Miquel de Palol - Ígur Neblí

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En las postrimerнas de este siglo iba siendo necesario un libro, con lucidez y exactitud de relojero, construyera un mundo ficticio desde el que desvelar las trampas y los secretos del nuestro. Lo ha escrito Miquel Palol con Igur Nebli, hйroe caballeresco, a la vez atбvico y posmoderno, con el que el lector sentirб la claustrofobia de un mundo que pronto reconocerб como suyo, descubrirб las oscuras estrategias del Estado bajo las intrigas de La Muta, y reconocerб el hermйtico y vertiginoso Laberinto de Gorhgrу participando en una siniestra alegorнa del Poder y de sus inextricables instrumentos de manipulaciуn de la informaciуn, de presiуn del individuo, de despersonalizaciуn y de angustia.
Para quienes siempre pensaron que la literatura es un juego con la literatura, para quienes no se conforman con la lectura de la historia y quieren tomar parte de ella y para quienes gustan de los libros que jamбs se acaban con su ъltima pбgina, Igur Nebli resultara una lectura extremadamente gratificante.
La calidad indiscutible que llevу al exito a El Jardin de los Siete Crepъsculos alcanza con Igur Nebli una envidiable madurez.
`Un texto donde Palol lleva hasta sus ъltimas consecuencias el objetivo de convertir la literatura en el medio mбs oportuno para disfrazarse de dios y jugar a la construcciуn de un mundo`. Javier Aparicio, El Pais.
`La particular `locura` narrativa de Palol es saludable para todo el conjunto de la narrativa catalana`. Marc Soler, El Temps.

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Presidía la ceremonia en el Gran Salón (que no era tan grande como cabría suponer de tan ampulosa denominación, y a Ígur le pareció más bien estrecho y deslucido) el Apótropo en persona, e Ígur lo miró con atención, porque era la primera vez que tenía relativamente cerca a una alta personalidad de la política; era un hombre de aspecto noble, quizá con algunos kilos de más, y estaba acompañado por otro dignatario, con el que recíprocamente se deparaban grandes deferencias, que fue anunciado al público como el Parapótropo de la Hegemonía, cargo que en la práctica equivale al de un Secretario General, con atribuciones eminentemente ejecutivas y de carácter interno, aunque en esa ocasión, excepcionalmente, desempeñaba funciones de representación. Completaban la palestra el oligarca cesado, Dimitri Malduin, a quien Ígur miró como a un viejo conocido, casi con afecto, y el sustituto Oibuleus, que le sorprendió por su juventud. Buscó con la mirada entre la asistencia, de acuerdo con el plano, y una vez localizado el Infante Galatrai, se dedicó a observar a los demás sin perderlo de vista.

– El Excelentísimo Apótropo de Órdenes Militares -proclamó desde una trona lateral un Maestro de Ceremonias- abrirá el acto.

Se hizo el silencio, y el Apótropo dedicó un cuarto de hora a saludar a la asistencia con fórmulas retóricas, y acabó anunciando la lectura de diversos documentos a cargo del Parapótropo de la Hegemonía; el aludido se puso en pie y leyó:

– Acta de la Secretaría del Jefe de Ocupación, dirigida al hasta ahora Agon de los Meditadores, Dimitri Malduin: Excelentísimo Señor: Por la presente tengo el placer de notificar que nuestro bienamado Lutaris XII, Emperador por el fulgor del Sol y las otras estrellas, y por benevolente declinación suya este Secretario del Jefe de Ocupación, ha dispensado la merced de aceptar su tan gentil solicitud de jubilación anticipada, y se congratula y le honra con la más alta consideración personal, que contemplando la constancia y la abnegación de sus años de servicio nunca encontrará mejor premio que su imborrable reflejo en la memoria personal de los contemporáneos y en la historia de los sucesores, por el ejemplo civil que su actitud magnifica. Y para que conste a un solo efecto y para siempre en cualquier otro, en Gorhgró, a trece de Febrero del 394 -hubo un silencio indolente mientras el dignatario pasaba la hoja-. Acta de nombramiento del Agon de los Meditadores en la persona de Dan Oibuleus: Yo, el Apótropo de Ordenes Militares, con el concurso conjunto de Su Majestad el Emperador por benevolente declinación en el Secretario del Jefe de Ocupación, y de la Hegemonía por mediación de su Excelentísimo Parapótropo, vengo a investir con la Excelencia de la Agonía de los Meditadores a Dan Oibuleus, para mayor Gloria del Imperio y en la confianza de su servicio. Con todas las firmas, a catorce de Febrero del 394.

De pie, entre olíbanos y un gran silencio, el Apótropo invistió al nuevo Agon, le entregó el sello recuantificado y un pliego de títulos, y se abrazaron con prosopopeya. Acto seguido, Oibuleus abrazó a Malduin (cuyo destino Ígur desconocía), y el Apótropo de Órdenes Militares cedió la palabra al nuevo dignatario.

– Excelentísimo Apótropo, Excelentísimo Parapótropo, nobles y dignatarios, me tenéis ante vosotros como resultado de una difícil elección que ha acongojado mi ánimo en las horas y los días que han precedido a este momento; pero más difícil que la resolución de mis dudas es, ¿quién podría cuestionarlo?, la hora presente que nos toca vivir, y en mí se ha acabado imponiendo el sentido del deber por encima de cualquier fácil y cómoda consideración prioritaria personal. Quienes me conocéis sabéis que siempre he antepuesto la devoción a Su Majestad el Emperador al afán de lucro, la voluntad de servicio a la laxitud del cuerpo y el alma, la exigencia de la comunidad a la actividad bien remunerada, la labor callada y oscura al honor público. ¡Cuánto más sencillo habría resultado para mí continuar viviendo de las rentas, alejado del peso de los problemas y los compromisos!

– ¡Qué cinismo! -exclamó un noble situado a poca distancia de Ígur, lo suficientemente alto como para que se volvieran con discreción los de su alrededor, pero no lo bastante como para que lo oyeran desde el estrado-. ¡Después de las multitudes que ha tenido que asesinar para robar el cargo, aún tiene el aplomo de seguir el protocolo!

Ígur pensó que para una asesino no debía de ser problema el participar sacrílegamente en el protocolo; después, recordando las instrucciones, consultó su plano de personal. Se trataba del Infante de Arnael.

– Pero acceder a las justas imploraciones -proseguía el nuevo Agon- es para las horas difíciles, y en la actual no me ha sido posible desoírlas, cuando han llamado a mi puerta con tanta insistencia y terminal premura.

– Cuesta creer que nadie detenga esta farsa -dijo De Arnael, subiendo el tono.

Ígur echó una mirada circular, y topó con los ojos furiosos y perentorios de un Oficial de Guardia situado en un ángulo próximo, pero alejado del alcance de su sector; unos ojos que tenían la fijeza incisiva de una orden.

– Os ruego me excuséis, Infante -dijo Ígur al oído del escandaloso inconformista-, permitidme recordaros la obligación de cortesía de mantener las formas en un acto oficial de toma de posesión.

– Caballero -dijo De Arnael, volviéndose con ostentación y sin bajar la voz-, os dispenso del deber que me ampara de ser saludado por vos como un miembro de la aristocracia, sin que tal merced actúe en perjuicio de recordaros que puedo expresar la opinión que me dé la gana. Oibuleus es un ladrón y un criminal y nadie me obligará a tragarme esas falacias.

– Por tanto -proseguía el Agon-, he tomado la decisión de arrinconar la tendencia en mí natural al fervor de la vida retirada y, en contra de las inclinaciones tranquilas de la facilidad, hacer el sacrificio de aceptar este cargo, cuyas ingratas y gravosas responsabilidades infligidas a quien lo detente le serán compensadas, espero y deseo, por la más discreta satisfacción del deber cumplido.

De Arnael resopló ostensiblemente, y de nuevo el Guardia empujó a Ígur con la mirada.

– Infante -dijo Ígur, quizá con más energía de la necesaria, para así aplastar su propia incomodidad-, ante vuestra insistencia, me veo en la obligación de conminaros a que al salir de aquí os pongáis a disposición del Jefe de la Guardia de esta Apotropía, con la advertencia de que si persistís en vuestras manifestaciones me veré comprometido a sacaros fuera yo mismo.

De Arnael se volvió con ojos furiosos, pero Ígur se mantuvo impasible; unas filas más allá se volvió Galatrai, y se miraron largamente. El discurso del dignatario investido finalizó, y el Apótropo de Ordenes Militares cerró el acto con unas palabras.

– Nuestro querido hijo Dan Oibuleus, a quien deseamos la mayor fortuna y tino, se ha referido a momentos difíciles, y ciertamente lo son, principalmente para nuestras tan queridas, y no lo quiera la providencia, tal vez pronto lloradas instituciones; porque a pocos como a nosotros nos ha sido confiada la carga de penar por la división de los mundos, de soportar y mantener para el progreso una realidad fundamentada en la confrontación. ¿No valdría más, por tanto, enfrentarnos sin más, sin sentir absurdos como obstáculos, victorias como impedimentos ni derrotas como confirmaciones, como el que reprochando un suicidio ajeno por amor a una persona en favor alternativo de un suicidio anímico por amor a una idea, por más absoluto que tal idea contenga, no hubiera sido capaz de reprochar un suicidio en nombre de la vida misma, o como aquel otro que, acusado el primer sabio de barbado delirante y el segundo de anquilosado circunlocuaz, no tiene reparo en copiar a aquel a quien el primero a quien he aludido pretende reducir tan sólo a modelo útil para aprender a expresarse? Podemos detener el sol para ganar una batalla, pero no va bien encaminado el que crea que así se detiene el tiempo. Lejos para siempre de nosotros la prisa y la vanidad de los eversores, y por siempre humildes en el empequeñecimiento que a diario proporciona el abnegado servicio a la comunidad y a la preservación de su último sentido.

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