Rosa Montero - Bella y oscura
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Comenzó a frotarse suavemente los antebrazos mojados y desnudos, como si se acariciara a sí misma, o quizá estuviera acariciando las gotas que había sobre su piel. Entornó los ojos:
– La última vez que me mojó la lluvia del último verano… ¿Quién sabe? Quizá esto sea todo -dijo lentamente.
Permanecimos unos instantes calladas bajo el redoble ensordecedor del agua.
– Lluvia de tormenta como entonces. Como antes. ¿Te acuerdas de él?
– ¿De quién? -balbucí, aterrada, mientras lívidas centellas cruzaban por encima de mi cabeza.
Pero enseguida advertí que doña Bárbara estaba nuevamente hablando consigo misma. _Los ojos azules, tan hermosos. Y no como en la foto. Tan llenos de vida. No era el sexo, desde luego que no. 0 no sólo eso. Era saber que él era mi otra parte y que no había nada más que yo precisara, ni agua, ni techo, ni tan siquiera respirar. Y en esas tardes, cuando le deseaba con tanta necesidad y tanto entendimiento, no existía la fealdad, ni la vejez, ni el miedo.
Los truenos rodaban por el cielo con sus ruedas cuadradas organizando un estruendo espantoso, y a veces oscurecían las palabras de doña Bárbara. Pero yo la escuchaba con tanta atención que creo que lo oí todo. Aun sin entenderlo.
– Todavía recuerdo su piel. Caliente y suave, y tan pegada a la mía. Su cuerpo joven, mi cuerpo joven. Y nuestros sudores se mezclaban. Recuerdo sobre todo una emoción: sentirme viva. Sombras doradas de una lámpara de pantalla. Un atardecer invernal y azulado al otro lado de una ventana. Un colchón en el suelo. Siempre fui mala, menos con él. Siempre fui demasiado grande y torpe, menos con él. Siempre fui egoísta, menos con él.
Volvió a extender las manos doña Bárbara: la piel arrugada, manchada de grandes pecas que el agua oscurecía. La tormenta empezaba a amainar.
– Desgraciado aquel que no ha conocido el amor. Esta clase de amor. Ese abismo al que uno se arroja felizmente. Desgraciada la persona que nunca ha sentido, siquiera por un instante, que ella y su pareja eran los dos únicos humanos que jamás habían habitado este planeta. Y desgraciados los que sí se han sentido así alguna vez. Porque lo han vivido y lo han perdido. Yo nunca fui tan hermosa ni tan inteligente como lo fui para él: desde entonces, vivir fue ir descendiendo. Y ahora, ahora que ya apenas si soy Yo, ahora que ya lo olvido todo, para mi desdicha no puedo aún olvidar aquella agonía del deseo y de la carne.
Tronó ya muy lejos, un ruidito ridículo, como una tos del cielo. Ahora llovía desganadamente una lluvia muy fina. Doña Bárbara se apoyó con ambas manos en la barandilla del balcón e inclinó hacia delante su perfil agudo. Ya no parecía un búfalo, sino un pájaro oscuro, un aguilucho mojado y poderoso a punto de desplegar las alas. Pero cuando yo esperaba ya que saliera volando, el pájaro se soltó de la barandilla, se volvió hacia mí y suspiró. Y entonces pude ver que se trataba tan sólo de una mujer anciana. De mi abuela.
La enana había sido diosa, pero ya no lo era. Porque se puede ser dios y luego dejar de serlo, lo mismo que se puede tener la gracia y después perderla. No hay nada seguro en este mundo: en cualquier momento puedes oír sonar tu hora y perder incluso aquello que no sabías que tenías. Eso decía Airelai. Y así nos contó un día la enana su pasado divino:
«Yo he nacido en el Este, como bien sabéis. Donde nace el sol. En un mundo de montañas muy altas y caminos muy chicos en los que las cabras sufren de vértigo. Es un mundo muy antiguo: cuando yo era pequeña, allí no había entrado aún el progreso. Los valles están llenos de templos. Templos labrados de madera, o cincelados en piedra. Con dinteles espesos y patios oscurísimos. Hay muchos dioses en esos valles. Más dioses que habitantes. Y casi todos los dioses son del tipo habitual, esto es, invisibles; o, como mucho, tienen una figura de piedra, o una pintura para representarlos. Pero hay tres diosas vivas, una en cada uno de los tres valles más grandes de mi tierra; y la más importante de las tres es la katami, y ésa fui yo.
»De niña fui muy bella. No quisiera pecar de inmodesta, pero aún soy hermosa. De niña llamaba la atención: en mi tierra no había otra criatura como yo.
Acababa de cumplir los cinco años cuando la katami anterior sangró sus primeras sangres y perdió la divinidad. Salieron los sacerdotes a todo correr del templo para buscar una nueva diosa, montados en burro por los caminos chicos; y enseguida les llegó la palabra de mi existencia, porque mi belleza era tal que los paisanos la nombraban. Así que al poco llegaron los sacerdotes a mi casa, primero uno, luego otro y después el tercero, más viejo y enteramente calvo. Y empezaron a mirarme y remirarme por todos los rincones, porque además de hermosa la katami ha de ser carente de defectos. Y así, comprobaron que veía bien, que oía estupendamente, que tenía diez deditos con diez uñitas rosas en manos y pies. Que mi piel era toda de un color, sin pecas ni manchas; que parecía sana, y que mi inteligencia era más que mediana. Tan sólo era un poco menguada de tamaño para mi edad; pero, después de mucho cavilar, los sacerdotes decidieron que esa menudencia, y nunca mejor dicho, no era en realidad una imperfección. Y hablaron con mi madre, y mi madre lloró, y yo lloré, y me subieron en el burro y nos marchamos.
»Os puedo asegurar que el trabajo de diosa es sumamente ingrato. Vestía de un modo hermoso, desde luego, con crespones crujientes, sedas deslumbrantes y muselinas tan delicadas y transparentes como alas de libélulas, todo en una gama de tonalidades que iban desde el granate al azafrán, porque el rojo es el color de la katami. Y luego estaba el oro, kilos de oro distribuidos por mi cuerpo, en anillos que me bailaban en los dedos y que había que atar con pizcas de bramante; y en arracadas pesadísimas que me dejaban las orejas doloridas; y en ajorcas de cascabeles para manos y pies que tintineaban con cada movimiento; y en cintos y pectorales y narigueras. Y en el complejo tocado que todos los días llevaba varias horas rehacer: con diminutas figuras huecas de animales enhebradas entre mis cabellos. Toda yo centelleaba de oro en la penumbra: porque el templo de la katami es una casa oscura.
»Todos los días me levantaba muy temprano y las sacerdotisas me vestían y arreglaban durante varias horas. Después desayunaba una comida sana y aburrida; y empezaban las enseñanzas y la liturgia, estudios y ritos que se prolongaban durante toda la jornada. Me trataban bien, siempre intentaban complacerme y me permitían múltiples caprichos (pájaros exóticos, muñecos autómatas traídos de la China, grillos amaestrados), pero yo me sentía muy desdichada. En siete años jamás salí del templo, un viejo palacio que carecía de ventanas al exterior y que sólo se abría, a través de un corredor, a un sombrío patio; y no tenía amigos de mi edad, ni volví a ver a mi familia. 0, mejor dicho, sí los veía pero abajo, en el patio, como los demás fieles, sin que yo pudiera hablar con ellos. Yo sabía bien que la tristura de mi vida de diosa formaba parte de mi destino; y que era la cuota de dolor que yo tenía que pagar por mantener la gracia. A veces me miraba la cruz de Caravaca de mi boca en el latón pulido de alguna bandeja (no había espejos en el templo de la katami, para que las diosas no se abrumaran ante el esplendor de su propia imagen), y me sentía orgullosa de haber escogido el conocimiento aun a pesar del sufrimiento. Nunca dije nada de mi gracia a los sacerdotes, porque sabía que les iba a inquietar ese don que ellos no controlaban: los dioses son siempre muy celosos respecto a sus poderes, y aún lo son más los sacerdotes que los sirven.
»De aquellos años refulgentes y oscuros recuerdo sobre todo las historias que me contaron: las enseñanzas del Maestro Mayor, que era aquel sacerdote anciano y calvo. Venía dos o tres veces a la semana y creo que al escucharle me sentía feliz. Él me habló del mundo visible y del invisible, y de la inestabilidad esencial de las cosas, esto es, de cómo todo y todos corremos inevitablemente hacia la destrucción. Y me habló de los otros dioses, para que, como katami, conociera bien a la parentela. Había dioses de todo tipo, me dijo; dioses iracundos y dioses benévolos, agricultores y guerreros, de la fertilidad y de la muerte. Pero todos ellos eran dioses parlantes: por la palabra nos relacionábamos con ellos y con la palabra creaban mundos. Y así, al principio fue el verbo para la mayoría de las divinidades, y luego ese verbo se hizo escritura porque la escritura es la Ley, y los dioses siempre ambicionaron darle un orden al mundo. Por eso todas las religiones poseen libros sagrados; y por eso se dieron casos como el de Woden u Odín, el dios del Norte y de los hielos, que se colgó de un árbol y ayunó y penó durante mucho tiempo, mientras le llovía y le nevaba encima y el viento le mordía las ateridas carnes; hasta que al cabo su penitencia fue premiada y consiguió la maestría en el arte de las runas, esto es, el poder mágico de la palabra escrita.
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