Manuel Montalbán - La Rosa de Alejandría

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Manuel Vázquez Montalbán acaba de sacar por sexta vez de su madriguera al atípico detective privado Pepe Carvalho. Los lectores que se apunten a esta nueva investigación del sabueso galaico-apátrido-catalán pueden estar tranquilos y seguros. Lo que el autor promete y ofrece es la acreditada y atrayente fórmula de un asesinato con connotaciones estéticas -la víctima es, en este caso, una dama a la que han deshuesado y despedazado científicamente- y sociológicas: una trama de pasiones, separaciones y fatales encadenamientos de circunstancias enmarcada en la reciente historia hispana. Todo ello aderezado con los finos toques de cocina (que no gastronomía), erotismo, crítica literaria recreativa (o vindicativa, pues Carvalho purga su biblioteca quemando los libros, como el Quijote) y recuperación de sentimentalidades auténticas que proporcionan Carvalho y su clan de marginados entrañables.

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– ¿De paseo?

El capitán Tourón había aparecido de detrás del palo de carga de proa.

Y sin esperar respuesta se puso a andar en la confianza de que Ginés le siguiera.

– ¿Aún no ha paseado usted bastante? Temíamos que nos dejara colgados.

Algo me dijo Germán de que quería quedarse por aquí, en busca de un carguero pequeño que pudiera capitanear.

– Estoy un poco cansado de “La Rosa de Alejandría”. Siempre es lo mismo.

– Y eso que es usted soltero. Para un casado es mucho peor. Un marino casado las pasa muy putas, Larios, muy putas.

Le molestaba la afabilidad de Tourón casi tanto como sus periódicas indignaciones histéricas a medida que la travesía se hiciera irreversible.

Había un punto sin retorno, aún lejanas las Azores, en que Tourón se convertía en un perro ladrador insoportable, al que sólo Juan Basora se atrevía a enviar a tomar viento.

– Pero se tienen las compensaciones de las llegadas. Yo le he visto a usted pasárselo en grande.

– ¿Dónde?

– En Barcelona, por ejemplo.

– Es posible.

– Jodido oficio -masculló Tourón contemplando el océano como si fuera un enemigo.

– Pues yo le he visto a usted pasárselo muy bien en Barcelona, Larios, que muy bien.

Y se reía como sólo se puede reír un idiota cómplice de alguna idiotez.

De pronto puso una mano sobre el hombro derecho de Ginés y bajó la voz como si no quisiera que los peces o los albatros se enteraran de su confidencia.

– Hasta que no salgamos de las Antillas no me sentiré a gusto. Aquí va a ver tomate como los americanos se líen la manta a la cabeza, y cuanto más lejos de un zafarrancho mejor. A mí me tocó vivir la guerra de los judíos y los egipcios desde el puente de mando de un petrolero que acababa de meterse en el mar Rojo. No se lo deseo ni a mi cuñado, y cuidado que no lo puedo tragar. Tenía la garganta tan ocupada por los huevos que no probé bocado hasta que di marcha atrás y me planté en Yibuti a toda máquina.

Por si acaso he puesto a Pons en la serviola con la orden de que me dé parte hasta de los mosquitos que vea.

Y que no le quiten ojo al radar hasta que nos pongamos el jersey. Y la banderita a punto, porque no será el primer caso que primero te pegan el bombazo y luego te dan excusas. Por estos mares hay más tráfico de armas que de cacahuetes.

Y se rió su propia gracia, mientras la noche subía de tono y eximía a Ginés incluso de la complicidad de una sonrisa.

– Imagínese usted…

Tourón hablaba, pero en realidad se comentaba algo así mismo.

– Imagínese usted…

– ¿Qué?

Tourón le miraba ahora como si valorase a priori su capacidad de comprensión o como si estuviera fascinado ante las dimensiones de lo que estaba imaginando.

– Imagínese usted que tiran una bomba atómica.

– ¿Dónde?

– Por aquí. Un día u otro la van a tirar. Esto está que hierve. He hecho mis cálculos y en el caso de que la bomba caiga a menos de dos millas del buque no queda de nosotros ni para los peces. Entre las dos y las cuatro millas nos dejan malparados y ya veríamos. No olvide lo que le digo, ya se lo he advertido a Germán y se lo comunico a usted porque si a mí y a Germán nos pasa algo usted es el llamado a responsabilizarse del barco, no lo olvide. En el caso de que la bomba caiga a una distancia no catastrófica en sí misma, desde luego, pero suficiente para que la radiación térmica provoque una onda de aire y una enorme ola, hay que poner la popa al Punto Cero, en dirección al punto donde se produce la explosión. Una bomba de cien kilotones provoca una primera ola que a los doce segundos tiene 53 metros de altura y ha llegado a seiscientos metros del Punto Cero, y después de esta primera ola vienen otras cada vez más pequeñas, pero cuidado, porque vete a saber cómo ha quedado el barco después de la primera. A los dos minutos y medio de la explosión la altura media de las olas es de seis metros. No lo olvide, Larios, en cuanto se enteren del bombazo, la popa hacia la explosión y a verlas venir.

En el alto de Almansa se abrieron las puertas del viento y en el descenso hacia Albacete y La Mancha, ante el coche de Carvalho se cruzaron secas zarzas desesperadas y al capricho del vendaval. De cinc invernal los cielos y la tierra prometían frío y necesidades de calor, intimidad, sueño, vino espeso. Todo el paisaje parecía resignado a esperar el milagro de la aún lejana primavera y rechazaba la mirada del forastero en busca de un rasgo de ternura de la naturaleza.

Desnudos los escasos árboles, ateridos los matorrales, de piel de gallina la tierra entre el ocre y el gris, tejados pardos, muros blancos agrisados por la luz de invierno y así un pasillo largo de horizontes iguales a sí mismos hasta llegar a la promesa de Albacete, a la mismísima Albacete prematuramente atardecida por el cielo encapotado. El Bristol Gran Hotel tenía una habitación para él y el incentivo del restaurante regentado por su dueño, El Rincón de Ortega, laboratorio de la nueva cocina manchega según había oído en cierta ocasión por la radio, qué radio no importaba.

En la recepción, un cliente con aspecto de viajante retiraba con precipitación las entradas para un partido de fútbol. Era domingo. Domingo en Albacete, se avisó a sí mismo cuando se hizo cargo de las cuatro paredes de una habitación individual con ventana que daba a un patio interior y una almohada que daba a un techo. Y en el techo los ojos de Carvalho se empaparon de depresión y de ganas de salir corriendo a cualquier parte.

– ¿Quién juega?

El desconcierto del recepcionista duró unos segundos, antes de hacer una silenciosa indagación dentro de sí mismo y deducir que jugaban el Albacete y el Jerez.

– Se me han acabado las entradas.

Pero si se da prisa en el campo le venderán.

Siguió las indicaciones del recepcionista, calle Marqués de Molins arriba, y en el parque de los Mártires pilló la rezagada retaguardia apresurada de la hinchada albaceteña.

Iban abrigados como samoyedos y se lo merecía la tarde. Parecían los únicos supervivientes de la ciudad dividida entre el televisor estufa y el partido de fútbol de segunda B, segundo grupo. Fueran las dimensiones del terreno de juego o la inmediatez de las gradas, Carvalho tuvo la impresión de volver a ser protagonista de un partido de fútbol de su infancia, aquellos partidos de fútbol de treinta contra treinta, una pelota de papel de periódico y cordel o de goma reventada por zapatos de posguerra con puntera reforzada con chapa. De segunda división para abajo los jugadores van más por la pelota, dedujo esta verdad objetiva de la cantidad de piernas que se afanaban por darle al bichito que rodaba de aquí para allá, como tratando de escapar de aquella jauría de músculos. Se oía el ruido de las pisadas de los jugadores, de las patadas contra el cuero de la pelota y contra las piernas ajenas, el resoplar de los extremos corredores y las imprecaciones ante la brutalidad o el fracaso.

Hasta se oyó un: “Me cago en tus muertos”, que Carvalho no supo atribuir, aunque le pareció que surgía de las filas del Jerez. La tribuna principal se dividía en dos zonas, la más céntrica, semiocupada por el patriciado de la ciudad, desganado y poco entusiasmado por el espectáculo, y la restante, donde se amontonaba la hinchada mesocrática, solidez de origen agrario en los cuerpos y la muy loada contención manchega en las actitudes. De los rótulos publicitarios que bordeaban el terreno de juego a Carvalho se le impuso el mensaje que emitía: Informática Albacete. Sin duda ya habría calculadores en disposición de dar la proporción exacta de leches para que los quesos manchegos salieran redondos.

– Mansilla no tiene su día.

La voz había salido de detrás de una bufanda y el propietario se frotaba las manos y pateaba el suelo de cemento de la grada como si esperara una respuesta de calor desde las profundidades de la tierra.

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