Manuel Montalbán - La Rosa de Alejandría

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Manuel Vázquez Montalbán acaba de sacar por sexta vez de su madriguera al atípico detective privado Pepe Carvalho. Los lectores que se apunten a esta nueva investigación del sabueso galaico-apátrido-catalán pueden estar tranquilos y seguros. Lo que el autor promete y ofrece es la acreditada y atrayente fórmula de un asesinato con connotaciones estéticas -la víctima es, en este caso, una dama a la que han deshuesado y despedazado científicamente- y sociológicas: una trama de pasiones, separaciones y fatales encadenamientos de circunstancias enmarcada en la reciente historia hispana. Todo ello aderezado con los finos toques de cocina (que no gastronomía), erotismo, crítica literaria recreativa (o vindicativa, pues Carvalho purga su biblioteca quemando los libros, como el Quijote) y recuperación de sentimentalidades auténticas que proporcionan Carvalho y su clan de marginados entrañables.

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Repasó la fisonomía del barco como se repasa el cuerpo del amor después de una larga ausencia o de un inútil olvido y quedó a la espera de que se detuviera, casi a solas, sin otra compañía que los amarradores indolentes, con una colilla en los labios y el gesto lento pero preciso para el amarraje. Hacia el barco avanzaban camiones volquetes en busca de sus tesoros y a distancia aguardaban otros camiones con las cargas ofrecidas, en un preciso rito de trueque que en otras ocasiones él había contemplado desde la cubierta o desde los puentes.

Y allí imaginó a sus compañeros, Germán, Juan, Martín, el capitán Tourón, otros rostros cuyo apellido era ocioso porque el simple rostro o un gesto marcaba el reconocimiento de identidad adquirido en la solidaridad de días y días de navegación por el mar o contra el mar. La presencia de “La Rosa de Alejandría” le devolvía la evidencia y la propuesta del mar con mayor intensidad que cuando se enfrentaba a las olas a bofetadas en Maracas Bay. El mar no existiría para él si no existieran los barcos y abrió los brazos como para acoger la mole blanca ya aquietada, pero en realidad era para abrazarse a sí mismo y retener la emoción íntima. Hasta dentro de dos o tres horas no empezarían a bajar los embarcados y paseó arriba y abajo de los muelles procurando observar y no ser observado desde el barco. Las operaciones de carga y descarga se iniciaron según un ritmo que daba para un día de trabajo, y en cuanto estuviera el trabajo encauzado, Germán bajaría, porque ése era su impulso en cuanto llegaba a puerto y porque trataría de localizarle. Y lo vio, primero en el peldaño más alto de la escalera de embarque y luego bajando según un seguro trote que le hizo correr más que caminar en cuanto sus plantas llegaron al suelo del muelle.

Vaciló el oficial, consultó algo con uno de los cargadores y se fue hacia Port Spain. Ginés le siguió y le dejó que tomara el camino del Holiday Inn, para a una manzana del hotel reclamarle a gritos. Se volvió Germán y tras reconocerle esperó a que se le acercara.

– Así que aún estás vivo.

– Si se le puede llamar vida a esto. Ya ves, qué mierda de tiempo.

– Pues si vieras el sol que está haciendo en toda la costa de Venezuela.

– Tenía que pasarme a mí.

Se encaminaban hacia el hotel intercambiando noticias de las últimas semanas, todavía no decidido Germán a entrar en el tema de la extraña escapada, y así fue hasta que estuvieron ante dos daiquiris que Ginés tuvo que reclamar dos veces en la barra.

– Pues esto está bien, el jardín tropical, la piscina con asiento para tomar mejunjes desde el agua.

– Estaría muy bien si hiciera sol.

Fíjate en ese indio. Se pasa el día acilando la piscina. Ya me dirás tú para qué.

– Vete a saber. Y tú ¿qué?

– No sé.

– Te vienes o no te vienes.

– No lo sé. ¿Qué ha dicho Tourón?

– Primero se cagó en tus muertos, y menos mal que Juan le cantó las cuarenta, y como es más inseguro que un palomo cojo tuvo que callarse. Ya sabes cómo es Juan. Pero no puede durar, y si no te incorporas ahora tendrá que dar parte a la compañía.

De momento ha telegrafiado que te has tomado unas vacaciones por motivos de salud. Y no es mentira, porque tú no estás muy bien de aquí arriba.

– ¿Cuándo os marcháis?

– Mañana. De hecho podríamos marcharnos ya esta noche, pero Tourón está cargado de puñetas, ése está más loco que tú, se pasa el día hablando del peligro de guerra en estos mares y sostiene que cada día cambia el fondo del mar por culpa de pruebas atómicas clandestinas. Yo en cuanto llegue a España hablo con los del sindicato de este tío, a ver qué se puede hacer.

Ginés contemplaba los restos de la bebida amarilla verdosa y la guinda empalillada que empezaba a perder el brillo de la humedad. Era como una gota de sangre en la primera indecisión de abrirse y caer.

– Tendría que volver. Sería imprescindible que volviera.

– ¿Qué te lo impide, mierda? Es que me sacas de quicio. Oye, no puedo almorzar contigo porque quiero forzar la carga. De hecho he bajado por si te veía, que también habrías podido subir tú. Estás en nómina. ¿Lo has olvidado? Pero esta noche puedo bajar a tierra y nos corremos una. ¿Qué tal está esto?

– Ni me he enterado.

– ¿Qué no te has enterado?

– Me parece que no muy bien porque hace mal tiempo y entonces el turismo se va a Tobago o a Aruba y Cura amp;ao.

Entonces se dedican a escuchar música por la calle con esas neveras musicales que llevan o se meten en grandes almacenes abandonados a ensayar las Fallas.

– ¿Qué Fallas?

– Los calypsos, el Carnaval. En fin. Es lo mismo.

– ¿Bajo o no bajo?

– Puedo ofrecerte una canadiense para que te la tires y dejes en alto el pabellón “spanish”, yo hace días lo intenté pero no pude.

– ¿Está leprosa? ¿Le faltan las piernas?

– No. No está mal. Y no tiene puñetas, va al asunto.

– A por el mogollón, vamos. Habría que verla, pero me las he corrido buenas en Maracaibo y La Guayra y me pide el cuerpo castidad. Si la tía estuviera muy buena…

– Eso tampoco.

– Entonces me quedo en el barco.

Vete haciendo las maletas y embarca esta tarde. En una hora todo puede quedar resuelto.

– Deja que lo piense por última vez. Una noche.

– Nos iremos al amanecer. Si te quedas, al menos ven a despedirte y a recoger cosas tuyas que siguen a bordo.

Ginés vio cómo se marchaba con ganas de retenerle. Pero no lo hizo, apuró la copa, masticó la guinda que le salió amarga y la escupió dentro de la copa. Ya en la habitación, la maleta abierta y a medio vaciar desde el mismo día en que llegó se convirtió en una llamada progresivamente obsesiva que escuchaba a medida que caminaba arriba y abajo, desde el recuadro de ciudad y lejanías marinas que le ofrecía la terraza, hasta la puerta de la que no podía esperar la llegada de nadie que amara. Y en el lavabo, el espejo le devolvía un rostro condicionado por las furias y miedos abstractos o concretos que no se quería ni mencionar a sí mismo, ni siquiera cuando acercaba los labios hasta el cristal y se besaba antes de decir su propio nombre, o como si le llegara desde un pozo horroroso el nombre de Encarna, pronunciado como un quejido. En el fondo del espejo desaparecía su rostro para dejar lugar al Cuerno de Oro visto desde el mirador del Topkapi, los barquitos que se desviaban de la ruta del Bósforo hacia las madrigueras de Estambul.

Nunca había penetrado en el mar Negro. Lo había visto desde las playas de Kilyos o de Anadolufenieri. Alguien le había dicho:

– Cuando entras en él es como si te fueras para siempre. El Bósforo es como la última prueba o la última puerta. Parece hecho expresamente.

Como una advertencia.

Fuera porque llevaba la iniciativa de la maniobra, sin bastarle la red de teléfonos y señales de que disponía en el puente de mando, asomado con medio cuerpo por encima de los pasamanos metálicos, volcado hacia Germán o Basora a voces, como acosando su que hacer en la maniobra avecinada, la figura de Tourón el capitán se crecía sobre la de todos los demás cuerpos en movimiento sobre la cubierta de “La Rosa de Alejandría”. Ginés había subido la escala en el último instante, cuando la figura de Martín la coronaba y daba órdenes a los marineros para que la retiraran. Fue una instigación definitiva y la subió de dos en dos hasta llegar sin aliento hasta Martín, que le recibió con la boca abierta y el silbato en una mano que parecía paralítica.

– ¡Coño! ¡Hostia! ¡Me cago en Dios!

Era la expresión de su desconcierto y siguió a Ginés dándoles consejos y arrancándole respuestas.

– ¿Lo sabe Germán? ¿Y el capitán?

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