Tomás Martínez - Santa Evita

Здесь есть возможность читать онлайн «Tomás Martínez - Santa Evita» весь текст электронной книги совершенно бесплатно (целиком полную версию без сокращений). В некоторых случаях можно слушать аудио, скачать через торрент в формате fb2 и присутствует краткое содержание. Жанр: Современная проза, на испанском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале библиотеки ЛибКат.

Santa Evita: краткое содержание, описание и аннотация

Предлагаем к чтению аннотацию, описание, краткое содержание или предисловие (зависит от того, что написал сам автор книги «Santa Evita»). Если вы не нашли необходимую информацию о книге — напишите в комментариях, мы постараемся отыскать её.

Diosa, reina, señora, madre, benefactora, árbitro de la moda y modelo nacional de comportamiento. Santa Evita para unos y para otros una analfabeta resentida, trepadora, loca y ordinaria, presidenta de una dictadura de mendigos.
El protagonista de esta novela es el cuerpo de Eva Duarte de Perón, una belleza en vida y una hermosura etérea de 1,25 m después del trabajo del embalsamador español Pedro Ara. Un cuerpo del que se hicieron varias copias y que, en su enloquecedor viaje por el mundo durante veintiséis años, trastorna a cuantos se le acercan y se confunde con un pueblo a la deriva que no ha perdido la esperanza de su regreso.
Dice Tomás Eloy: `El cadáver de Evita es el primer desaparecido de la historia argentina. Durante 15 años nadie supo en dónde estaba. El drama fue tan grande que su madre (Juana Ibarguren) clamaba de despacho en despacho pidiendo que se lo devolvieran. Y murió en 1970 sin poder averiguar nada. No sabía -nadie o casi nadie lo sabía- si la habían incinerado, si lo habían fondeado en el fondo del Río de la Plata. Si la habían enterrado en Europa… A diferencia de los cadáveres desaparecidos durante la última dictadura, que ruegan por ser enterrados, el cadáver de Evita plde ser ofrecido a la veneración. De algún modo, en `Santa Evita` hay una especie de conversión del cuerpo muerto en un cuerpo político.
Agrega Tomás Eloy: `la necrofilia argentina es tan vieja como el ser nacional. Comienza ya cuando Ulrico Schmidl, el primero de los cronistas de Indias que llegan hasta el Río de La Plata, narra cómo Don Pedro de Mendoza pretendía curarse de la sífilis que padecía aplicándose en sus llagas la sangre de los hombres que él mismo había ordenado ahorcar. Todos recuerdan la odisea del cadáver de Juan Lavalle, que se iba pudriendo a medida que los soldados trataban de preservarlo de los enemigos llevándolo por la Quebrada de Humahuaca. En 1841, un cierto capitán García cuenta el martirio de Marco Manuel de Avellaneda, el padre de Nicolás Avellaneda, un personaje importante de la Liga Federal, antirrosista y gobernador de Tucumán, asesinado por las fuerzas de Oribe. El relato de la muerte de Avellaneda es de un notable regocijo necrofílico. Cuenta que esa muerte tarda, que los ojos se le revuelven, que cortada la cabeza ésta se agita durante varios minutos en el suelo, que el cuerpo se desgarra con sus uñas ya decapitado. Una matrona llamada Fortunata García de García recuperó esa cabeza y la lavó con perfume y supuestamente la depositó en un nicho del convento de San Francisco. Yo investigué profundamente el tema y descubrí después que en realidad a la muerte de Fortunata García de García, encontraron en su cama, perfumada y acicalada la cabeza del mártir Marco Manuel de Avellaneda, con la cual había dormido a lo largo de treinta años`.
Apunta el autor: `el proceso de necrofilia se extiende a lo largo del siglo XIX y también se da en el siglo XX de infinitas maneras. Por un lado en el culto a Rosas y en la repatriación de sus restos y, por otro lado, en la Recoleta. Ese cementerio es una exposición de ese tipo de situaciones. Resulta notable esa especie de reivindicación de la necrofilia en los últimos años. Así, fue profanada la tumba de Fray Mamerto Esquiú, se robaron el cuerpo del padre de Martinez de Hoz (todo entre 1978 y 1988). Poco más tarde, en 1991, cuando se volvia riesgosa la elección de Palito Ortega, el presidente Menem se presentó en Tucumán con los restos de Juan Bautista Alberdi, y los ofrendó a la provincia. De ese modo garantizó la elección de Palito. Y Juan Bautista Alberdi es un muerto.`
Sigue el escritor: `Yo lo conocí personalmente a Perón, él me contó sus memorias. Lo que me desencantó sobre todo fue la conciencla de la manipulación del interlocutor. Perón decía lo que el interlocutor quería escuchar. Sin embargo, había una laguna en aquellos diálogos: Evita. Perón no me hablaba de Evita. Mejor dicho, López Rega, que siempre estaba presente durante las entrevistas, no se lo permitía. Cuando yo invocaba el nombre de Evita, López comenzaba a hablar de Isabel. Al fin yo le propuse a Perón que nos encontráramos una mañana a solas. Perón asintió.
Me recibió a las ocho en Puerta de Hierro. Empezábamos a hablar y de pronto irrumpió López Rega. Y volvió a desviar la conversación. Fue muy grosero. Dijo dirigiéndose a Perón: `Aqui viene mucha gente, General, y todos quieren sacarle a usted cosas, y a lo mejor después van y lo venden en Buenos Aires, y vaya a saber lo que hacen con todo eso.` Entonces, yo me puse muy mal y le dije a Perón: `Mire, General, usted me prometió que acá ibamos a hablar a solas. Y eso significa que yo no debo padecer la humillación de su servidumbre`. Perón estuvo de acuerdo. Miró a su secretario y le dijo: `López, el señor tiene razón, la señora Isabel me ha dicho que hay unas lechugas buenísimas en el mercado, ¿por qué no va y la acompaña a elegir unas lechugas?` Y allí me empezó a hablar de Evita. Me la describió como a una fanática, y me dijo que sin duda Eva hubiera armado y largado a la calle a los obreros el 16 de setiembre de 1955, porque no toleraba nada que no fuera peronista.`
La conclusión: `parece que en la Argentina -dice Tomás Eloy- hubiera como una especie de instinto fatal de destrucción, de devoración de las propias entrañas. Una veneración de la muerte. La muerte no signiflca el pasado. Es el pasado congelado, no significa una resurrección de la memoria, representa sólo la veneración del cuerpo del muerto. La veneración de ese residuo es una especie de ancla. Y por eso los argentinos somos incapaces de construirnos un futuro, puesto que estamos anclados en un cuerpo. La memoria es leve, no pesa. Pero el cuerpo sí.
La Argentina es un cuerpo de mujer que está embalsamado`.

Santa Evita — читать онлайн бесплатно полную книгу (весь текст) целиком

Ниже представлен текст книги, разбитый по страницам. Система сохранения места последней прочитанной страницы, позволяет с удобством читать онлайн бесплатно книгу «Santa Evita», без необходимости каждый раз заново искать на чём Вы остановились. Поставьте закладку, и сможете в любой момент перейти на страницу, на которой закончили чтение.

Тёмная тема
Сбросить

Интервал:

Закладка:

Сделать

– Hay que alcanzarlos dijo Fesquet.

El capitán del barco repetía:

– Herbert Strasser. Quizá no es un nombre. Quizás es un pueblo, en Westfalia. O una calle, en Alemania.

– Una calle en Hamburgo -dijo de pronto el Coronel.

Was nimmt man hinuber ? -observó el capitán-. ¿Qué llevaría uno a ese lugar, Herbertstrasse? Putas, muñecas. Nadie quiere ahí equipos de radio.

El Coronel se quedó mirándolo. Sintió el frío de la Walther en las costillas. Dijo:

– Sé dónde está la calle. Voy a buscarlos. ¿Usted viene, teniente? Traiga su equipaje.

La ambulancia tardó en arrancar. Sobre el río, el sol amarillo se puso colorado. Era todavía temprano pero ya en todas las esquinas desfilaban las lentas corrientes de las putas: las de ese atardecer eran fuertes y desafiantes y no temían a los castigos de la luz. El Coronel manejó a través de pasajes que en nada se asemejaba a los de la noche: la Reeperbahn, que sólo pocas horas antes se había mostrado tan esquiva, ahora le salía siempre al cruce. Al fin dio con la plaza de Hans Albers. El Opel adversario, azul, estaba estacionado frente al hotel Keller.

– Son ellos -dijo el Coronel.

– Tal vez estén en el hotel -opinó Fesquet.

– No. Están en la Herbertstrasse. Lo han dejado acá porque en esa calle no se puede parar. Parece el patio de una casa. a la entrada, hay un levantador de pesas. ¿Quiere un arma? A lo mejor tenemos que pelear.

– ¿Cree que se la llevó el Comando de la Venganza? -Seguro que son ellos. Los tipos que desembarcaron en Rotterdam. Hay que correr.

Fesquet se detuvo en medio de la plaza y miró al Coronel con sus grandes ojos tristes.

– ¿Por qué me odia? -le dijo de repente.

– No lo odio. Usted es un débil, teniente. Los débiles no pueden estar en el ejército.

– Soy fuerte. Se la traje. Ningún otro se la hubiera traído.

– No es tan fuerte. Se la quitaron -dijo el Coronel-. ¿Ahora qué quiere?

– Las cartas, las fotos, las pruebas de lo que me acusan.

– No hay pruebas. Lo único que hay es la denuncia de un dragoneante, en Tucumán, hace mucho. Está en su legajo, teniente, pero sólo yo hice las preguntas que había que hacer. ¿Viene o no viene?

– Déme el arma -dijo Fesquet.

El Coronel iba preparado para enfrentar al gigante que guardaba la entrada de la Herbertstrasse, pero no había nadie. La verja estaba abierta y unos pocos hombres desalentados se paseaban entre las vidrieras, donde la vida no había despertado del todo. Algunos acuarios aún tenían las cortinas corridas y la mayoría de los clientes observaba a un dúo de andróginas, vestidas de leopardo, que chasqueaban el aire con látigos de púas y cuero crudo. El Coronel estaba ansioso y contempló la escena con desprecio. Fesquet repetía, abrumado:

– No se puede creer. Parece otro mundo.

Cuando se acercaban a la salida apuraron el paso. El Coronel husmeaba en los zaguanes y acercaba la cara a los enormes teatros de vidrio como si quisiera atravesar la espesura de la materia. Delante de las vidrieras últimas ya no había curiosos. En una, las mujeres tejían batas y escarpines de recién nacido, con los pechos al aire. En la de enfrente, una valquiria con cuello de toro danzaba sin entusiasmo, mientras otra mujer rubia, vestida con una larga túnica blanca, se dejaba llevar por el tiempo. Ambas tenían los ojos cerrados y, bajo la luz ultravioleta, parecían espectros.

El Coronel se detuvo en seco.

– ¡Es Ella! -dijo, con voz ahogada.

No era fácil reconocerla en aquel acuario corrompido, ajeno. La habían tendido en un diván en forma de barca egipcia, con patas de cocodrilo: estaba de canto, en una posición impropia de los muertos, con la cara vuelta a los escaños de la calle y los dedos entrelazados sobre la cintura. El Coronel golpeó con fuerza la vidriera. Adentro, la valquiria se desplazó con exagerada lentitud y entornó la imperceptible puertita que se abría en los vidrios.

– ¿Dónde están los que trajeron a esa mujer? -preguntó en alemán, metiendo una mano en la abertura para impedir que la cerraran.

– Es una muñeca -contestó la valquiria-. Yo no sé nada. Los que las venden no han llegado todavía.

– Quiero ésa -dijo el Coronel.

– A ésa no la venden. La tienen de muestra. Atrás hay muchas parecidas. Hay chinas, africanas, diosas griegas. Yo soy mejor. Sé cosas que ellas no saben.

El Coronel le apuntó con la Walther.

– Abra la puerta -dijo-. Quiero ver a esa mujer de cerca.

– Se la voy a abrir -dijo la valquiria-. Pero si lo agarran, lo va a pasar muy mal.

Se oyó el zumbido de un cerrojo y el Coronel descubrió un zaguán estrecho, tapizado de terciopelo negro. El salón del acuario estaba a la derecha.

– Venga, Fesquet! -llamó el Coronel-. ¡Ayúdeme a llevarla!

Pero Fesquet no estaba en la Herbertstrasse ni se dejaba ver por ninguna parte.

Con la pistola en alto, el Coronel saltó del zaguán al acuario y cayó de lleno en el extravío de la luz ultravioleta. La valquiria, desconcertada, retrocedió a un rincón. También el Coronel se sentía perdido, ahora que Persona estaba por fin al alcance de sus manos. Todo lo que había sucedido en Hamburgo le parecía irreal, como si él fuera otro. Sin descuidar los flancos ni la espalda, a la espera de que lo atacasen en cualquier momento, examinó las señales del cuerpo: la falange cortada del dedo medio, en la mano derecha, y el Lóbulo mutilado de la oreja izquierda. Después, levantó la otra oreja y buscó, ansioso, la cicatriz estrellada. Era Ella. La marca estaba ahí.

Levantó el cuerpo y lo cargó al hombro, tal como había hecho el hombre del Volkswagen, la noche anterior. Se dirigió a la salida de la Herbertstrasse pero uno de los gigantes, con el sombrero hongo y el impermeable que él ya conocía, le cerró el paso y le gritó, con su extraña voz de contralto: Komm her! Du kannst nicht! , «¡Venga acá! ¡No puede pasar!» Todo sucedía dos veces: la realidad que no había sucedido nunca se copiaba sin embargo a sí misma, la vida que viviría mañana estaba desviviéndose por segunda vez. Retrocedió entonces hacia la plaza de Hans Albers, donde tal vez Fesquet estaría esperándolo, pero no vio a Fesquet ni al otro gigante: sólo el primero le pisaba los talones. El Coronel se volvió y lo encaró, con Ella al hombro (su peso era de tul, de aire: la reconocía por la liviandad), amenazándolo con la Walther. Vio al perseguidor ocultarse, veloz, en un zaguán, y no quiso ver más. Disparó al aire. El seco estruendo inmovilizó el tiempo y el sol desapareció. El Coronel depositó a Persona con ternura en el Opel blanco, se puso en marcha, se dio cuenta de que Fesquet no vendría y que tal vez se había apartado de su camino para siempre.

Llegó a Bonn, tal como había pensado, poco antes de medianoche. En la autopista, se detuvo dos veces a contemplarla: era su conquista, su victoria, pero quién sabe si no estaba rescatándola ya demasiado tarde, pobrecita, mi santa, querida mía, te han descuidado tanto que te han despellejado casi toda la luz, has perdido el perfume, qué haría sin vos, mi bienaventurada, mi argentina.

Esa noche no se movió de su lado. En la cabina, revisó el equipaje que había dejado Fesquet: encontró sólo dos camisas sucias y unas pocas revistas de cultura física. Antes del amanecer, subió en silencio a su casa, se afeitó y se bañó, sin perder de vista la ambulancia. El observatorio era perfecto: salvo en la sala, el garaje se veía desde todas las ventanas. Dos patrullas de la policía estaban estacionadas cerca de la Weberstrasse; el Volkswagen del sereno de la embajada se humedecía, solitario, a orillas de la Bonngasse.

No sabía si trabajar o no esa mañana en su despacho inhóspito.

Читать дальше
Тёмная тема
Сбросить

Интервал:

Закладка:

Сделать

Похожие книги на «Santa Evita»

Представляем Вашему вниманию похожие книги на «Santa Evita» списком для выбора. Мы отобрали схожую по названию и смыслу литературу в надежде предоставить читателям больше вариантов отыскать новые, интересные, ещё непрочитанные произведения.


Tomás Eloy Martínez - Purgatory
Tomás Eloy Martínez
Tomás Martínez - La Mano Del Amo
Tomás Martínez
Tomás Martínez - El Cantor De Tango
Tomás Martínez
Tomás Martínez - El Vuelo De La Reina
Tomás Martínez
Estrella de Belén Jiménez Martínez - Shambala. Escuela de dioses
Estrella de Belén Jiménez Martínez
Ángela Vivanco Martínez - Curso de derecho constitucional Tomo II
Ángela Vivanco Martínez
Manel Arcos i Martínez - La senda dels lladres
Manel Arcos i Martínez
Ángela Vivanco Martínez - Curso de Derecho Constitucional. Tomo I
Ángela Vivanco Martínez
Отзывы о книге «Santa Evita»

Обсуждение, отзывы о книге «Santa Evita» и просто собственные мнения читателей. Оставьте ваши комментарии, напишите, что Вы думаете о произведении, его смысле или главных героях. Укажите что конкретно понравилось, а что нет, и почему Вы так считаете.

x