Martín estaba muy mareado cuando entró en su casa. Y Adela empezó a hacerle preguntas.
– Parece el argumento de don Juan Tenorio.
Anita estaba tumbada de cara al mar, cerca del sombrajo que Martín llamaba «del señor Corsi». Martín, de espaldas al mar, frente a ella, y los dos apoyados de codos sobre la arena. Martín veía desde muy cerca los rasgos de la cara de su amiga. Aquella nariz enrojecida y brillante, aquellas mejillas con grumos de crema. Era la primera vez que Martín se daba cuenta de que Anita usaba crema de tocador para proteger su piel de la acción de los rayos del sol. La verdad era que lo sabía porque muchas veces había ayudado a extender esa crema sobre los hombros y en las espaldas de Anita, pero hasta aquella mañana no se había fijado y pensado en lo extraña que resulta una mujer embadurnada así. Precisamente se había dado cuenta de aquel detalle mientras Anita le explicaba que su padre -el señor Corsi- había raptado a su madre de un convento de Sevilla donde la madre de Anita -que no se llamaba Mari Pep¡ como pretendía Frufrú, sino Mariana- se estaba educando. Mariana era rubia como la abuela de Anita, que había sido una princesa rusa. Frufrú -según Anita era una doncella de Mariana que entraba y salía del convento a voluntad y había ayudado a preparar la fuga sirviendo de cartero a los enamorados.
Martín, mientras Anita hablaba, no hacía más que mirar los pómulos de Anita y su nariz irregular y brillante y de cuando en cuando le alcanzaba uno de aquellos peinecillos de concha con que ella se sujetaba los cabellos requemados del sol y que a cada momento se le caían a la arena. Después Martín comentó que aquella historia parecía el argumento de don Juan Tenorio. Anita le miró con desconfianza entre sus pestañas entornadas.
– ¿Conoces el argumento de don Juan Tenorio?
– Sí, lo he visto representar.
– Creí que sólo se representaba en Madrid.
Martín sonrió y Anita se hizo la desentendida durante unos minutos de silencio.
– Bien -Anita se puso en pie con uno de sus nerviosos movimientos-, ahora que ya lo sabes todo vamos a ensayar un poquito de lucha.
Hacía algún tiempo que Anita estaba enseñando a Martín todo lo que ella sabía de las llaves de judo y de ciertas trampas que eran las que le daban la victoria a ella en otros tiempos. Martín, un poco humillado, pero contento de sus avances, no comprendía el porqué de aquella generosidad de Anita. No sólo no le importaba, sino que parecía ponerse muy contenta cuando Martín la vencía. Además de la lucha cuerpo a cuerpo, por las tardes Anita había inventado que Martín ensayase a dar puñetazos en un saquito lleno de arena que había colgado de un árbol. Martín se envolvía las manos en trapos que sustituían los guantes de boxeo.
– ¿Es que quieres hacer un campeón de este martín pescador?
Esto lo preguntaba Carlos con cierto recelo. Por gusto de Anita también Carlos se hubiese entrenado con su brazo sano, pero a esto se oponía Frufrú. Carlos, con el brazo enyesado descansando en un pañuelo de seda atado al cuello, sólo podía ser espectador de estos entrenamientos. Y por complacer a Anita también él tentaba los músculos de Martín y le decía:
– Te vas endureciendo, chico. Ya veremos cuando yo me cure quién va a ganar cuando luchemos.
– Pero demoña -decía Frufrú-, ¿qué te ha dado este año para querer que los chicos sean campeones de boxeo? Di, ¿qué te pasa por la cabeza?
El verano se había centrado ahora alrededor de Carlos. Eugenio Soto se presentó en la finca del inglés al día siguiente de la caída del muchacho y para Martín fue un motivo de orgullo esta gentileza de su padre y la seguridad que dio a Frufrú de que don Clemente era un médico notable y que podían fiarse en todo de su opinión sobre lo que había que hacer a Carlos. También se ofreció a llamar por teléfono a don Clemente desde la Batería siempre que ellos quisieran. Y efectivamente Eugenio avisó al médico y don Clemente apareció por la finca del inglés, reconoció a Carlos de nuevo, recetó unos calmantes y avisó que un par de días más tarde reduciría la fractura cuando el brazo estuviese menos inflamado, gracias al reposo.
El «arreglo del hueso de Carlos» -así llamó Anita a la operación- fue terrible según le explicaron a Martín. A Frufrú le costó una verdadera enfermedad. Todavía estaba verde debajo de sus pinturas en la tarde de aquel día, cuando Martín pudo verla. Don Clemente se había presentado en la finca con un practicante y con Perico el tartanero y aún reclamó la ayuda de Paco el guarda y de Carmen para que ayudasen a sujetar a Carlos. Don Clemente recomendó que por toda anestesia dieran a Carlos unos tragos de coñac. El dolor del «arreglo del hueso», según explicó Frufrú a Martín, había sido terrible para Carlos. Carlos casi se había desvanecido y luego devolvió todo aquel coñac que le metieron en el estómago. Pero ni Carlos ni Anita querían que se hablase de eso y mandaban callar a Frufrú cuando lo explicaba. Martín, impresionado, lo contó en su casa recibiendo la respuesta de Adela que donde estuviera un parto que se quitasen todos los otros dolores y Eugenio dijo que los hombres tenían que acostumbrarse a ser valientes y que si Martín hubiera visto lo que él había visto en la guerra, no se asustaría por oír contar una operacioncilla de nada.
Por cierto que Eugenio no volvió a visitar a Carlos nunca más y Martín sospechó que Adela se lo había prohibido. Sin embargo, cuando tres días después de la operación, Martín le dio un recado para don Clemente de parte de Anita, Eugenio lo transmitió por teléfono y don Clemente se presentó en la finca por la tarde cuando Carlos, Martín y Anita estaban sentados en el balancín. Carlos puso mala cara al ver aparecer a don Clemente, que subía andando por la avenida de los pinos. Martín se puso en pie y Anita corrió para saludarle. Don Clemente preguntó si ocurría alguna novedad porque encontraba a Carlos con muy buen aspecto y después se hizo un lío preguntando por la mamá de los chicos.
– ¿Quiere usted decir Frufrú? Ahora vendrá, aunque le tiene miedo a usted; Martín irá a avisarla para que nos prepare una merienda… Siéntese, siéntese aquí a mi lado en el balancín. Carlos, deja sitio a tu médico, el brazo no se te resentirá por sentarte en la silla de enfrente.
– ¿Has tenido fiebre, chico?
Aunque don Clemente se dirigía a Carlos, Martín notó que casi no podía apartar los ojos de Anita. Y Anita fue la que le contestó:
– No, no le pasa nada. Pero quiero que venga a verlo usted de cuando en cuando. No quiero que papá diga luego que no le hemos cuidado.
Don Clemente se afilaba el bigotillo y sonreía a Anita.
– Vendré con mucho gusto, aunque honradamente le aseguro que no hace falta.
– Desde luego, papá le pagará a usted todas las visitas.
– No me avergüence usted, Anita. Lo del dinero fue una broma que gasté al muchacho el otro día. Los médicos no pensamos nunca en nuestros honorarios. En realidad no merece la pena, no se preocupe.
– Usted es un verdadero caballero español… ¿No es cierto Carlos? Don Clemente tiene cara de caballero del Greco. Es usted mucho más interesante que su hijo Pepe, don Clemente. Y qué belleza esas sienes plateadas… ¡Extraordinario!
Martín pensó que Anita se estaba burlando del médico, pero don Clemente seguía la broma complacido y Carlos tenía cara de pocos amigos. Martín, nervioso, no hizo más que pasarse los dedos por la cara durante toda aquella visita de don Clemente, durante la merienda servida por Frufrú y luego cuando Anita acompañó a don Clemente hasta el portón perdiéndose junto a él entre los pinos. Tardó mucho en volver Anita y Carlos le dijo que no quería volver a ver a aquel tipo.
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