Miguel Delibes - Cinco horas con Mario
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Los bultos llegaban y salían. El desagüe era permanente; una renovación higiénica. "No se puede parar del humo". "Podían guardar un poco más de respeto". "Lo dicho". Carmen se inclinaba, primero del lado izquierdo y, luego, del lado derecho y besuqueaba sin el menor fervor, rutinariamente. "Gracias, mona, te lo agradezco en el alma". Los bultos traían unos ojos desorbitados, enloquecidos, pero cuando algún otro bulto, sentado, suspiraba ruidosamente y murmuraba: "El corazón es muy traicionero, ya se sabe", los bultos recién llegados y sus ojos se serenaban y se uniformaban con los bultos y los ojos que rodeaban el cadáver. Pero a pesar del buen color -Mario es el muerto más saludable que fabricaron manos humanas- Mario no era Mario. Carmen lo había advertido después de asearle. No se parecía. Ella vacilaba. El muerto era un muerto potable, conforme, incluso más grueso, pero no era Mario. Repentinamente, como si alguien, compadecido, la hubiera depositado en su cabeza, le había asaltado la idea: ¡Las gafas! Carmen fue a por ellas y se las puso. Entonces advirtió la rígida palidez de las orejas. Complacida aún por la lucidez de su idea, se alejó cuatro pasos buscando una perspectiva favorable. Pero no. La Doro caminaba tras ella como un perro humillado: "O le abre los ojos o le quita las gafas a nuestro señor. ¿Quiere decirme para qué van a servirle con los ojos cerrados?" Los bultos se empinaban y erguían los pescuezos: "¡Mírame, Mario! ¡Estoy sola! ¡Otra vez sola! ¡Toda la vida sola! ¿Te das cuenta? ¿Qué es lo que he hecho yo, Señor, para merecer este castigo?" Y los grupos bullían y cuchicheaban: "¿Quién es?"; "Menuda"; "Lo mismo es la querindonga"; "Por lo visto es su cuñada"; "No sé, no sé". Encarna estaba arrodillada y, a cada frase, vaciaba de aire sus pulmones. "Cierre del todo, casi es preferible". "¡Madre, qué voces!" Carmen no sabía qué hacer. "Así, gracias". Vacilaba: "¡Qué humareda!" Le quitó las gafas. "Tal vez tengas razón, hija. No se parece". Mario ya no estaba allí. Estaba en el libro y en el suéter negro que reventaban sus pechos agresivos, no me digas, Valen, estos pechos míos son un descaro, no son pechos de viuda, ¿a que no?, y en la orla negra de la esquela de Pío Tello y quizá en la iglesia, ni tiempo de confesarse tuvo, ¡fíjate qué horror! Antonio, el director, se adelantó del grupo y tomó a Encarna por las axilas. Ella se retorcía. Forcejearon. "Ayúdenme. Hay que sacarla de aquí. Esta mujer está muy afectada". Figúrate ¡qué bochorno! ¡Ni que fuera ella la viuda! Que Encarna desde que murió Elviro andaba tras él, eso no hay quien me lo saque de la cabeza. Al fin se la llevaron. Luis marchó con ella y Esther le ayudó a ponerla una inyección. Luego pidieron un taxi por teléfono y se fueron a casa de Charo. Vicente marchó con ellos. Poco a poco, Carmen volvía a sentirse viuda. "Lo dicho". "Cuídate, Carmen, los pequeños te necesitan'. "Abra siquiera una rendijita; aquí no se puede ni respirar". Los bultos entraban y salían. Carmen estrechaba manos fofas y manos nerviosas. Se inclinaba primero del lado izquierdo y, luego, del lado derecho y besaba al aire, al vacío, al buen tuntún. "Gracias, querida, no sabes cuantísimo te lo agradezco".
– ¿No han llamado?
Valentina posa una mano sobre las manos de Carmen, que están frías y cruzadas sobre el regazo, agitadas de movimientos nerviosos:
– No te preocupes, bobina. Yo te avisaré. Ahora descansa. Relájate. Procura relajarte. Vicente aún no ha vuelto.
Luis permaneció cerca de un cuarto de hora encerrado con él. Yo como si le estuviera confesando, y para mí que le estuvo haciendo el boca a boca, tú me dirás, tanto tiempo, que inclusive llegué a tener ciertas esperanzas, que me decía, "lo mismo no está muerto", bobadas, figúrate. "No me parece un muerto. Talmente está como dormido. Ni siquiera le ha bajado el color". Pero, al cabo, salió Luis y dijo: "Un infarto. Debe haber ocurrido sobre las cinco de la madrugada. Es raro en un temperamento asténico como el de Mario", me parece que dijo asténico, ¿eh?, no me hagas mucho caso, que ya sabes que yo para eso de las palabras soy un desastre, pero, hija, Luis con los ojos rojos, como de haber llorado, que me emocionó, a ver, dime tú si no es de agradecer una cosa así, que los médicos, por regla general, ni sienten ni padecen, como suele decirse, están acostumbrados. "¿Le importa volver un poco la ventana?" "Salud para encomendar su alma, doña Carmen". "Ya se nota el relente". "Así, gracias". "Lo dicho". "Señora, un telegrama". Carmen notó afluir el agua a la ternilla de la nariz. Rasgó nerviosamente con el dedo uno de los dobleces y, al leer el texto, sollozó. Valentina la besó en la mejilla, directa, efusivamente, de forma que ella sintiera el estallido del beso y también su calor: "Sé valiente. No te vayas a derrumbar ahora". Carmen la tendió el papel azul: "Es de papá. ¡Pobre, qué rato estará pasando! No lo quiero ni pensar". Los bultos, con los ojos ya más sosegados, iban marchando, pero aún quedaban algunos aferrados al ataúd como las moscas al papel matamoscas. "Lo dicho". "¿A qué hora es mañana la conducción?". "Salud para encomendarle". "¿Le importa abrir un poco la ventana?; aquí no se puede parar". Humo y murmullos. "¡Otra vez sola! ¡Toda la vida sola! ¿Qué es lo que he hecho yo para merecer este castigo?" "Eso son convencionalismos, mamá; conmigo no cuentes". "Tome nota: Rogad a Dios en caridad…'" ¿Por Carmen Sotillo? Todavía me parece mentira, Valen, fíjate; me es imposible hacerme a la idea. "Lo dicho". Carmen se inclinaba, primero al lado izquierdo; luego, al lado derecho. Le dolían los labios y las mejillas de tanto besar. También le dolían los cantos de la mano derecha. Casi no podía reprimir un estremecimiento cada vez que se la estrechaban. Aunque siempre le repugnaron las manos fofas, ahora las agradecía, se entregaba a ellas con envilecedora fruición, como en adulterio. "¿Le importa volver un poco la ventana?" Para mí que le estuvo haciendo el boca a boca, tú me dirás. "Así, gracias. Me he agarrado un catarro que para qué". "Se mueren los buenos y quedamos los malos". "Bueno, ¿para quién?" "No es un muerto; es un ahogado". Con los ojos rojos, como de haber llorado, que me emocionó, a ver, dime tú si no es de agradecer una cosa así. "A don Porfirio, el Amo, le disfrazaron de franciscano, ya ve", instintivamente notan que se ahogan y se vuelven… "Lo dicho". "Menchu, mona, qué gusto me da verte tan entera". "Te prometo que no impone nada", ni luto por su padre, ¿quieres más? "Salud para encomendar su alma…" Los libros en definitiva no sirven más que para almacenar polvo… "Está muy cargada la atmósfera aquí". "¿Le importa…?" que los médicos, por regla general ni sienten ni padecen, como suele decirse… "Lo dicho…" "que yo me figuro como los peces cuando los sacan del agua…" "Salud para encomendar su alma…"
Carmen se incorpora de golpe, tan violentamente que Valentina se asusta:
– Ahora sí que han llamado, no digas que no, Valen, lo he oído perfectamente.
– Bueno, mujer, ten calma. Será Vicente. Enseguida te vamos a dejar sola. No te alteres.
Carmen baja las piernas de la cama y al hacerlo se la recogen las faldas, y muestra unas rodillas demasiado redondas y acolchadas. Tantea con los pies sin agacharse y se calza los zapatos. Luego se atusa la cabeza, introduciendo los dedos de ambas manos abiertos entre los cabellos, ahuecándolos. Al concluir, se estira el suéter bajo las axilas, primero del lado izquierdo; luego, del derecho. Menea la cabeza enérgicamente, denegando:
– No tengo pechos de viuda, ¿verdad que no, Valen? -dice desalentada-. No me engañes.
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