Primero fue una cosa no sé, totalmente casual- el tipo me agarró descontrolada, no sé por qué me entró la idea de que era policía. Le apliqué el tratamiento intensivo: más lágrimas, el doble de sollozos, broncas más intrincadas, todo un pesadillón. Cuando empezó a mirarme con restos de ternurita, decidí que aquél iba a ser mi día. Al principio lo único que había querido era librarme del fulano, pero apenas lo vi que se quebraba me sentí desafiada. Llevaba tres semanas viviendo de la solidaridad humana, con menos de mil dólares ganados; si la ilusión en los ojitos del tipo ese no mentía, podía cambiar de liga en esa misma noche. Todavía no cumplía los diecisiete y ya quería ser Big Leaguer. eso es tener espíritu deportivo, ¿ok? Y conste que hasta ahí no había dado nada el güey. Pura lágrima pronta, tailor made prime time tears.
De nombres no me acuerdo. Creo que me empeñaba en olvidarlos, era parte de mi estrategia defensiva. Técnicas avanzadas de aperrizaje forzoso: una nueva mirada a la golfería ligera, por la doctora Violetta R. Schmidt. Pero el problema no era que yo me deshiciera de los nombres, lo malo es que también se me olvidaban las caras y las historias. No sabes lo angustiante que es volver a toparte con el mismo fulano y no saber quién le dijiste que eras. Lo peor es cuando se te ocurre abordarlo con una nueva historia y ya se te olvidó que viviste tres días con un güey igualito. Manhattan es la típica ciudad donde te pasan esas cosas. Hay muchísima gente, pero te encuentras conocidos en cualquier esquina. ¿Sabes qué es lo que ningún hombre olvida de mí? La voz. De nada sirve que cambie de pelo y ropa y maquillaje, si de cualquier manera abro la boca y me delato. Según yo no es voz ronca, es otra cosa. Suena a mujer, muchísimo, pero igual no es tan fácil hallar a una mujer con este tono, ¿ajá? Y no sé fingir voces, no me sale. Cambio el tono y hablo igual que monita de caricatura. Como decía un hondureño del Doral Inn: hago la voz de Vilma Picapiedra. Y me lo notas todavía más si me ves a los ojos. Me voy haciendo chiquitita, la voz se me entrecorta, muevo los pies para adelante y para atrás. Movía, pues, mientras me acostumbraba a trabajar del nuevo modo, ya luego me enseñé a no mover ni las pestañas sin provecho. Control, ¿me entiendes? Hasta para lucir desamparada, sobre todo para eso, una tiene que controlar toda la acción. Ni siquiera los nervios son casuales (nunca sabes cómo los van a interpretar, a menos que domines los detalles). Si desea condenarme su Señoría, écheme de una vez el cargo, con todo y agravantes: Bitchcrafi.
Ahora que para ser de veras bitchy tenía que hacer peores cosas, como fingir los sentimientos que por ningún lado tenía, pero eso nunca lo he sabido hacer. Para mí son las clásicas mentiras que te acabas creyendo, y eso es lo más imbécil que le puede pasar a una pirujibruja. Creerte tus mentiras: error fatal, pa que mejor me entiendas. Es como si yo ahora me creyera que soy la que te cuento. Hay cosas que no dices nunca, ni frente al puro espejo, ni a solas, ni a oscuras. Son las verdades intragables que según nosotros no son parte de nosotros. El chiste no es negarlas, sino hacer que parezcan imposibles. ¿Yo, eso?¿Cómo crees? Ni estando loca. Es la última cosa que haría en la vida. Todos dicen lo mismo y ni uno solo está diciendo la verdad. Cuando mis papás quisieron tantear si su virginal hijita se había corrompido en New York, de plano me negué a entrar en discusiones. Piensen lo que quieran, les dije, yo sé quién soy tengo claro lo que valgo. Esas cursilerías funcionan de maravilla entre la clase media que me vio nacer. Aparte, si una no sabe lo que vale va a acabar ofreciéndose por menos, y Violetta R. Sclimidt estaba decididamente a favor del precio justo. Esas cosas pensaba mientras decía mis ñoñerías para salvar el pellejo de mi honra. ¿Te acuerdas de las campañitas que hacías en tu cuaderno, echando toneladas de caca sobre el pinche producto que tan gordo te caía? Y luego de ahí mismo sacabas la campañota, sólo que ya con bullshit al gusto del diente. Pues lo mismo hacía yo cuando tenía que decir cursilerías o portarme como la noviecita de un pendejo en el Plaza Athenée: pensaba exactamente lo contrario de lo que le estaba diciendo. Las tradicionales vacunas contra el amor de la doctora Schmid. Vía de administración: oral, of course. Dosis: hasta que el puerco aguante. Había unos que eran lindos y me caían simpáticos, pero igual les hablaba pensando: puerco-puerco-puerco-puerco-puerco. Imagínate el freak que me invadió cuando se te ocurrió contarme que te dicen Píg. Era como decirme: Soy inmune a tus venenos. Y eso no se le dice a una dama, pendejazo. Un día se me ocurrió que a lo mejor la protección no era contra los clientes, sino contra todo el mundo. Era una cucaracha antisocial, ¿ajá? Trabajaba de actriz, a veces twenty jour hours a day, seven days a week, day or night, rain or shine, puta madre. Llegó a ser desquiciante. Cuando vino otra vez diciembre dije: Bye.
Eric me había mandado los segundos mil dólares, y entonces a Violetta se le ocurrió una idea revolucionaria: ¿Y si me iba a la playa? Claro que era arriesgado, pero igual me quedaba en New York y me arriesgaba a terminar tirándome por la ventana. Estaba mal, ¿ajá? Había aprendido las nociones básicas del bítchcraft, pero seguía teniéndole miedo a la gente. Así que mi manera de no pensar en la Navidad fue decirme: Violetta, tienes que arreglarte. No podía seguir viviendo con la cabeza descompuesta, debía de haber cientos de millones de bítches más felices que yo.
Todavía era noviembre cuando a uno de mis mariditos se le ocurrió invitarme de vacaciones. Claro que lo mandé al carajo, pero como con ganas de que me insistiera. Y así lo traje toda la semana, ruégueme y ruégueme y ruégueme, hasta que decidí que le iba a dar el sí en el último momento. ¿Te acuerdas del taxista que parecía mi abuelo? Pues hazte cuenta que era de la misma rodada: fácilmente pasaba como mi respetable ancestro. Me acuerdo que se fue el seis de diciembre. Vivía en Miami y según él tenía un yate very impressing. Nunca lo comprobé. Acepté que me diera mi boleto para el veintiocho, con regreso el seis de enero. ¿Checas lo fino de mi humorismo? íbamos a estar juntos del día de los Santos Inocentes al de los Reyes Magos. Puros cuentos, ¿ajá?, pero él se los tragó enteritos porque no se quería ir sin comprarme el boleto de avión. ¿Sabes entonces qué hizo la muy bítch de mi? Llamé a reservaciones y cambié la fecha de salida. El veintidós ya estaba yo en el aire.
Hay lugares en los que nunca acabas de aterrizar, así es Miami. Un pueblucho nefasto, debería decir. ¿Me creerías que no hubo un mierda hotel donde no me exigieran tan identificación? Había reservado en el Hyatt, pensando que para el segundo día ya se aparecería un buen hombre que quisiera cargar con la cuenta, pero por más rabietas que hice no hubo modo de que me dieran el cuarto sin id. Me solté caminando por las calles del Centro, asombradísima de estar en un ambiente tan rascuache, donde aparte de todo se daban el lujito de rechazar mi cash. Eran casi las seis de la tarde, yo había llegado a las diez y no había manera de que hallara un lugar donde dormir. Hasta estaba pensando en llamarle al abuelito para que me llevara a su yate de juguete, y en eso se aparece un anuncio a media calle:
Miami – Vegas
10 days $1, 000
O sea que con uno de los envíos de Eric podía escaparme a una playa de las que si me gustan: ésas donde el rumor del mar es un coro de monedas que caen y caen y caen, non stop. Era lo que decía uno de mis mariditos, que en Las Vegas la gente se ahoga, una de dos: en dinero o por dinero. Y la agencia de viajes era tan chafaldrana que con tal de venderme la excursión me aceptaron el pasaporte alemán, que hasta entonces había estado escondido en la maleta. Total, no sé ni cómo le hice pero esa misma noche salí para Las Vegas, ya sin la paranoia de encontrarme al viejito del yate en cualquier parte. Estaba amaneciendo cuando por fin se me hizo tumbarme en la cama de un hotel, pero igual yo tenía ganas de celebrar. Y para eso Las Vegas funciona a cualquier hora. Era mi primer viaje de placer, ¿ajá?, el primero en mi vida, solita y con mis medios. Claro que todavía faltaba hablarle al de Miami y aventarle alguna excusa para no quedar como ladrona, pero antes yo tenía que inaugurar mis vacaciones, porque en Las Vegas tampoco había así que digas aterrizado. ¿Cómo iba a aterrizar, si por más que miraba el cuarto donde estaba no podía creer tanta hermosura? Las Vegas. Nunca nadie me había dicho tan clarito: Eres rica, Violetta.
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