Carlos Fuentes - Los años con Laura Díaz

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Un recorrido por la vida íntima de una mujer y sus pasiones, los obstáculos, prejuicios, dolores, amores y alegrías que la conducen a conquistar su libertad propia y su personalidad creativa. Una saga familiar, originada en Veracruz. Laura Díaz y otras figuras de la talla de Frida Kahlo y Diego Rivera comparten aspectos centrales de la historia cultural y política del país, y nos llevan a reflexionar sobre la historia, el arte, la sociedad y la idiosincrasia de los mexicanos. En esta novela, como nunca antes, Fuentes es fiel a su propósito de describirnos el cruce de caminos donde se dan cita la vida individual y la colectiva.

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– Si, hijo. Pero yo creo en ti.

Se incorporaba con dificultad del lecho y se acercaba a su caballete; era difícil distinguir el temblor de la fiebre y el de la anticipación creativa. Sentado frente al lienzo, transmitía esa fiebre, esa duda; Laura lo miraba y lo sentía en su propia piel. Es normal, así ha sido desde que descubrió su vocación de pintar; todos los días se sorprende a sí mismo, se siente transformado, descubre al otro que está en él.

– Yo lo descubro también, Juan Francisco, pero no se lo digo. Acércate un poco a él.

Juan Francisco negaba con la cabeza. No quería admitirlo, Santiago vivía en un mundo que él no entendía, no sabía qué decirle a su propio hijo, nunca estuvieron cerca el uno del otro, ¿no era un engaño acercarse ahora porque estaba enfermo?

– Es más que eso, Juan Francisco. Santiago no sólo está enfermo.

Juan Francisco no entendía esa sinonimia, ser artista y estar enfermo. Era como imaginar un espejo doble que siendo el mismo tiene dos caras, cada uno reflejando una realidad distinta, la enfermedad y el arte, no realidades necesariamente gemelas pero a veces, sí, hermanas. ¿Qué precedía, qué alimentaba los pesarosos días de Santiago, el arte o la enfermedad?

Laura miraba dormir a su hijo. Le gustaba estar sentada junto a la cama cuando Santiago despertaba. Vio eso: despertaba sorprendido, pero no era posible saber si era la sorpresa de amanecer vivo o el asombro de contar con un día más para pintar.

Ella se sintió excluida de esa diaria elección, confesó que le hubiera gustado ser parte de lo que Santiago escogía cada día, Laura, mi madre, Laura Díaz es parte de mi día. Lo pasaba con él, a su lado, había dejado todo para atender al joven, pero Santiago no externaba su reconocimiento de esa compañía, sólo estaba en la compañía, decía Laura, la admitía sin agradecerla.

– Quizás no tiene nada que agradecer y yo debo entender esto y respetarlo.

Una tarde él se sintió fuerte y le pidió a su mamá que lo llevase al balcón de las reuniones vespertinas en la sala. Había per-

dido tanto peso que Laura hubiese podido cargarlo, como no llegó a hacerlo de chiquito, educado lejos de ella con la Mutti y las tías en Xalapa. Ahora la madre podría recriminarse el abandono de entonces, las espurias razones, Juan Francisco empezaba su carrera política, no había tiempo para los niños y peor aún, Laura Díaz iba a vivir su vida independiente, le sobraban los hijos y hasta el marido, era una muchacha provinciana, casada a los veintidós años con un hombre dieciséis años mayor que ella, era su turno de vivir, arriesgarse, aprender, ¿fue la monja Gloria Soriano sólo un pretexto para dejar el hogar?; era el tiempo de Orlando Ximénez y Carmen Cortina, de Diego y Frida en Detroit, no era el tiempo de un niño cargado en brazos y cargado de promesas, este Santiago con una frente tan despejada que en ella podían leerse la gloria, la creación y la belleza. Nunca, se juró a sí misma, nunca más dejaría de atender a un niño que siempre, siempre, contenía toda la promesa, toda la hermosura, todo el cariño y la creación del mundo.

Ahora ese tiempo perdido se presentaba de golpe con el rostro de la culpa, ¿por eso no expresaba Santiago gratitud hacia un cuidado materno que llegaba demasiado tarde? Ser madre excluía toda apuesta de gratitud o reconocimiento. Debía bastarse sin argumentos o expectativas, como el instante de la ternura suficiente.

Laura se sentó con su hijo frente al paisaje urbano que ahora sí se transformaba como un bosque de hongos proliferantes. Los rascacielos aparecían por todas partes, los viejos «libres» eran sustituidos por taxímetros al principio incomprensibles y sospechosos para los usuarios, los camiones destartalados por autobuses gigantescos que escupían humo negro como el vaho de un murciélago y los tranvías amarillos con sus bancas de madera barnizada y sus «planillas» por trolebuses amenazantes como bestias prehistóricas. La gente ya no regresaba a comer a su casa a las dos de la tarde y a su trabajo a las cinco; se vivía la novedad gringa de las «horas corridas». Iban desapareciendo los cilindreros, los ropavejeros, los afiladores de cuchillos y tijeras. Iban muriendo los abarrotes, los estanquillos y las misceláneas en cada esquina y las compañías de teléfonos rivales se unificaron al fin, Laura recordó a Jorge (ya casi nunca pensaba en él) y se distrajo de lo que decía Santiago sentado en el balcón, vestido de bata y con los pies desnudos, te quiero, ciudad, mi ciudad, te quiero porque te atreves a mostrar el alma en tu cuerpo, te amo porque piensas con la piel, porque no me permites verte si antes no te he soñado como los conquistadores, porque

aunque te quedaste seca, ciudad laguna, tienes compasión y me llenas las manos de agua cuando necesito aguantarme el llanto, porque me dejas nombrarte sólo con verte y verte sólo con nombrarte, gracias por inventarme a mí para que yo te pudiera inventar de nuevo a ti, ciudad de México, gracias por dejarme hablarte sin guitarras y colores y balazos, sino cantarte con promesas de polvo, promesas de viento, promesas de no olvidarte, promesas de resucitarte aunque yo mismo desaparezca, promesas de nombrarte, promesas de verte a oscuras, ciudad de México, a cambio de un solo regalo de tu parte: sígueme viendo cuando ya no esté aquí, sentado en el balcón, con mi madre al lado…

– ;A quién le hablas, hijo?

– A tus manos tan bellas, mamá…

… A la infancia que es mi segunda madre, a la juventud que sólo es una, a las noches que ya no veré, a los sueños que les dejo aquí para que me los cuide la ciudad, a la ciudad de México que me seguirá esperando siempre…

– Te quiero, ciudad, te amo.

Laura, conduciéndolo de regreso a la cama, entendió que todo lo que su hijo le decía al mundo también se lo decía a ella. No necesitaba ser explícito; podría traicionarse con la palabra. Sacado al aire, podría secarse un amor que vivía sin palabras en el terreno hondo y húmedo de la diaria compañía. El silencio entre los dos podía ser elocuente.

– No quiero ser un guerroso, no quiero dar lata.

Silencio. Quietud. Soledad. Es lo que nos une, pensaba Laura con la mano ardiente de Santiago entre las suyas. No hay respeto y cariño más grande que estar juntos y callados, viviendo juntos pero viviendo el uno para el otro, sin decirlo nunca. Sin necesidad de decirlo. Ser explícito podía ser una traición a ese cariño tan hondo que sólo se revelaba mediante un silencio comparable a una madeja de complicidades, adivinaciones y acciones de gracia.

Todo esto vivieron Laura y Santiago mientras el hijo se moría, sabiendo los dos que se moría, pero cómplices ambos, adivinos y agradecidos el uno del otro porque lo único que decidieron desterrar, sin palabras, fue la compasión. La mirada brillante del muchacho en cuencas cada día más hondas le decía al mundo y a la madre, identificados para siempre en el espíritu del hijo, ¿quién está autorizado para compadecerse de mí?, no me traicionen con la piedad…, seré un hombre hasta el fin.

A ella le costó mucho no sentir pena por su hijo, no sólo por mostrar la pena, sino desterrarla de su ánimo y de su mirada misma. No sólo disimularla, sino no tenerla, porque el disimulo lo captaban enseguida los sentidos despiertos, eléctricos, de Santiago. Se puede traicionar con la compasión; eran palabras que Laura repetía al quedarse dormida, ahora ya todas las noches, en un catre al lado de su hijo afiebrado y demacrado, el hijo de la promesa, el niño adorado al fin.

– Hijo, ¿qué te hace falta, qué puedo hacer por ti?

– No mamá, ¿qué puedo yo hacer por ti?

– Sabes, quisiera robarle al mundo todas sus glorias y virtudes para regalártelas.

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