Manuel Montalbán - La Rosa de Alejandría

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Manuel Vázquez Montalbán acaba de sacar por sexta vez de su madriguera al atípico detective privado Pepe Carvalho. Los lectores que se apunten a esta nueva investigación del sabueso galaico-apátrido-catalán pueden estar tranquilos y seguros. Lo que el autor promete y ofrece es la acreditada y atrayente fórmula de un asesinato con connotaciones estéticas -la víctima es, en este caso, una dama a la que han deshuesado y despedazado científicamente- y sociológicas: una trama de pasiones, separaciones y fatales encadenamientos de circunstancias enmarcada en la reciente historia hispana. Todo ello aderezado con los finos toques de cocina (que no gastronomía), erotismo, crítica literaria recreativa (o vindicativa, pues Carvalho purga su biblioteca quemando los libros, como el Quijote) y recuperación de sentimentalidades auténticas que proporcionan Carvalho y su clan de marginados entrañables.

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– ¿Hay facturas comprobantes de esas visitas?

– Las hay.

– Entonces puede ser cierto lo de la enfermedad.

– Tenía algo delicado el hígado y la habían operado de no sé qué. Pero cuando la policía investigó, los doctores esos de Barcelona dijeron que no le habían encontrado nada grave y que la tenían por la clásica chalada que se inventa males. Pero eso sí, cada tres meses, Albacete-Barcelona, como si las enfermedades le vinieran con regularidad, como si tuviera un menstruo cada tres meses.

– ¿Y el marido cómo se lo tomaba?

– Al principio le daba igual porque se sentía más libre, las visitas a Barcelona duraban sus buenos quince días, que ésa es otra, ya me dirá usted si iba de consulta médica en consulta médica, para pasarse quince días en una ciudad que no era la suya.

Y en la que ni siquiera veía a sus parientes, pensó Carvalho, ni a su hermana; sólo fue al entierro de su madre y llegó como una rica extranjera, viajera desde el país del chic y la riqueza.

– Le daba igual porque así él, mientras tanto, podía hacer de las suyas. Pero luego las cosas cambiaron y ella le trataba como a un trapo.

– ¿Por qué cambiaron?

– ¿Que por qué cambiaron?

El viejo sonreía y su mudo sarcasmo podía dirigirse contra Carvalho, contra sí mismo o quizá contra algo que aún no había aparecido, algo que retenía hasta el momento adecuado y en sus ojos burlones se veía la vacilante consideración de si ese momento había llegado o no.

– Sígame.

Era el inicio de un mutis, pero no el final de una escena efectista, sino el comienzo de otra. Carvalho siguió al animero más allá de la estancia, salieron al corredor porticado y empujó el guía un portón recio que al abatirse mostró una habitación dormitorio a media luz. Cama alta de doble colchón y en el centro bajo las mantas un cuerpo largo pero delgado que correspondía a aquella cara lila y barbada que reposaba sobre la almohada.

– Señorito Luis Miguel, que soy yo, el “Lebrijano”, que aquí traigo un amigo de visita que quiere saludarle.

El yaciente parecía no haber oído la introducción del viejo, que en voz queda y gestos semiocultos invitaba a Carvalho a acercarse hasta la orilla del lecho. Señaló toda la extensión del precadáver.

– Aquí lo tiene. Lo tenemos malito desde hace tiempo. ¿Verdad, don Luis Miguel? Está así desde hace meses.

Esto es progresivo. Le empezó hace casi tres años. Los huesos.

Los huesos. Y en lugar de ojos había pómulos, porque las pupilas estaban hundidas en un pozo de sombra para emitir la perplejidad de un hombre condenado al constante espectáculo de un techo.

– Se puede levantar y tiene energía para estar de pie una hora, no mucho más. Pero luego le duele todo y se nos viene al suelo. Cuando está mi hija le cuida mi hija, y si no, mis nueras. Tiene obsesión por ver a su madre y a veces le escribe, pero lo mínimo porque todo le cansa, hasta comer le cansa, y tiene un brazo, el izquierdo, como si no lo tuviera, yo no sé si es que ya no le queda voz para quejarse, pero mire.

Se sacó el viejo el mondadientes de los labios y lo clavó repetidamente en el brazo izquierdo del enfermo sin que nada indicara que le molestaran los pinchazos.

– ¿Ha visto usted algo igual?

Pinche. Pinche.

Le ofrecía el viejo el palillo a Carvalho y, al no ser aceptado, lo devolvió a los labios, donde prosiguió su carrera de mondadientes saltarín, agitado por el secreto ritmo mental del animero.

– Es que hay que ver el misterio del cuerpo humano. Hay quien se cae de un séptimo piso y tan campante y hay quien no puede ni pegarse un pedo sin romperse.

La cabeza del esqueleto se ladeaba como en busca de la fuente de los ruidos que habían penetrado en su universo de sombras.

– Soy yo, señorito Luis Miguel, el “Lebrijano”. ¿Quiere que venga la “Morocha”? Ha venido de Albacete para cuidarle.

Tuvo la cabeza fuerzas para hundirse entre los hombros o eran los hombros los que habían subido para respaldar el ademán de indiferencia de la cabeza.

– ¿Qué quiere usted, señorito? Sus deseos son órdenes.

Acercó la oreja el viejo a los sabios del enfermo y se retiró cabeceando.

– ¿Pero no ve que la pobrecita se llevaría un disgusto? Eso cuando esté usted mejor. Después de la boda iremos a ver a la señora y verá qué alegría le damos. Es que quiere ver a su madre, pobre hombre. Ya ve usted lo que somos y cómo somos que en los momentos en que estamos más en pelotas ante el destino nos acordamos de nuestra madre.

Era Carvalho el destinatario de la reflexión, que proseguía:

– Y yo me planteo a veces, sobre todo cuando leo en los periódicos noticias de esas de que los niños nacen en probetas, como en Barcelona, sin ir más lejos, que en los periódicos del otro día salía que habían conseguido un niño en un tuvo, uno de los médicos por cierto que visitaba la señora, según consta en factura, pues bien, esos niños probeta ¿también reclamarán a su madre cuando estén en horas malas?

No le dio tiempo a Carvalho ni para meditar ni para contestar. Le expulsaba de la habitación su avance decidido y el anuncio que dirigió al enfermo.

– Nosotros nos vamos, pero en seguida viene la “Morocha” y me lo deja como nuevo.

Y ya en el corredor es Carvalho el que le retiene por un brazo y le obliga al cara a cara.

– ¿No se ha movido de esta cama desde hace meses?

– Primero estaba en Albacete, pero cuando mataron a su mujer, después del viaje a Barcelona para la identificación, nos lo trajimos aquí. Desde entonces ha ido de mal en peor.

– ¿Y su familia no lo sabe?

– Primero él lo ocultó todo el tiempo que pudo y ahora somos nosotros los que no soltamos prenda, no fueran a ponerse por medio y hacernos la pascua.

– ¿Y van a casarle en camilla?

– Puede levantarse de vez en cuando. Le ponen una inyección que nos dio el médico y se levanta y hasta se mueve un poco. Pero no dura mucho.

No le gustaba al viejo lo que veía en la mirada de Carvalho.

– ¿Qué mal hacemos? El señorito no dura ni un año, eso está claro y si no lo arreglamos así dejará un huérfano muerto de hambre e hijo de puta, las cosas claras, es mi hija, pero es lo que es. Y mi Antonio, mi hijo está en paro y aquí hay trabajo para todos, un puesto para mi hija y un futuro para mi nieto. ¿A quién le hacemos daño? Yo he ido de aquí para allá haciendo el saltimbanqui de la sierra y el guitarrista de cuatro señoritos de Albacete. A mis años me merezco un descanso y aquí estoy a gusto. Esta casa es más mía que de ése.

Ése era el moribundo que acababan de dejar. De retorno a la habitación del primer encuentro, la “Morocha” ya parecía calmada y sólo se alteró cuando sonaron los bocinazos que Carvalho había recomendado a la alcaldesa.

– Es para mí. Debo marcharme y mi acompañante me lo recuerda.

– ¿Y bien?

Era la “Morocha” la que pedía a su padre el veredicto.

– Este señor es un caballero y sabrá comprender.

– De cuanto Encarna hacía o deshacía sin que su marido lo supiera ¿quién sabe algo? Tenía alguna amiga íntima o no tan íntima, en Albacete.

Alguien a quien pudiera confiarse.

– No. Nunca fue muy bien aceptada y, aunque todas las mejores familias de Albacete son culo y mierda, es decir, se ven entre ellos, se hablan entre ellos, se mezclan sólo con los suyos, y a pesar de los años que ya llevaba allí, siempre fue una bestia rara. Con el tiempo aprendió a recibir, a montar copeteos y a tomar el chocolate con las señoras. Pero poca cosa más. Seguía siendo, en el fondo, la misma chica huraña que el señorito se trajo de un pueblo de Murcia, de Mazarrón, creo, o de Cartagena.

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