Manuel Montalbán - La Rosa de Alejandría

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Manuel Vázquez Montalbán acaba de sacar por sexta vez de su madriguera al atípico detective privado Pepe Carvalho. Los lectores que se apunten a esta nueva investigación del sabueso galaico-apátrido-catalán pueden estar tranquilos y seguros. Lo que el autor promete y ofrece es la acreditada y atrayente fórmula de un asesinato con connotaciones estéticas -la víctima es, en este caso, una dama a la que han deshuesado y despedazado científicamente- y sociológicas: una trama de pasiones, separaciones y fatales encadenamientos de circunstancias enmarcada en la reciente historia hispana. Todo ello aderezado con los finos toques de cocina (que no gastronomía), erotismo, crítica literaria recreativa (o vindicativa, pues Carvalho purga su biblioteca quemando los libros, como el Quijote) y recuperación de sentimentalidades auténticas que proporcionan Carvalho y su clan de marginados entrañables.

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– No necesitas a Tourón para alterarte.

Germán se había inclinado hacia adelante con el vaso en la mano y los ojos pendientes del crecimiento de la satisfacción en aquel rostro en el que lo que no eran ojeras era un flequillo canoso compacto por la humedad y la sal.

– ¿Estás bien ahora?

– Lo estoy.

– ¿Tranquilo?

– Tranquilo.

– ¿Me dirás ahora qué leches te pasa?

Vio la alarma en el fondo de la mirada que le llegaba y un rictus de desdén que escupía un no digas gilipolleces sin apenas voz, con más ira que convencimiento.

– ¿Tú crees que es normal la espantá que hiciste en Maracaibo, el que nos tuvieras semanas a telegrama diario y toreando a Tourón para que no diera parte a la compañía?

– Me quedaban unos días de vacaciones por convenio.

– Pero tú sabes que eso se avisa y se negocia.

– Estoy hasta los cojones.

– ¿De ir embarcado?

– De este barco.

– No es mejor ni peor que otro cualquiera.

– De Tourón. Del Atlántico. De este ir y venir entre los mismos sitios.

– ¿Qué quieres hacer?

– Quería quedarme por aquí, en el Caribe. Escasean oficiales para cargueros que no se mueven de este charco. O tal vez el Mediterráneo, el Bósforo.

– ¿El Bósforo? ¿Qué se te ha perdido a ti en el Bósforo?

– Siempre hay un último viaje.

Pero primero he de pasar por Barcelona.

– A ver si lo entiendo. Quieres ir al Bósforo, pero primero has de pasar por Barcelona. Dime de qué va por si me hace gracia a mí también.

– El Bósforo es un último viaje, pero puede no serlo. Necesito saber si alguna vez puedo volver.

– ¿A dónde?

– A Barcelona, a esto, a todo.

El vaso de Ginés pedía más banana daiquiri y Germán se lo sirvió.

– ¿Encarna?

– Encarna -asumió Ginés desviando los ojos.

El timonel mantuvo el barco rumbo a lo largo del pasillo marino formado por las Barbados y las islas de Barlovento. Nada más dejar atrás las Bocas del Dragón habían amainado los vientos hasta desaparecer, como si el obstinado azote se hubiera cebado con Trinidad o con Ginés. Mientras comprobaba la derrota fijada por el capitán, consciente de que su atención y sus gestos obedecían más a un ritual que a la necesidad de comprobar lo tantas veces comprobado, se evadió de la conversación entre Tourón y Germán sobre la proximidad de la isla de Granada y la posibilidad de que encontrasen buques de guerra americanos de patrullaje. Cuando el capitán abandonó el puente de mando para revisar lo que no necesitaba revisar, Germán cantó teatralmente y a voz en grito:

“Adiós Granaaaaaaada Gra na da míaaaaaaaa”

Trataba de entablar una conversación sobre lo que estaba ocurriendo en la gran laguna del Caribe, pero como si el Atlántico le reclamara atenciones fundamentales una vez salvado el obstáculo visual de las Barbados, Ginés miraba a estribor y Germán seguía razonando para nadie con la vista vuelta hacia babor, hacia las islas de Barlovento.

– ¿Pero tanto te interesa la carta?

En enero nunca pasa nada por estos mares. Lo único que hay que hacer en esta travesía es ponerse un jersey al llegar al paralelo 30. Utilizaba la contemplación inútil de la derrota trazada para justificar la poca atención que ponía en lo que hablaba Germán.

– Habrá mar gruesa cuando bordeemos el mar de los Sargazos.

– Como siempre, no te jode. Desviamos la derrota y ya está. ¿Se te ha olvidado el oficio? Toma la “Pilot Chart” de enero y que te aproveche.

Le dejó Germán ante un océano de papel, cuadriculado, molecularmente compartimentado en cuadrados de cinco grados de latitud y longitud. Ni previsión de temporales, ni depresiones, ni niebla, al menos hasta más allá de la latitud de las Bermudas cuando la derrota empezara a buscar la curva de la corriente del Golfo. En cuanto estuvo solo dejó de preocuparse por lo que no le preocupaba y enfocó los prismáticos hacia la rebasada punta Norte de la Barbados Mayor. El mar se ondulaba con una falsa libertad que terminaba en el horizonte. Era un límite, simplemente un límite falso, una línea sin esperanza. Les empujaban suaves alisios hacia la fingida frontera del Trópico de Cáncer, hacia la real frontera del invierno.

Dejó la sala de gobierno y bajó parsimoniosamente por la escala del puente hasta la cubierta superior solitaria y avanzó hacia la proa por entre las lumbreras abiertas al ajetreo del trabajo oculto del buque. A medida que avanzaba hacia la proa implacable y prepotente se imaginaba a sí mismo como un objeto liviano a lomos de aguas precipitadas hacia el sumidero, lo que había podido ser días atrás en Maracas Bay si no hubiera atendido los reclamos del silbato de los vigías. De espaldas al mar, apoyado en la alzada tapa metálica de la escotilla de proa, más allá del inmediato palo de carga, el puente de mando parecía ser el final del buque, como la cabeza de un animal que oculta la continuidad del cuerpo, era su lugar de trabajo su oficina, el final de un recorrido cotidiano entre el más allá de la toldilla de popa donde dormía y el recorrido a través de los entrepuentes, de palo de carga a palo de carga, de escotilla en escotilla hasta llegar a la oficina, papeles, botones, cuadros de mando rectilíneos y electrónicos, terminales de un proceso de cálculo y gestión ensimismados, que ya no pertenecían a una oficialidad reducida al papel de tutores de una autónoma bestia electrónica.

– Llegará un día en que los barcos podrán ser teledirigidos desde tierra por un cerebro electrónico único central, uno solo para todos los barcos del océano.

– Y si ese cerebro se estropea todos los barcos del mundo naufragarán.

Chocarán entre sí o contra los rompeolas y los acantilados. Y lo más jodido será que para entonces todo el mar será un inmenso charco de mierda.

El final de la aventura. Un asqueroso final para una hermosa aventura que hace siglos acuñó la frase: vivir no es necesario, navegar sí.

– Frente al pesimismo de Juan Basora, piloto y escritor, Germán señalaba el cielo como el taxista hindú de Port Spain. Allí, allí continuaba la aventura.

– ¿Qué aventura?

– La carrera espacial.

– ¿Una aventura ese viaje programado por una computadora y con esos tipejos vestidos de buzo que no sacan la titola ni para mear?

– Tú no tienes cojones de colgarte allá arriba, cabeza abajo.

– Te la juegas más en un huracán, con vientos por encima de los ochenta y tú en un pesquero persiguiendo sardinas.

– ¿Y cuándo has ido tú en un pesquero persiguiendo sardinas?

– ¿Y tú qué sabes de mí, tío? ¿Estás casado conmigo?

– Las únicas sardinas que tú has visto en tu vida han sido las de Santurce y bien asadas.

Una travesía daba para cien escenas como ésta, que le crecía en la memoria como si hubiera ocurrido por la mañana en el comedor de oficiales presidido por un televisor y un vídeo que la compañía les había regalado. O tal vez la discusión se había producido cuatro meses atrás. O no se había producido aún, pero se plantearía en cualquier momento, cuando se afronta la hora de la verdad del Atlántico y el mar es un cristal opaco día tras día, bajo un techo de estratocúmulos que silencian las estrellas desde las Bermudas hasta las Azores y las manos están cansadas de jugar a las cartas o de pasarse sobre los ojos tratando de borrar sobras de tedio y migraña.

– Espuma por todas partes, en el aire, en el mar. Espuma que se lleva el viento con rabia sobre un mar blanco como una sábana sucia. Ahí quisiera ver yo a esos meones del espacio.

Creyó ver la sombra de Santa Lucía hacia estribor, pero era improbable que la caediza luminosidad del crepúsculo permitiera vislumbrar la isla a la distancia que mantenían. Se entregó a la ensoñación del hombre vestido de blanco con sombrero de paja y barba de días saltando de isla en isla como si pudiera ensartarlas con una lancha y desde la altura de la lancha borrar con una mano la huella de su estela en el mar.

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