Miguel Delibes - Cinco horas con Mario

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Cinco horas con Mario: краткое содержание, описание и аннотация

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Una consevadora mujer de clase media vela el cadáver de su marido, prematuramente fallecido. Mediante un soliloquio, la esposa recuerda los muchos aspectos insatisfactorios de su vida en común. La Biblia de cabecera de Mario está subrayada con pasajes y a partir de estas citas, Carmen va desgranando sus pensamientos reprochándole su integridad moral y su falta de ambición.

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Era tarde para su costumbre, pero al abrir las contraventanas aún pensé que pudiera estar dormido. Me chocó su postura, sinceramente, porque Mario solía dormir de lado y con las piernas encogidas, que le sobraba la mitad de la cama, de larga, claro, que de ancha, a mí cohibida, imagina, pero él se hacía un ovillo, dice que de siempre, desde chiquitín, desde que tenía uso de razón, ya ves, pero esta mañana estaba boca arriba, normal, desde luego, sin inmutarse, que Luis dice que cuando da el ataque, instintivamente notan que se ahogan y se vuelven, por lo visto buscando aire, que yo me lo figuro como los peces cuando los sacas del agua, una cosa así, esas boqueadas, ¿comprendes?, pero de color y eso, como si nada, enteramente normal, ni de rígido, igualito que dormido… Pero cuando le tocó en el hombro y dijo "vamos, Mario, se te va a hacer tarde", Carmen retiró la mano como si se hubiese quemado. "El corazón es muy traicionero, ya se sabe". "¿A qué hora es mañana la conducción?" "Pero si yo misma. Anoche cenó como si tal cosa y leyó hasta las tantas… Y esta mañana, ya ves, ¿quién me iba a decir a mí una cosa así?" Y se lo preguntó a Valen (que con Valen tenía confianza): "¿Tú sabes, Valen, si Mario tiene el ilustrísimo señor? No es por vanidad mal entendida, entiéndeme, figúrate en estos momentos, pero por la esquela, ¿comprendes?, que una esquela así, sin tratamiento, a palo seco, parece como desairada". Valentina no respondía. "¿Me oyes?" Se hizo la ilusión de que Valen lloraba. "Pues no lo sé, fíjate -respondió Valen de repente- me dejas pegada. Espera un segundo que le pregunto a Vicente". Carmen oyó el golpe del auricular y los pasitos rítmicos de Valen, cada vez más imprecisos y fugaces, por el pasillo. Y al cabo: "Vicente dice que no, que el ilustrísimo es sólo para los directores. Lo siento, mona".

Eran bultos obstinados, lamigosos, que se aferraban a su mano como ventosas o la forzaban a inclinarse, primero del lado izquierdo, luego, del lado derecho. "No sabes qué impresión me ha hecho; no he podido comer. Ángel me decía: Come, mujer, con eso no arreglas nada". Pero los hijos, no dan más que disgustos desde que se abren paso, desgarrándola a una, vientre abajo; cría cuervos. Ya ves Mario, ni una lágrima. Ni luto por su padre, ¿quieres más? "Déjame, mamá, por favor, a mí eso no me consuela. Eso son convencionalismos estúpidos, conmigo no cuentes". Media hora en el servicio llorando. Es como el suéter este, Valen, no me digas, es de cuando el luto de la pobre mamá que en paz descanse. Pero estoy hecha una facha, me ha quedado chico y lo peor es que, de momento, no tengo otro. El suéter negro de Carmen clareaba en las puntas de los senos debido a la turgencia. En puridad, los pechos de Carmen, aun revestidos de negro, eran excesivamente pugnaces para ser luto. En el subconsciente de Carmen aleteaba la sospecha de que todo lo estridente, coloreado o agresivo resultaba inadecuado para la circunstancia. Yo le hubiera hecho con gusto el boca a boca, no hubiera tenido el menor reparo, que otras dicen que qué asco, yo no, que todo menos dejarle irse así, fíjate, pero si te digo mi verdad no lo he visto más que una vez en el NO-DO y no me atreví, porque son de esas cosas, ya sabes, que ni prestas atención, como quien ve a los bomberos, a mí plin, eso conmigo no reza, no sé cómo decirte, lo último que se te ocurre. "El corazón es muy traicionero, ya se sabe". "No es porque yo lo diga pero en la vida había estado enfermo". "No me choca nada lo de Mario, Menchu; eran uña y carne". Valentina se echó a reír: "¿Has probado de ponerte una combi y un sujetador negros?" Así era otra cosa. El suéter seguía siendo chico y los senos grandes, pero el entramado de la lana no transparentaba. La poitrine ha sido mi gran defecto. Siempre tuve un poco de más, para mi gusto. Valentina y Esther no se separaban de su lado. Esther no despegaba los labios, pero acechaba sus momentos de flaqueza. Valentina, de cuando en cuando, la besaba la mejilla izquierda: "Menchu, mona, no sabes el gusto que me da verte tan entera". Para acabar de arreglarlo, Borja volvió del colegio dando voces: "¡Yo quiero que se muera papá todos los días para no ir al Colegio!" Le había golpeado despiadadamente, hasta que la mano empezó a dolerle. "Deje, señorita, la criatura ni se da cuenta; le va a lastimar". Pero ella golpeaba sin duelo, a ciegas. Luego los bultos que llegaban, con dos ojos redondos, atónitos, la oprimían la misma mano hinchada y dolorida, o cruzaban con ella sus cabezas, primero del lado izquierdo, y luego del derecho, y decían: "Me he enterado de verdadero milagro"; "Cuando me lo dijeron no podía creerlo"; "Ángel me decía: Come; con no comer no arreglas nada." Pero a Mario no le besaban ni le estrujaban la mano. Sus amigos ocultaban el rostro turbadamente contra su hombro y le golpeaban frenéticamente la espalda con la mano derecha como si pretendieran sacudirle el polvo a su suéter azul. "No me choca nada; eran uña y carne. ¡Pobre Mario!" "¿El padre o el hijo?" No sabía ya lo que decía. "Los dos. Bien pensado, los dos." Era su muerto; ella lo había manufacturado. Le rasuró con la maquinilla eléctrica y le peinó antes de que los muchachos de Carón lo encerraran en el estuche. "No está descolorido ni nada. No parece un muerto. Nunca vi cosa semejante, ¿verdad, tú? Y mire que nosotros tenemos costumbre". "Lo dicho". Inclinaba la cabeza, primero del lado izquierdo y, luego, del lado derecho y succionaba al aire, al vacío, de forma que la otra sintiera el estallido del beso pero no su efusión. "No me diga que a nuestro señor le va usted a dejar de calle, como un día cualquiera". "¿Por qué no, Doro?" La Doro se santiguó: "No me diga y con zapatos de color. Eso ni el pobre más pobre". Carmen la envió a la cocina. No tenía por qué darle explicaciones a una criada. A Bertrán le dijo: "Pase usted a la cocina, Bertrán; aquí no podemos ni rebullirnos". Bertrán, al llegar, con sus miopes, lacrimosos ojos planos le había dicho: "No era bueno; era un hombre cabal, que es distinto. Don Mario era un hombre cabal y hombres cabales entran pocos en kilo. ¿Usted me comprende, señora?" Le rechazó enérgicamente porque trataba de besarla o poco menos. Carmen rasuró a Mario con la maquinilla eléctrica, le lavó, le peinó y le vistió el traje gris oscuro, el mismo con el que había dado la conferencia el Día de la Caridad, abriéndolo un poco por los costados, pues aunque el cadáver flexionaba bien, pesaba demasiado para ella sola. Luego le colocó la corbata listada, en negro y marrón, con la rayita roja, pero no quedó a gusto porque el nudo resultaba demasiado blando. Finalmente los chicos de Carón lo encerraron en el féretro y lo condujeron al despacho que ya no era el despacho de Mario sino su cámara mortuoria. Y Mario dijo: "¿Por qué ahora?" Pero cuando llegó precipitadamente de la Universidad ya se lo imaginaba todo. Tal vez Bertrán. Las cejas casi le cubrían los ojos y le daban una apariencia cavilosa y sombría, como si el peso del cerebro supusiera una carga insufrible y aplastase los arcos de las cejas sobre sus facciones, achatándolas. Pero él ya se lo tenía bien tragado, imagina, en la vida le habíamos mandado llamar, que yo sólo le dije: "papá", y él quieto, callado, que a veces me asusta Mario, Valen, que es un chico que se controla de más para la edad que tiene, y no es decir que yo no admire la entereza, que va, pero a los sentimientos también hay que darles su parte, que luego eso sale y es peor, pero él como si nada, como una estatua, igual, que yo le dije: "de repente. Ni se ha despertado. Luis dice que un infarto", y no me pude contener y me eché a llorar y le abracé, pero no te puedes imaginar qué sufrimiento, Valen, porque durante varios minutos era como si abrazase a un árbol o a una roca, ídem de lienzo, que él solo decía, ya ves qué salida: "¿por qué ahora?", pero de lágrimas, nada, cero al cociente, ya ves, un padre, cosa más natural, pues nada, como lo estás oyendo.

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