Tomás Martínez - Santa Evita

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Diosa, reina, señora, madre, benefactora, árbitro de la moda y modelo nacional de comportamiento. Santa Evita para unos y para otros una analfabeta resentida, trepadora, loca y ordinaria, presidenta de una dictadura de mendigos.
El protagonista de esta novela es el cuerpo de Eva Duarte de Perón, una belleza en vida y una hermosura etérea de 1,25 m después del trabajo del embalsamador español Pedro Ara. Un cuerpo del que se hicieron varias copias y que, en su enloquecedor viaje por el mundo durante veintiséis años, trastorna a cuantos se le acercan y se confunde con un pueblo a la deriva que no ha perdido la esperanza de su regreso.
Dice Tomás Eloy: `El cadáver de Evita es el primer desaparecido de la historia argentina. Durante 15 años nadie supo en dónde estaba. El drama fue tan grande que su madre (Juana Ibarguren) clamaba de despacho en despacho pidiendo que se lo devolvieran. Y murió en 1970 sin poder averiguar nada. No sabía -nadie o casi nadie lo sabía- si la habían incinerado, si lo habían fondeado en el fondo del Río de la Plata. Si la habían enterrado en Europa… A diferencia de los cadáveres desaparecidos durante la última dictadura, que ruegan por ser enterrados, el cadáver de Evita plde ser ofrecido a la veneración. De algún modo, en `Santa Evita` hay una especie de conversión del cuerpo muerto en un cuerpo político.
Agrega Tomás Eloy: `la necrofilia argentina es tan vieja como el ser nacional. Comienza ya cuando Ulrico Schmidl, el primero de los cronistas de Indias que llegan hasta el Río de La Plata, narra cómo Don Pedro de Mendoza pretendía curarse de la sífilis que padecía aplicándose en sus llagas la sangre de los hombres que él mismo había ordenado ahorcar. Todos recuerdan la odisea del cadáver de Juan Lavalle, que se iba pudriendo a medida que los soldados trataban de preservarlo de los enemigos llevándolo por la Quebrada de Humahuaca. En 1841, un cierto capitán García cuenta el martirio de Marco Manuel de Avellaneda, el padre de Nicolás Avellaneda, un personaje importante de la Liga Federal, antirrosista y gobernador de Tucumán, asesinado por las fuerzas de Oribe. El relato de la muerte de Avellaneda es de un notable regocijo necrofílico. Cuenta que esa muerte tarda, que los ojos se le revuelven, que cortada la cabeza ésta se agita durante varios minutos en el suelo, que el cuerpo se desgarra con sus uñas ya decapitado. Una matrona llamada Fortunata García de García recuperó esa cabeza y la lavó con perfume y supuestamente la depositó en un nicho del convento de San Francisco. Yo investigué profundamente el tema y descubrí después que en realidad a la muerte de Fortunata García de García, encontraron en su cama, perfumada y acicalada la cabeza del mártir Marco Manuel de Avellaneda, con la cual había dormido a lo largo de treinta años`.
Apunta el autor: `el proceso de necrofilia se extiende a lo largo del siglo XIX y también se da en el siglo XX de infinitas maneras. Por un lado en el culto a Rosas y en la repatriación de sus restos y, por otro lado, en la Recoleta. Ese cementerio es una exposición de ese tipo de situaciones. Resulta notable esa especie de reivindicación de la necrofilia en los últimos años. Así, fue profanada la tumba de Fray Mamerto Esquiú, se robaron el cuerpo del padre de Martinez de Hoz (todo entre 1978 y 1988). Poco más tarde, en 1991, cuando se volvia riesgosa la elección de Palito Ortega, el presidente Menem se presentó en Tucumán con los restos de Juan Bautista Alberdi, y los ofrendó a la provincia. De ese modo garantizó la elección de Palito. Y Juan Bautista Alberdi es un muerto.`
Sigue el escritor: `Yo lo conocí personalmente a Perón, él me contó sus memorias. Lo que me desencantó sobre todo fue la conciencla de la manipulación del interlocutor. Perón decía lo que el interlocutor quería escuchar. Sin embargo, había una laguna en aquellos diálogos: Evita. Perón no me hablaba de Evita. Mejor dicho, López Rega, que siempre estaba presente durante las entrevistas, no se lo permitía. Cuando yo invocaba el nombre de Evita, López comenzaba a hablar de Isabel. Al fin yo le propuse a Perón que nos encontráramos una mañana a solas. Perón asintió.
Me recibió a las ocho en Puerta de Hierro. Empezábamos a hablar y de pronto irrumpió López Rega. Y volvió a desviar la conversación. Fue muy grosero. Dijo dirigiéndose a Perón: `Aqui viene mucha gente, General, y todos quieren sacarle a usted cosas, y a lo mejor después van y lo venden en Buenos Aires, y vaya a saber lo que hacen con todo eso.` Entonces, yo me puse muy mal y le dije a Perón: `Mire, General, usted me prometió que acá ibamos a hablar a solas. Y eso significa que yo no debo padecer la humillación de su servidumbre`. Perón estuvo de acuerdo. Miró a su secretario y le dijo: `López, el señor tiene razón, la señora Isabel me ha dicho que hay unas lechugas buenísimas en el mercado, ¿por qué no va y la acompaña a elegir unas lechugas?` Y allí me empezó a hablar de Evita. Me la describió como a una fanática, y me dijo que sin duda Eva hubiera armado y largado a la calle a los obreros el 16 de setiembre de 1955, porque no toleraba nada que no fuera peronista.`
La conclusión: `parece que en la Argentina -dice Tomás Eloy- hubiera como una especie de instinto fatal de destrucción, de devoración de las propias entrañas. Una veneración de la muerte. La muerte no signiflca el pasado. Es el pasado congelado, no significa una resurrección de la memoria, representa sólo la veneración del cuerpo del muerto. La veneración de ese residuo es una especie de ancla. Y por eso los argentinos somos incapaces de construirnos un futuro, puesto que estamos anclados en un cuerpo. La memoria es leve, no pesa. Pero el cuerpo sí.
La Argentina es un cuerpo de mujer que está embalsamado`.

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– ¿Quién se la habrá llevado, Pulgarcito, qué te parece? -dijo.

– ¿A Evita? Qué sé yo. Mirá las ideas que se te ocurren a estas horas.

Cifuentes estaba disgustado. El aliento a ginebra saturaba el aire.

– Vaya a saber si la cuidan, Pulgarcito. Vaya a saber qué le estarán haciendo.

– No pensés más en eso. Me prometiste.

– Yo la extraño. La extraño. Quisiera no pensar, pero la extraño.

Durmieron allí mismo, sobre los sillones. Cuando Cifuentes despertó, a comienzos de la tarde siguiente, ya el Coronel había tomado más de medio porrón de ginebra y lloraba viendo las imágenes interminables de la llanura de ceniza. Se oían los frenazos de los colectivos en la calle. Todo parecía haber vuelto a la normalidad, aunque a veces se abrían sorpresivos paréntesis de silencio. La oscuridad se apoderaba entonces de la pantalla, como si el mundo suspendiera el aliento a la espera de un parto descomunal, pantagruélico.

A las once de la noche del lunes, Neil Armstrong pisó la luna y pronunció la retórica frase que tanto había ensayado: That’s one small step for man . La imagen del televisor se inmovilizó en la huella de una bota, la izquierda, sobre el polvo gris.

– Qué raro: tantas manchas negras dijo el Coronel-. Tal vez hay moscas en ese lugar.

– No hay nada -dijo Cifuentes-. No hay vida.

– Hay moscas, mariposas, larvas de saprinas -insistió el Coronel-. Mirálas en el televisor. Están por todas partes.

– Qué van a estar, Moori. Es la ginebra que tomaste. Acabála ya. No quiero que terminemos otra vez en el hospital.

Armstrong saltaba de un cráter a otro y de pronto desapareció en el horizonte con una pala pequeña. Dijo, o el Coronel creyó entender: «No puedo ver lo que hago cuando llego a la sombra. Trae la máquina, Buzz. Mándame la máquina».

– Van a trabajar con máquinas -dijo el Coronel.

– Salió en los diarios -bostezó Cifuentes-. Van a cavar. Tienen que recoger algunas piedras.

Armstrong y el hombre que se llamaba Buzz parecían volar sobre aquel blando mundo muerto. Alzaban los brazos alados y se elevaban por encima de cordilleras frágiles y de mares impasibles. La cámara los perdió de vista y, cuando volvió a ellos, flotaban juntos, aferrando por las asas una caja de metal, de contornos borrosos.

– Mira esa caja -dijo el Coronel-. Un ataúd.

– Son herramientas -lo corrigió Cifuentes-. Ya vas a ver cuando empiecen a trabajar.

Pero la cámara se apartó de los astronautas en el preciso momento en que se inclinaban sobre algo que parecía un cauce, una grieta, y se distrajo con otros paisajes. En la aterradora blancura se dibujaron anillos, ojeras, ráfagas de plumas, estalactitas, plagas del sol. Luego, el espacio fue ocupado por un silencio sin remordimiento, hasta que regresó el perfil de Armstrong solitario, cavando.

– ¿Has visto eso? -dijo el Coronel. Estaba erguido, con una mano en la frente, pálido ante las imágenes que reverberaban.

– Qué -respondió Cifuentes, cansado.

– La tienen ahí.

– Es la bandera -dijo Cifuentes-. Van a clavar una bandera.

– ¿No te das cuenta?

Cifuentes lo tomó del brazo.

– Tranquilo, Moori. No pasa nada.

– ¿Cómo que no pasa nada? ¡Se la llevaron, Cifuentes! ¡La están enterrando en la luna!

«Pueden ver la bandera», anunció uno de los técnicos de Houston. Now, you can see the flag. «¿No es hermosa?»

– Es hermosa -dijo el Coronel-. Es la persona más hermosa de este mundo. -Se desplomó en el sofá y repitió sin consuelo, cientos de veces, la revelación que le iba a consumir lo que le quedaba de vida: -Es Ella. Los hijos de puta la enterraron en la luna.

16 TENGO QUE ESCRIBIR OTRA VEZ»

La historia puede llevamos a cualquier parte,

a condición de que nos salgamos de ella.

CLAUDE LEVISTRAUSS , La pensée sauvage

A fines de junio de 1989, vencido por una ráfaga de depresión, me acosté decidido a no moverme de la cama hasta que la tristeza se retirara sola. Estuve así mucho tiempo. La soledad iba envolviéndome como el tejido de una crisálida. Un viernes, poco antes de medianoche, sonó el teléfono. Por desconcierto o por letargo, atendí.

– ¿Qué quiere? -pregunté.

– Nada -dijo una voz filosa, imperativa-. ¿No era usted el que trataba de saber algo? Ahora por fin estamos todos juntos y podemos hablar.

– No quiero hablar con nadie -dije-. Se equivocó de número.

Casi corté. La voz me detuvo.

– ¿Tomas Eloy?

Hay poca gente que me llama así: sólo amigos cercanos, del exilio; también, a veces, mis hijos.

– Soy yo -dije-. Pero no estoy buscando a nadie.

– Usted quería escribir sobre Evita.

– Eso fue hace mucho tiempo. Lo que quise decir ya está en una novela. Salió hace cuatro años.

– La leímos -insistió la voz-. Se le escaparon muchos errores. Sólo nosotros sabemos lo que pasó.

En el fondo, se oían esquirlas de sonidos: conversaciones indescifrables, bataholas de cristales y de lozas. Parecían los ecos desvelados de un restaurant.

– ¿Quién habla? -dije.

– Lo vamos a esperar hasta la una, en el café Tabac de Libertador y Coronel Díaz. Es por el cadáver, ¿sabe? Nosotros nos hicimos cargo.

– Cuál cadáver?

En esos tiempos, Evita era para mí un personaje histórico, inmortal. Que fuera un cadáver no me entraba en la cabeza. Conocía, por supuesto, los azares de su pérdida y de su devolución al viudo, en Madrid, pero los había apartado de la memoria.

– Qué pregunta. El de Eva Perón.

– ¿Quién habla? -repetí.

– Un coronel -dijo la voz-. Servicio de Inteligencia del Ejército.

Al oír ese nombre, todas las hienas del pasado me hundieron los colmillos. Hacía sólo seis años que los militares se habían retirado del poder en la Argentina, dejando tras sí la estela de una matanza atroz. Tenían la costumbre de llamar por teléfono en medio de la noche para asegurarse de que las víctimas estaban en sus casas y, cinco minutos después, abatiéndose sobre ellas, las despojaban de sus bienes en nombre de Dios y las torturaban por el bien de la patria. Uno podía ser inocente de todo delito, salvo el de pensamiento, y eso bastaba para esperar, cada noche, que los jinetes del apocalipsis llamaran a su puerta.

– No voy a ir -dije-. A usted no lo conozco. No tengo por qué ir.

El tiempo había pasado. Ahora eran posibles esos desaires.

– Como quiera. Llevamos meses discutiendo el asunto. Esta noche, por fin, decidimos contar la historia completa.

– Cuéntemela por teléfono.

– Es muy larga -insistió la voz-. Es una historia de veinte años.

– Entonces llámeme mañana. ¿Se ha dado cuenta de qué hora es?

– Mañana no. Esta noche. Es usted el que no se da cuenta de qué estamos hablando. Eva Perón. Imagínese. El cadáver. Un presidente de la república me dijo: «Ese cadáver somos todos nosotros. Es el país.»

– Debía estar loco.

– Si usted supiera de qué presidente hablo, no diría eso.

– Mañana -repetí. A lo mejor, mañana.

– Entonces, la historia se pierde -dijo.

Presentí que era él, ahora, quien iba a cortar. Me he pasado la vida sublevándome contra los poderes que prohiben o mutilan historias y contra los cómplices que las deforman o dejan que se pierdan. Permitir que una historia como ésa me pasara de largo era un acto de alta traición contra mi conciencia.

– Está bien -dije-. Espéreme. En menos de una hora estoy allá.

Apenas colgué, me arrepentí. Me sentí desnudo, inerme, vulnerable, como la noche antes de mi exilio. Tuve miedo, pero la humillación del miedo me liberó. Pensé que si tenía miedo estaba aceptando que los verdugos eran invencibles. No lo eran, me dije. El sol / callado / la belleza / sin cólera / de los vencidos / los había vencido. Miré la ciudad a través de las persianas. Llovían tenues astillas de escarcha. Me puse el impermeable y salí.

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