Manuel Montalbán - La Rosa de Alejandría

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Manuel Vázquez Montalbán acaba de sacar por sexta vez de su madriguera al atípico detective privado Pepe Carvalho. Los lectores que se apunten a esta nueva investigación del sabueso galaico-apátrido-catalán pueden estar tranquilos y seguros. Lo que el autor promete y ofrece es la acreditada y atrayente fórmula de un asesinato con connotaciones estéticas -la víctima es, en este caso, una dama a la que han deshuesado y despedazado científicamente- y sociológicas: una trama de pasiones, separaciones y fatales encadenamientos de circunstancias enmarcada en la reciente historia hispana. Todo ello aderezado con los finos toques de cocina (que no gastronomía), erotismo, crítica literaria recreativa (o vindicativa, pues Carvalho purga su biblioteca quemando los libros, como el Quijote) y recuperación de sentimentalidades auténticas que proporcionan Carvalho y su clan de marginados entrañables.

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Y fue en el cruce de Molinicos donde detuvo el coche para auscultarle los jugos interiores y donde de pronto pensó que tal vez iba a una encerrona, sin dejar por el camino las migajas que a Pulgarcito le habían servido para volver a casa. Molinicos estaba allí, en una hondonada del terreno hacia la que descendía una carretera secundaria y le dio por acercarse a las estribaciones del pueblo y pedir por el señor alcalde a la primera vecina que se encontró. Le parecía a la mujer que el señor alcalde no estaba, porque últimamente viaja mucho a la capital.

– ¿A Madrid?

– Pues no es a Madrid. La capital es Toledo.

Sin duda el mapa político de España había cambiado y Carvalho no se había puesto al día.

– Compruébelo usted mismo. El alcalde vive en la primera casa que se encuentra al entrar al pueblo. Es una casa nueva. No recuerdo el piso, pero ya le dirán.

Se detuvo Carvalho, con su extranjería a cuestas, ante la casa y no tardó en aparecer en la ventana una mujer joven que indagó sobre sus indagaciones.

– Busco al señor alcalde.

– Pues mi marido no está, pero con mucho gusto le atiendo.

Era la alcaldesa una mediterránea de ojos grandes y hablar decidido, de Valencia por más señas, con un niño que ejercía la operación de caminar por entre los muebles con la seguridad que le daba el exacto conocimiento de los cuatro puntos cardinales del piso, donde deambulaba un instalador de calefacciones con el metro plegable en ristre, al tanto de las explicaciones de la alcaldesa y una muchacha.

– Es que en estas casas nuevas hace un frío que pela. ¿Luis Miguel Rodríguez de Montiel, ha dicho usted?

Es que ni mi marido ni yo somos de aquí. Estudiábamos en Valencia, allí nos casamos y un buen día él se decidió a venir a rehabitar una vieja casa que su madre tenía en la sierra. Yo también me vine, y cuando se murió Franco, todos estos pueblos salieron de una dormida política que no veas y mi marido y yo ayudamos a que la gente tomara conciencia y a que dejaran de mandar los que habían mandado siempre.

– ¿Del PSOE?

– Del PSOE. Aquí pocos matices. O el PSOE o los otros. Ahora recuerdo ese nombre. Es una familia de Albacete, pero yo creía que esa casa estaba cerrada. Es una casona, aunque se llama La Casica, situada al ladico mismo del nacimiento del río Mundo, a la espalda del Calar del Mundo, frente a la sierra de Alcaraz.

– ¿Le dice a usted algo el nombre del “Lebrijano”?

– Y a quién no. Ése era un matón al servicio de los caciquillos de la sierra. Era un correveidile. Más de una paliza se ha dado por aquí por las confidencias del “Lebrijano”. En cuanto había un rebelde, fuera por lo que fuera, el “Lebrijano” lo denunciaba, subían para allá y patapim patapam.

– Ahora las cosas han cambiado.

– Han cambiado y para bien. Ya no hay aquel salvajismo y aquel miedo de la posguerra.

Se quejó Carvalho de lo difícil que le iba a ser encontrar él solo el camino del nacimiento del río Mundo.

Le pidió la alcaldesa que le diera tiempo para dar instrucciones al de la calefacción y con mucho gusto le acompañaría, porque su marido estaba en la capital de la comunidad autónoma, como miembro que era de la junta del gobierno autonómico de Castilla-La Mancha. Media hora después estaba la alcaldesa-guía instalada en el coche que avanzaba hacia Riopar. Se llamaba Elena, le dijo, y no, no añoraba la luz del Mediterráneo, aunque le había costado adaptarse a la tierra adentro y al frío de la serranía, donde primero había vivido con su marido, en una casa que aún estaban arreglando y a la que algún día volverían para siempre, porque esta sierra ya no la veía como pasado o presente, sino como futuro.

– ¿Sabe usted lo que significa que aquí, en Molinicos, se estén dando clases de música? El ayuntamiento ha contratado una profesora para los niños.

De Riopar salía la carretera de montaña que se iba en busca de la sierra de Alcaraz y que de pronto ofrecía una desviación hacia Los Chorros, el nacimiento del Mundo. Y donde terminaba el camino asfaltado empezaba una ancha vía de pedriza entre frescores de alta montaña, pinos abetos en descenso hacia el primer remanso del río ya adivinado por el canto del agua en su caída. Y más allá de un recodo, la aparición repentina de un acantilado jiboso del que brotaba, como abriéndose paso, la cuchilla de agua del que sería río Mundo unos kilómetros más abajo y ahora chorros de agua lamientes sobre una jiba de roca tapizada por el verdín, contemplándose en las primeras aguas aquietadas. Era imposible no escuchar el canto propicio del centro de la tierra enviando a la superficie sus aguas preferidas para formar un río que, nadie sabía cómo ni por qué, pero se llamaba Mundo, había adquirido la responsabilidad de llamarse Mundo, en un rincón de una sierra de Albacete.

– ¿Sabe usted por qué se llama Mundo?

– No.

Pasarelas de troncos subrayaban el camino de descenso de las veredas hacia remansos inferiores y allá abajo se veía ya la presencia convencional del río iniciando el descenso hacia sus muertes.

– ¿Llega al mar?

– De momento va a parar al embalse de Caramillas, en el límite con Murcia, y luego debe ir al Segura, que es un río importante. -La alcaldesa señaló la cortina de agua-. Detrás del chorro hay una cueva. Se sabe dónde empieza pero no dónde termina.

Hace años se metió dentro un francés y nunca más ha salido. Cuidado que han entrado expediciones en su busca, pero ni rastro. Y por aquel camino arriba se llega a La Casica, ya ve usted las barras de hierro y la cadena que impide el paso. Tendrá que dejar el coche aquí. ¿Quiere que le acompañe?

– No es necesario. Mi visita no será larga. Si me retraso más de media hora toque usted la bocina, así podré pretextar una urgencia y tendré excusa para marcharme.

– Haga su trabajo con calma, que no tengo prisa.

Era inevitable caminar sin dejar de mirar el prodigio de las aguas nacientes de una ranura abierta en los altos peñascales, que ultimaban contra el cielo una escenografía de primer día de la Creación, a la medida de un país sin aires ni espacios para permitirse unas cataratas Victoria o simplemente las del Niágara. Camino arriba, en un recodo, desaparecía la presencia de Los Chorros para reaparecer diez metros más allá, al tiempo que se veía el final de la ancha senda: dos pilares de piedra entre los que encajaba una alta puerta de hierro y la leyenda en placa metálica lacada y desconchada: “La Casica.” Y tras la puerta mal cerrada por un candado momificado por el óxido, el esplendor recoleto de un patio cuadrado, resguardo de calor y de luz para una mágica vegetación de laureles, naranjos bordes y la inevitable noguera en su vejez desnuda. Claustro con las cuatro esquinas sostenidas por columnas de piedra de capital corintio, vigas de maderas eternas, como la balconada bajo un alero de tejas melladas, adelantada a un corredor al que se cerraban más que abrían puertas anchas y ojivales. Aquí y allá la enramada hibernada de los glicinios y la omnipotencia de la luz de montaña forzando los ojos a la invasión del contorno más puro de las cosas. Nada que no fuera la maravilla del lugar se oponía al avance de Carvalho hacia una puerta lateral abierta a una amplia escalera de piedra perdida en las oscuridades altas de la casona. Carraspeó Carvalho, dio voces convencionales que había aprendido en los libros y, al no llegarle respuesta, subió los peldaños con humilde cautela, para que cualquier observador disculpara la osadía de un intruso que intentaba no serlo. Al final de la escalera, los ojos acostumbrados a la oscuridad adivinaron un distribuidor con el suelo de ladrillo, un arca trapezoidal de madera claveteada y un ángel polícromo con las pinturas entre el desconchado y el polvo. Junto al ángel una puerta y, tras la puerta, un salón con chimenea de piedra labrada en la que ardían troncos, una mesa central, sillas oscuras y a contraluz de una ventana que se abría a la distante sierra de Alcaraz, dos hombres y una mujer. La mujer, la “Morocha”, uno de los hombres, el animero del guitarrico y más allá, con una escopeta entre las manos, un mocetón con cara de perro que miraba a Carvalho y luego al animero como si esperara una orden suya para empezar a disparar.

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