Manuel Montalbán - La Rosa de Alejandría

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Manuel Vázquez Montalbán acaba de sacar por sexta vez de su madriguera al atípico detective privado Pepe Carvalho. Los lectores que se apunten a esta nueva investigación del sabueso galaico-apátrido-catalán pueden estar tranquilos y seguros. Lo que el autor promete y ofrece es la acreditada y atrayente fórmula de un asesinato con connotaciones estéticas -la víctima es, en este caso, una dama a la que han deshuesado y despedazado científicamente- y sociológicas: una trama de pasiones, separaciones y fatales encadenamientos de circunstancias enmarcada en la reciente historia hispana. Todo ello aderezado con los finos toques de cocina (que no gastronomía), erotismo, crítica literaria recreativa (o vindicativa, pues Carvalho purga su biblioteca quemando los libros, como el Quijote) y recuperación de sentimentalidades auténticas que proporcionan Carvalho y su clan de marginados entrañables.

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– Igual le digo, porque no le he dicho mi gracia.

– Me correspondía a mí.

– No me disculpe.

Estaba el hombrón muy enfadado consigo mismo y recitó de corrido:

– Martín Cerdán Samaniego, para servirle. Soy el administrador de la finca.

– Yo me llamo José Carvalho y soy algo así como agente de seguros y me urge hablar con los Rodríguez de Montiel para asuntos relacionados con la desgracia ocurrida a la nuera de la señora.

– No sabía yo que hubiera nada pendiente.

– ¿No le ha dicho nada don Luis Miguel?

– Ése no dice ni los buenos días.

Con un ademán abrió camino el administrador para que Carvalho fuera tras él hacia el portal central de piedra y maderas trabajadas en otro tiempo por un buen artesano y luego abandonadas al sol y al viento. Una fría penumbra de zaguán de piedra sirvió de entrante a un despacho donde no habían otros útiles que una mesa historiada, con pie de forja, y archivadores metálicos de cuartelillo de la Guardia Civil. Un crucifijo sobre la mesa contemplando el papeleo ordenado y en la pared un cartel de piensos compuestos. En un ángulo humeaba una estufa cilíndrica de hierro, pero aún le quedaba mucho espacio al frío instalado desde el otoño en aquella estancia.

– Comprenderá usted que yo no puedo confiar mis asuntos a cualquiera. De hecho yo quisiera llegar hasta don Luis, pero no está en Albacete y nadie sabe decirme dónde se encuentra.

– Ni yo quiero que me cuente nada del señor, porque sus asuntos son sus asuntos y los de su madre los de su madre. Yo administro todo esto que es propiedad exclusiva de doña Dolores y nada tengo que ver con lo que le quede a su hijo. Si le he hecho entrar es para no hablar de todo esto a voces delante del servicio, por más confianza que se tenga en él. Los tiempos han cambiado y ya no quedan fidelidades como las de antes. No sé adónde vamos a parar.

– ¿Puede indicarme usted dónde encontrar a don Luis?

– No.

– Tal vez su madre lo sepa.

– No. No creo.

Había fruncido el ceño el administrador y se fue hacia la estufa para comprobar la carga. De un serón de esparto tomó cuatro tacos de madera tan recién serrada que aún desprendió polvo blanco en su breve recorrido hacia la boca ígnea de la estufa.

– Además no es una mujer que esté bien, ¿comprende? Si estuviera bien, pues bueno. Pero es que hay días que ni coordina, que ni se acuerda de que tiene un hijo, bueno uno, tiene siete, pero sobre todo ése, ése que tantos disgustos le ha dado. A mí desde luego no me ha dicho dónde está. Aunque tampoco me paso la vida preguntando por esa mala cabeza. Ya sé que no está bien que yo hable así del caballerete, pero, bueno, es que ha hecho cada una. A su padre, en paz descanse, a su madre y a su mujer, que, digan lo que digan, le aguantó más que nadie.

– ¿Se refiere usted a la muerta?

– A ella me refiero. Llegó a esta casa siendo casi una chiquilla y mala horma tuvo.

– ¿Vivían aquí?

– ¿Quién? ¿Don Luis y su mujer?

No, hombre, no. El señorito sólo venía aquí a saquear. Aquí durante años y años sólo hemos estado mi padre, en paz descanse, y yo, cuidando que no se muriera la gallina de los huevos de oro, y todos los demás, mientras tanto, viviendo como príncipes en Albacete o en Madrid o en las Chimbambas. Y luego, cuando ha sido necesario preocuparse por esto porque se iba a pique, pues si te he visto no me acuerdo. Todos los hijos tienen lo suyo, aquí y allá, el que no tiene una carrera tiene un pequeño negocio, todos menos el caballerete del que hablamos. Iba para notario, iba para ser una eminencia y sólo ha sido un golfo. No. No me cuente nada. No quiero saber nada del caballerete.

– Necesitaría hablar con la madre.

– ¿Tan importante es?

– Muy importante.

– No me la avasalle. Las cosas despacito. A veces entiende y a veces no. Yo ya no sé si entiende cuando puede o cuando quiere. Pero tampoco me importa -concluyó el administrador dejando caer con rabia la tapa redonda del fogón.

Corría el hombre más que andaba sobre los grandes ladrillos barnizados del zaguán y subió los escalones de piedra de dos en dos, bajo la mirada de señorones en sus cuadros impregnados de polvo y penumbra. Golpeó con los nudillos sobre un portón tan sólido como marrón y, sin aguardar respuesta, tiró del pomo de la puerta y se abrió ante ellos la perspectiva de un salón, donde envejecían damascos y alfombras a la pálida luz de invierno introducida por una balconada. Y junto a la balconada una mesa camilla con faldones y brasero de orujo, sol de calor para la anciana entregada a un sillón de cueros ajados. Vitrinas para lozas y porcelanas finas, platas repujadas, Diana cazadora de alabastro noble sobre una consola isabelina conservada por la inteligente piedad de la carcoma que le había tomado cariño. Y voces y músicas que salían de un aparato de radio último modelo, radio casete, con grabadora, un diseño aerodinámico recién importado del Japón, imposición de la estética del metal y el plástico y la electrónica en aquel cubil de anticuario: “¿Tú crees que el hijo de Carolina será niña o niño?” “Igual tiene gemelos, Silvia, no olvides, Silvia, que en la vida amorosa de la princesa han abundado las partidas simultáneas.” “Pero qué malo, qué malo eres.” Reía la anciana e invitaba a los dos hombres a que se acercaran.

– Señora Dolores, este señor ha venido a verla.

– Espere, espere. Es Silvia Arlet… Espere.

Toda su atención estaba concentrada en el diálogo sostenido por la locutora con su informante sobre cuestiones de vidas principales.

– Carolina de Mónaco espera un niño -informó la vieja a Carvalho, que asintió con una cierta convicción.

Proseguía el diálogo malicioso entre la locutora y el informante y el nervioso administrador paseaba por la habitación con las manos unidas en la espalda y una extraña obstinación por contemplar la evidencia de las puntas de sus botas. Carvalho había buscado una silla, la acercó a la mesa camilla, se sentó y recibió en seguida el calor desprendido por el brasero bajo las faldas escondido. Tenía a la vieja al otro lado de la mesa y la sonrisa de la mujer invitaba a seguir el malicioso programa radiofónico.

Cuando acabó el diálogo sobre la “jet society”, la anciana se abocó sobre el aparato y movió los mandos en busca de otra emisora.

– Ahora pongo “Protagonistas”, de Luis del Olmo, porque sale un chico muy simpático y muy guapo que se llama Tito B. Diagonal. Es muy rico y muy buen hijo. Siempre habla bien de su padre. ¿Le gusta a usted la radio?

– La oigo poco.

– Yo no sé qué haría sin la radio.

Antes también me gustaba la televisión, pero ahora ya no tanto. Me gustaba mucho cuando salía aquel jugador del Zaragoza, Lapetra. ¿Se acuerda usted de Lapetra?

– No.

– ¿Y usted, Martín?

El administrador detuvo su andariego rumiar y levantó los ojos hacia el viguerío del techo.

– Sí, señora, sí. “Los Cinco Magníficos”: Canario, Santos, Marcelino, Villa, Lapetra. A ella le gustaba Lapetra por el cabello -le aclaró a Carvalho.

– Tenía un cabello muy bonito. La televisión era en blanco y negro entonces, pero yo adivinaba que Lapetra era pelirrojo. También me gusta mucho “La jaula de las fieras”, es un programa de “Protagonistas”. Salen cuatro chicas y se meten con alguien importante. Voy cambiando. “España a las ocho”. Luego habla un chico que tiene una voz muy dulce y que se llama Aberasturi, debe de ser vasco, por el apellido. Y Silvia Arlet o Luis del Olmo, Tito B. Diagonal. Por la tarde “Clásicos populares”. Yo no sabía nada de música, y eso que de niña me habían enseñado a tocar el piano. Pero yo no sabía por ejemplo quién era Smetana. ¿Conoce usted a Smetana? Tiene un disco muy bonito que se llama “Allá en la Moldavia”.

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