Manuel Montalbán - La Rosa de Alejandría

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Manuel Vázquez Montalbán acaba de sacar por sexta vez de su madriguera al atípico detective privado Pepe Carvalho. Los lectores que se apunten a esta nueva investigación del sabueso galaico-apátrido-catalán pueden estar tranquilos y seguros. Lo que el autor promete y ofrece es la acreditada y atrayente fórmula de un asesinato con connotaciones estéticas -la víctima es, en este caso, una dama a la que han deshuesado y despedazado científicamente- y sociológicas: una trama de pasiones, separaciones y fatales encadenamientos de circunstancias enmarcada en la reciente historia hispana. Todo ello aderezado con los finos toques de cocina (que no gastronomía), erotismo, crítica literaria recreativa (o vindicativa, pues Carvalho purga su biblioteca quemando los libros, como el Quijote) y recuperación de sentimentalidades auténticas que proporcionan Carvalho y su clan de marginados entrañables.

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– Adelante, hombre, adelante. Como si estuviera en su casa.

– Más bien parece la suya.

– ¿Se puede saber qué se le ha perdido por aquí?

Era la “Morocha” la más encrespada y el animero le tiró de un brazo para que no se fuera hacia Carvalho.

– Pues he venido a ver a un amigo, el alcalde de Molinico, y me he dicho, acércate a ver si por casualidad está allí don Luis Miguel. Me ha acompañado la alcaldesa y se ha quedado al pie de Los Chorros esperándome.

Se miraron el mocetón y el viejo.

No fueron necesarias las palabras.

Se despegó el joven del muro, rebasó a Carvalho y salió de la estancia.

El viejo se pasó una mano por la cara y lanzó el aire del desaliento que al parecer llevaba dentro.

– Señor, señor. Con lo sencillas que son las cosas y cómo nos complicamos a veces la vida. Usted se complica la vida y nos la complica a los demás.

– Yo sólo quiero ver a una persona y usted hace lo imposible para que no la vea.

– Si usted se sincerase. Si me dijera, mira, “Lebrijano”, se trata de esto o de aquello, y yo le contestaría, pues hombre, esto sí, aquello no, o aquello también. ¿Me entiende?

– Déjalo papá que éste es de los de colmillo retorcido.

La palabra papá en labios de la “Morocha” daba otra dimensión al “Lebrijano”. A la espalda de Carvalho ya estaba de vuelta el mocetón, adivinó su respiración de corredor antes de que dijera:

– Sí. Hay una mujer donde arranca el camino. Y un coche.

– ¿Por qué no la ha hecho usted subir? ¿Por qué hacerla esperar ahí fuera con este frío?

Carvalho se encogió de hombros.

Era odio lo que le enviaban los ojos negros de la “Morocha”, y el animero paseaba ahora en círculo, como dando vueltas en torno de sí mismo.

– Don Luis Miguel está aquí. Yo quiero verle.

– Tú no le ves porque a mí no me sale del carnet de identidad -dijo la “Morocha” llevándose la mano al pubis.

Había un cierto contraste entre la delicadeza morena de sus hechuras y el canallismo de la voz de mujer rabiosa.

– Vamos a ver, amigo. Vamos a ver si usted nos aclara el asunto. Porque las cosas pueden ser simples, muy simples. ¿Qué quiere usted de don Luis Miguel?

– Que me hable de su mujer.

– ¿De qué mujer, tío borde? ¿De qué mujer hablas? ¿De aquella asquerosa que acabó como se merecía? ¿Era ella su mujer?

– Carmen, cálmate.

La “Morocha” se llamaba Carmen, anotó mentalmente Carvalho como un dato circunstancial perfectamente inútil.

– No quiero. ¿Qué se ha creído este tío? Que puede llegar aquí y acojonarnos a todos, eso es lo que quiere. Aquí no hay más mujer de Luis Miguel que yo.

Pasó el animero a primer plano e indicó a Carvalho que le siguiera.

Los dos hombres salieron de la habitación perseguidos por el discurso histérico de la mujer, en el que de cada cuatro palabras una era un insulto contra el forastero o contra la vida. La estancia contigua era un pequeño comedor, cercano a la cocina, adivinada más allá de un torno con mostrador de mármol.

– Vamos a hablar de hombre a hombre.

Se sentó el animero en una silla con el respaldo por delante y se sacó un mondadientes usado del bolsillo superior de la chaqueta de pana.

Jugueteó con el palillo bailarín entre los labios, mientras discurría sobre la situación y las posibilidades de futuro.

– Imagínese usted que ve a don Luis Miguel. ¿Y qué? ¿Qué va a sacar usted de eso? Lo pasado pasado está y más vale no remover la mierda.

La policía ya hizo lo que pudo entonces, hace meses, y las cosas están como están. Un día u otro encontrarán al asesino, peor para él, el que a hierro mata a hierro muere y una historia desgraciada más, que nunca debió comenzar. Aquél fue un matrimonio desgraciado. Aquella pobre chica acabó siendo un mal bicho, probablemente a pesar de ella, vaya usted a saber, pero amargó la vida del hombre con el que vivía. ¿Que él era un putero y eso no le gusta a una joven casada?

Bueno, eso se pude discutir. Pero que al final le tratara como a un perro, eso no, que al final fuera mi hija la que tuviera que cargar con el muerto, eso no estaba bien y ella aún se regodeaba maltratándonos de palabra en cuanto nos poníamos delante, sobre todo yo, y sin ninguna consideración para el niño… porque hay un niño…

vaya si hay un niño, con los papeles por delante y Dios por testigo que hay un niño. ¿No lo sabía usted?

Sacó el animero la cartera del bolsillo trasero de su pantalón, le quitó la goma que reforzaba su cerrazón y de sus pliegues sacó la foto de un niño vestido de almirante en su primera comunión.

– Mi Luisito, el hijo de mi hija, mi nieto. Hijo de mi hija y del señorito Luis Miguel, ya ve usted que estoy dispuesto a decírselo todo porque de hombre a hombre nos entenderemos.

El niño era un morenito melancólico, con los ojos tristes y una cierta belleza relacionada con la de su madre.

– Lo hemos tenido internado al pobrecico en Hellín, porque en Albacete hubiera ido la historia de boca en boca y no habría podido levantar la cara de vergüenza el angelico. Ya ve usted, amigo, lo que es el destino, a mis años me dejaría matar y mataría para asegurarle el porvenir a este angelico que ninguna culpa tiene de que su madre sea lo que sea y su padre esté como esté. Pasaré por encima de todo lo que impida normalizar la vida de este niño, ahora que ya no hay obstáculos legales. He de comunicarle que mi hija y el señorito Luis Miguel están a punto de contraer matrimonio, por la vía rápida, en un apaño justo a los ojos de Dios, que está tramitando un primo mío, padre escolapio de Albacete.

– ¿Y el señorito Luis Miguel, como usted le llama, sabe que su novia sigue trabajando en El Corral?

– Hay que cubrir las apariencias hasta que todo se haya arreglado. La boda debe llegar por sorpresa, sin que se aperciba ningún miembro de la familia y mucho menos los hermanos del señor, que son unos interesados.

– ¿Cómo se enteraron de que la vieja me había dicho que su hijo estaba aquí?

– Le hemos tenido que seguir a todas partes y en El Bonillo bastaron cuatro hostias para que el administrador cantara “La Parrala” en cuanto usted se marchó. Ése de la escopeta es mi hijo, el cojo del pasaje Lodares es mi hermano, y los otros dos que estaban con él, mis sobrinos.

– Han formado una empresa familiar.

– En mi familia siempre hemos sido así, uno para todos y todos para uno.

– Y el negocio consiste en casar al señorito.

– De negocio tiene poco ya, porque poco le queda. Pero lo poco que le queda, bien llevado y con gente trabajadora por medio como nosotros, tirará adelante. Lo más importante es lo del niño. Me ha quitado el sueño desde que nació hace diez años. Y cuando se murió la señora, en paz descanse, porque mal sí le deseé más de una vez, pero a Dios pongo por testigo y que me muera yo y mi hija y mi hijo y el angelico ése si miento, si moví ni un dedo para hacerle daño. Fue la providencia la que se cruzó en su camino para hacer justicia.

Tenía el viejo dos dedos cruzados y los besaba como si fueran la cruz misma del calvario.

– ¿Qué sabe usted del asesinato de Encarna?

– Lo que se escribió, que gracias a la influencia de la familia fue poco en la prensa de la provincia, y lo que se habló. Pero hacía tiempo que podía sospecharse un final tan malo, porque no era lógico que ella fuera tanto de viaje a Barcelona. Ya sabemos por aquí que en Barcelona hay buenos médicos, pero es que a ella le salía algo malo cada tres meses y hala, a Barcelona, que si los ovarios, que si el riñón, que si el hígado y venga viajes y venga facturas, que aquí lo tenemos todo clasificado y yo mismo he metido la nariz en la contabilidad por ver de salvar lo que se pueda.

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