Manuel Montalbán - La Rosa de Alejandría

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Manuel Vázquez Montalbán acaba de sacar por sexta vez de su madriguera al atípico detective privado Pepe Carvalho. Los lectores que se apunten a esta nueva investigación del sabueso galaico-apátrido-catalán pueden estar tranquilos y seguros. Lo que el autor promete y ofrece es la acreditada y atrayente fórmula de un asesinato con connotaciones estéticas -la víctima es, en este caso, una dama a la que han deshuesado y despedazado científicamente- y sociológicas: una trama de pasiones, separaciones y fatales encadenamientos de circunstancias enmarcada en la reciente historia hispana. Todo ello aderezado con los finos toques de cocina (que no gastronomía), erotismo, crítica literaria recreativa (o vindicativa, pues Carvalho purga su biblioteca quemando los libros, como el Quijote) y recuperación de sentimentalidades auténticas que proporcionan Carvalho y su clan de marginados entrañables.

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– Y las cerraba desde dentro.

Se rieron todos. Carvalho les dio las gracias y regresó al hotel a través de un Albacete oscuro pero más habitado, incluso algo bullicioso, con nerviosismo de últimas horas de fiesta. Al pasar ante el ayuntamiento socialista vio en lo alto de una escalera cenjundiosa la imagen polícroma y amparadora de un Sagrado Corazón enorme y ensangrentado.

Por la radio, probablemente en un programa radiofónico, había escuchado alguna vez que el dueño de El Rincón de Ortega se había convertido en el Quijote de la vieja y nueva cocina manchega. Iba por el mundo enseñando al que no sabía las excelencias del ajo de matanza, las atascaburras o los gazpachos. Pocos clientes aunque con cara de habituales y partidarios, conversaciones de elite local o de viajantes con dinero y preocupaciones gastronómicas. Carvalho se entregó a la voluntad del dueño, excitado por las preguntas estimulantes de un cliente con ganas de adentrarse en los secretos de la cocina manchega. Rica y sólida, había adjetivado el evidente Ortega.

En el plato, ante Carvalho creció oloroso un guiso oscuro y profundo, un guiso con memoria de sí mismo, con conciencia de ser una huella antropológica. Pedazos de torta con deshuesadas carnes de conejo en un lecho de caldo sólido aromatizado por la pimienta, el romero y el tomillo.

Siguió el consejo del posadero y aceptó como vino compañero de viaje un Estola de Villarrobledo, trece grados, que le acercaban más a los vinos de La Mancha límite que a los ligeros vinos de La Mancha castellana.

No fue broma leve el entrante de atascaburras, una brandada a lo popular con su patata, su ajo y su bacalao, y su aceite, no remachado en este caso con la ñora cocida y mojada al uso murciano, sino adornada con huevo cocido y nueces. Guiso sabio de exclusivo empeño popular, como el morteruelo, engrudo excelso de sus preferencias que tiene en Cuenca su Vaticano y en todas las Castillas su memoria de derivado de la olla podrida.

Inmerso en las comprobaciones de la nariz y el paladar tardó Carvalho en advertir la presencia junto a su mesa de un viejo acompañado de bandurria que le sonreía con la boca abierta y la campanilla de la garganta vibrando al fondo de una caverna de dientes amarillos, picudos y bailones.

– ¿Esa guitarra es suya?

– Mía y bien mía. La llevo conmigo todo el día. Pero más propio sería llamarla “requinto”, nombre que se da por aquí al guitarrico de seis cuerdas.

– ¿Qué es lo que canta usted?

– Mayos y cantares de ánimas. Yo soy animero. Y usted come gazpachos y bebe vino de villarrobledo, por lo que le felicito.

– ¿Gusta?

– Por gustar gusto, pero tengo la tensión a tope y si me deja escoger le acepto el vino.

Pidió Carvalho un vaso al camarero que observaba la escena vigilante y ofreció una silla al viejo bandurriero.

– Este vino no se puede tomar de pie.

– Usted sabe lo que se bebe -aprobó el bandurriero y mantuvo el entusiasmo de su viejo rostro para recibir el primer medio vaso de vino que retuvo en la boca mientras el cerebro le daba el visto bueno para echarlo gollete abajo-. Perdone la intromisión pero me gusta saber quién me invita, ¿es usted de Madrid?

– De Barcelona.

– ¿Viajante?

– En cierto sentido.

Tragueó otra vez el hombre y recitó de corrido:

“En la Francia soy francés, en Valencia valenciano, en Aragón aragonés, en Cataluña catalano”.

– Muy curioso. ¿Es suyo?

– Más antiguo que ir a pie. Se lo recito para corresponder a su amabilidad. Veo que ha pedido dos cosas de la tierra: atascaburras y gazpachos.

¿Ya las conocía usted?

– Las atascaburras sí, en los gazpachos me estreno.

– Cómaselos usted, que en esta casa son de confianza. A pesar de que están de moda los siguen haciendo bien.

– ¿De moda?

– Con la autonomía se pusieron de moda, y el gazpacho manchego no tiene otro secreto que la honradez.

Agradeció la nueva medida de vino que le sirvió Carvalho, la medió y tomó aire para ilustrar al forastero sobre lo que se guisaba y lo que se comía. Declamó más que habló:

– No pondría yo la mano en el fuego sobre la legitimidad de las tortas de gazpacho que se hacen hoy día en los restaurantes, donde el morbo autonómico ha convertido el gazpacho manchego en una seña de identidad regional, pero le diré cómo hacían las tortas los pastores y cómo las hacen todavía las mujeres viejas de Bonete, Elche de la Sierra, Villarrobledo, Montalegre, Higueruela, Pozohondo, Mahora, La Herrera, Liétor, Corrar Rubio, Alpera. Sería un exceso utilizar la piel de cabra curtida en la que los pastores amasaban la harina pero basta una fuente de arcilla pintada para meter en ella un montón de harina, hacerle un hoyico en el centro para la sal, el agua de caliente añadida poco a poco y luego trabajar la masa hasta que lo sea, bien sobada para que se deje tratar por la mano, sin pegarse ni ponerse reacia. Con la masa se hacen bollicos y se dejan en reposo, para luego aplanarlos y formar tortas de tres o cuatro palmos de diámetro y un centímetro de gruesa.

Cada torta se dobla en cuatro partes para cuando llegue el momento de cocerlas en una lumbre de ascuas, bien cubiertas de brasas con un cubre-pan de hierro, con el mango de madera.

Cuando están cocidas se guardan en un tortero y a partir de ese momento se pueden utilizar para convertir en gazpacho manchego guisos de caracoles y collejas, de cualquier bestia cazada pero preferible el conejo de monte y la liebre, de lomos y chorizos, de orugas, de patata, o el de los pastores típico de El Bonillo con patatas, jamón, ajos tiernos, espárragos trigueros, tomate y pimiento, gazpachos de setas, viudos como el reputado gazpacho viudo de trilladores.

– Me interesa el nombre.

– Elemental, sencillo, gazpacho de pobres. Los trilladores siempre fueron muy pobres: calabaza, patatas, ajos tiernos, pimiento, tomate, agua, sal, y cuando todo ha hervido un ratico las tortas en pedazos pequeños.

Caldosico. Espesico. Jugoso. Bien jugoso. Antes de que llegase la patata de América los trilladores lo debían hacer sólo con calabaza, ajos tiernos, pimiento… en fin. Se lo digo porque, aunque no sea necesario insistir en ello, las tortas son lo que son, matahambres que en compañía de cualquier fantasía llenaban los estómagos, antes de que llegara a La Mancha el arroz o la patata. Fíjese usted si le hablo de tiempo.

– De antes de Cristo.

De antes del mismísimo padre de Nuestro Señor Jesucristo.

Guiñó el ojo el bandurriero y tragó medio vaso de tinto Estola.

– No lo olvide usted nunca. Para platos oscuros, vinos oscuros.

– ¿Y dice usted que hay gazpachos de orugas?

– Con orugas, sí, señor, que no hay mejor planta para ensalada, y en el pasado se hacía con ella una salsa riquísima con miel, vinagre y pan tostado. En las grandes capitales se han olvidado de las plantas de los caminos, pero en el campo hay más cultura, y en estos tiempos vuelve a haber hambre. El gazpacho de orugas, según cuenta la eximia Carmina Useros en “Mil recetas de Albacete y su provincia”, lo comían los pastores en las tortas dispuestas sobre las piedras, y aún es costumbre que muchos gazpachos se coman con las tortas directamente sobre las mesas de las cocinas rústicas. Todo lo que no sé gracias a lo que he visto se lo debo al libro de la señora Useros, libro difícil de encontrar, de edición numerada y que ella me regaló porque conoce mi gran afición a mirar cómo la gente come.

Pongo a su disposición el ejemplar que doña Carmina tuvo a bien dedicarme.

– Lo buscaré en una librería.

– No lo encontrará.

– ¿Qué quesos me recomienda usted que sean de aquí y de fiar?

– Artesanales no los hay como los de El Bonillo o Munera, pero están a punto de pasar a la historia. Y en cuanto al manchego industrial los hay buenos y menos buenos. Yo le recomiendo los de Villarrobledo.

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