El sábado por la mañana Ígur hizo dos horas de antesala en el vestíbulo del despacho del Secretario de Relaciones Exteriores del Príncipe Bruijma. Cuando, finalmente, fue recibido, la excusa que pronunció el Secretario tenía el tono rutinario de la frase hecha sin la menor intención de que el interlocutor se la crea, pero con la violenta seguridad de que no tendrá más remedio que tragársela. Ígur sintió las mieles de la ira agitando sus intenciones. Pensó que algo así nunca se habrían atrevido a hacérselo a Arktofilax, y estuvo tentado de soltar un exabrupto y desaparecer.
– Vos diréis el motivo de vuestra visita -concluyó el Secretario, un tal Pauli Francis; Ígur optó por atenerse a las formas establecidas, va que eso era lo que parecía exigírsele.
– De acuerdo con la Euménide Equemitía de Recursos Primordiales, y con la benevolencia de la Capilla del Emperador, hemos tenido la osadía de iniciar gestiones para informar y practicar la Entrada a la Falera, y de acuerdo con los usos y la tradición consagrados por la devoción a las más nobles iluminaciones del Imperio, y con todo el respeto, humildad y sumisión, tengo el honor de solicitar a este Excelentísimo Secretario el favor de las diligencias para la bendición eponímica del suyo, que es también el nuestro, Príncipe magnánimo y nobilísimo.
La expresión impenetrable de Francis dio a entender a Ígur que quizás no se había sobrepasado con la retórica, y con cierto espanto se imaginó las consecuencias de un defecto en la apreciación en la que, para recrearse, había imaginado exceso; eso redobló su furia, y se sintió ridículo: la ferocidad disfrazada de sumisión ante una estatua de piedra.
– El momento es difícil y complicado -dijo el Secretario-, y hay que meditar cada paso con atención y detenimiento. ¿Puedo saber de qué asesoría técnica disponéis?
Ígur se asustó. ¿Qué pasa, pensó, tan ocupados estáis conspirando para ocupar el sitio de Nemglour que no os queda ni un hueco para otra decisión?
– El geómetra Debrel tiene la bondad de ocuparse de ello -dijo, en el mismo tono.
Francis continuaba inmutable. Era un hombre de unos sesenta años, frente alta, pelo escaso y canoso, de figura imponente y fisonomía helada.
– Nos os puedo responder en este momento, Caballero -ni te has dignado a aprender mi nombre, pensó Ígur, y si lo has hecho, lo desprecias-; las gestiones son diversas, y no sería conveniente entrar ahora en un conflicto de intereses. Sin embargo, podéis contar con que vuestra petición será atentamente considerada, y que nos pondremos en contacto tan pronto como hayamos llegado a una conclusión; entre tanto, si existe alguna otra cosa que pueda hacer por vos, tendré mucho gusto en complaceros.
– Podríais, y os lo agradecería mucho -dijo Ígur-; necesitaremos una autorización para acceder al Atrio del Laberinto. -El Secretario enarcó las cejas, Ígur, viéndose encima una negativa, reprimió sus ganas de maldecirlo y, sintiéndose liberado de formalismos por tal posibilidad, continuó-. Comprendo que pongáis en reserva la petición de un desconocido, sin perjuicio de vuestros intereses y compromisos, pero os ruego que os hagáis cargo de que estamos en un momento en que nos es indispensable el estudio del Atrio para progresar en las investigaciones, y si no conseguimos el acceso no podré ofreceros mucho más de lo que dispongo ahora -la mirada de Francis había alcanzado un distanciamiento insultante, e Ígur hizo el último esfuerzo-; si el problema es comprometer el nombre del Príncipe, se puede buscar una solución transactiva; como la persona que entrará no seré yo, se podría encontrar una fórmula al margen de la burocracia.
El Secretario revolvió papeles con su expresión más agria, y consultó el Cuantificador, sin prisas y sin una sola palabra. Ígur inhaló los vapores del poder con más intensidad que nunca desde su llegada a Gorhgró; ni tan siquiera la cátedra vacía de la Capilla del Emperador le había producido semejante ahogo de excesos en juego.
– ¿Quién será la persona destinada a observar el Atrio? -preguntó Francis.
– El estudiante Silamo Aumdi, discípulo del geómetra Debrel.
– Muy bien -sentenció el Secretario-, el veintiuno de Marzo a las siete de la mañana dispondrá de veinticinco minutos en el transcurso de una inspección sanitaria de rutina a cargo del Conde Barclí. -Ígur iba a agradecer la deferencia pero Pauli Francis llamó a su secretario y le hizo un gesto con la mano-. Nos mantendremos en contacto. Caballero. Podéis retiraos.
Ígur se levantó brutalizando al máximo la marcialidad, y se fue.
Pasado el mediodía, Ígur se presentó en casa de Debrel, y lo halló en compañía de Guipria y Sadó; Silamo, en cambio, no estaba; fue invitado a tomar infusiones y licores, y desplegó un relato colorista y sin ahorrarse ninguno de los adjetivos que le merecía la actitud del dignatario, que fue coreado con comentarios no menos jocosos de las mujeres y el silencio discreto de Debrel.
– Yo diría que si no se presenta ningún imprevisto, la cosa está hecha -dijo Guipria.
– En donde nos movemos, todo son imprevistos -dijo Debrel, y se dirigió a Ígur, que no había estado pendiente de nadie más que de él-; no ocurre nada que no haya tomado en consideración, no te desanimes; ahora bien, hasta al veintiuno de Marzo falta demasiado tiempo para quedarnos de brazos cruzados. Lo aprovecharemos para que tú y Silamo viajéis a Bracaberbría, a visitar el Laberinto y a establecer algunos contactos. Lo prepararé para que salgáis mañana mismo.
– Que vayan a ver a Ali Erastre -dijo Guipria, y Debrel se impacientó.
– Es en lo primero que había pensado -y, a Ígur-: Erastre fue el técnico de la Entrada a Bracaberbría, esperemos que no se haya hecho tan viejo que haya perdido el norte; intentaré comunicarme con él y veré si os puede alojar -soltó una risa triste-; Bracaberbría es un lugar complicado para quedarse.
Guipria sonrió a Ígur.
– Te gustará Erastre, pero ten cuidado con los argumentos -rió-, ¡es un determinista tecnológico!
La conversación derivó hacia la situación abierta con la muerte de Nemglour, al que la siempre malintencionada Guipria mostró la convicción de que se había dado un ligero empujón hacia el traspaso, y a las posibilidades de Simbri y Bruijma después de la provisionalidad de Togryoldus, que nadie dudaba de que se acabaría más deprisa de lo conveniente para que los dos más jóvenes limasen diferencias. En cualquier caso, el equilibrio entre Bruijma y Simbri era suficiente para no tener que sufrir en caso de que finalmente fuera Simbri quien se situase en la cumbre.
– Quién sabe, el Laberinto podría inclinar la balanza -dijo Sadó interviniendo por fin, con sus ojos puestos en los de Ígur, y él hizo un esfuerzo por encontrar defectos en la figura y apartarse así de la aceleración emocional que le producía la joven cuñada, que parecía mejor dispuesta que otros días. Se le ocurrió la posibilidad real de ellos dos, y la conversación se esfumó de repente para él; Debrel y Guipria lo debieron de notar, porque intercambiaron miradas irónicas.
Ígur informó de que tenía trabajo con más brusquedad de la necesaria y, desde luego, de la deseable si se pretendía discreto, y se encaminó a la puerta. Le acompañó Debrel, recordándole que no se verían hasta que él y Silamo volviesen de Bracaberbría, y ofreciéndole una muestra de elegancia al limitar el mutis a los buenos deseos, sin aderezarlos, como Ígur temía, con recomendaciones severas y cargantes advertencias seniles.
A continuación, Ígur fue a la Equemitía a hablar con Ifact, y sufrió su segunda sesión del día de escollos administrativos; en este caso estaba obligado a fluctuar entre el compromiso formal y la cortesía de una laxitud difuminada, y su falta de experiencia lo alejaba por igual del valor, entendido como conjunto de recursos formales, necesario para notificar una decisión, y del trámite de solicitar un permiso, porque, en cualquier caso, era imposible pasar dos semanas en Bracaberbría sin notificarlo. Ifact estaba de buen humor y se lo puso fácil, incluso con el alivio de un encargo adicional, que, afortunadamente, no consistía en hacer daño a nadie; tan sólo se trataba de una gestión diplomática que no le pareció difícil. El Secretario de la Equemitía se interesó por los progresos del Laberinto, e Ígur le respondió sin mala gana a todo lo que le preguntó. Después, hacía días que lo esperaba con impaciencia, se dirigió al Palacio Conti, a ver el anunciado espectáculo preparado en colaboración con la Apotropía General de Juegos del Imperio.
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