de tu desgracia.
– En absoluto -dijo Debrel, completamente pausado-. Hace tiempo que no nos quitan ojo, y si no hubiese sido el Laberinto habría sido otra cosa. Además -rió-, ¿quién dice que nos quieran matar en relación con el Laberinto? ¿Por qué tendrían que hacerlo? ¿Por haberte ayudado? En ese caso, ¿no les resultaría más sencillo matarte a ti?
Ígur pensó que él era más difícil de eliminar que un hombre de sesenta años y su mujer.
– ¿Qué puedo hacer por vosotros? -dijo con la solicitud más sincera de su vida.
Debrel se tocó la frente.
– ¡Y qué más quieres hacer, querido amigo! Perdonar nuestra insensibilidad y nuestro desagradecimiento. Acabas de salvarnos la vida poniéndote tú en peligro, y ni siquiera te hemos dado las gracias.
Guipria y Sadó se reincorporaron y, puesto que nadie tenía hambre, tomaron fruta y bebida fresca. Se produjeron una serie de silencios, se tejió entre ellos un cruce de miradas que suplicaban y perdonaban todo lo que las palabras no pueden, y las lágrimas y las risas no sofocan. Guipria se levantaba a menudo, a caballo entre la prisa que el momento imponía y la nostalgia de retrasar el abandono definitivo de un dominio de felicidad. Porque, pensó Ígur, si yo que he estado media docena de veces soy presa de un anhelo desasosegado por retener la imagen y las sensaciones de un lugar maravilloso al que nunca podré volver, ¿qué debe estar pasando por la cabeza de los demás? Una mirada fugaz hacia afuera, otra hacia adentro; era ese momento del atardecer en el que ya no hay residuo de sol pero todavía no es de noche, ya no entra luz por las ventanas, pero ni los objetos del exterior han dejado de ser visibles, ni es lo bastante oscuro como para que los cristales se hayan vuelto espejos, sino que, recién encendidas las luces, parecen cuadros en penumbra.
– ¿Queréis algo más? -dijo Guipria; nadie dijo nada, y ya no convenía aplazar más el momento; Debrel se levantó.
– Ahora -anunció-, saldremos de aquí separados; Ígur y Sadó primero, y después nosotros.
Cuando los cuatro se pusieron de pie, se desató la tensión.
– ¿Cómo podremos vernos? -preguntó Ígur a Debrel, excitado por la risa de dolor de Sadó.
– Por supuesto que a partir de ahora dejaremos de vernos -fluctuó entre el humor y la tristeza-. Ya lo ves, ahora tendrás que espabilarte sin mí; venga, no pongas esa cara, que el mundo aún es pequeño para ti.
– ¿Pero volveremos a vernos? -insistió Ígur, bordeando la desesperación, pero también con cierto temor al ridículo.
Guipria no le dijo una sola palabra a Ígur, pero le dio un abrazo tan largo y fuerte que alejó toda frase posible. Debrel y Sadó se miraron inacabablemente, y ella estalló en llanto y se lanzó a los brazos de Guipria.
– ¡Te echaré tanto de menos! -dijo Guipria bajito y con los ojos medio cerrados.
– ¿Cómo podría congraciarte? -gemió Sadó sin contenerse-. ¡Querría decirte tantas cosas!
– No tengo ninguna desconfianza en cuanto a tus buenos sentimientos -le sujetó con las manos la cara llena de lágrimas y se las besó con ternura-, y quiero que tú tampoco sientas ningún resquemor, ¿me entiendes? Te quiero mucho y no quiero que sufras por nada.
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