Carmen Laforet - La Insolación

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La voz que nunca se apaga
Recluida desde hace años en el silencio de su enfermedad, la voz de Carmen Laforet fue, sin embargo, una de las más influyentes y combativas del panorama literario español del siglo XX. Con sólo 22 años obtuvo el Premio Nadal por su primera novela, Nada, que no sólo supuso su consagración como escritora, sino también la obra de referencia para toda una generación de escritores y escritoras que, como ella, reflejaron en sus novelas la miseria moral y material de la posguerra. Carmen Martín Gaite, Josefina Aldecoa, Ana María Matute,pero también Camilo José Cela, Miguel Delibes, Rafael Sánchez Ferlosio y Ramón J. Sénder, descubrieron en Laforet el primer gesto de reconocimiento de la dignidad de la mujer como condición imprescindible para novelar luego sobre la dignidad del ser humano.
Nacida en Barcelona en 1921, Carmen Laforet pasó su infancia y adolescencia en las Islas Canarias. Sin embargo, fue en Madrid donde escribió Nada. Años más tarde publicaría La isla y los demonios (1952), La mujer nueva (1955) y La insolación (1963), primera parte de una trilogía inacabada. Además de estas novelas, Laforet también escribió cuentos, narraciones de viaje y ensayos.

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Pepe con las piernas flojas había acabado por sentarse al otro extremo de la mesa. Y a medida que Anita hablaba, con la mejilla apoyada en la mano, Pepe se iba tranquilizando. Al fin la mano del muchacho que había avanzado sobre el tablero alcanzó el brazo de Anita cuyo codo estaba apoyado en la mesa. Anita miró hacia los dedos de Pepe, que empezaban a acariciar su brazo, con verdadera curiosidad. Luego apartó el brazo de allí.

– ¿No… no has estado con ningún hombre todavía?

La voz de Pepe era muy ronca.

– ¿Que si no he estado con ningún hombre?… ¡Uf! No hago más que estar con hombres. Tengo montones de enamorados y hay un hombre que no se separa de mí ni de noche ni de día: el pesado de mi hermano. Ya ves si tengo costumbre de estar con hombres.

– Pero no me harás creer que no eres una mujer experimentada… No hay más que verte… Estás jugando conmigo.

– Sí -Anita sonrió con complacencia-, me gusta jugar con mis enamorados. Pero no creas que es tan fácil que yo conceda mis favores. Primero tienen que ganárselo. Y yo quiero saber de una vez si es que tú eres inteligente o es que haces comedia. Haz el favor de explicarme por qué es tan interesante Santo Tomás en filosofía… Y bueno, podríamos empezar por el principio. Podrías empezar por explicarme de una manera clara y simple qué es eso de la filosofía y para qué sirve… Quiero dejar bouche bée a mi querido nez rouge este invierno.

Martín no supo nunca cómo había retrocedido por el tejado, cómo alcanzó de nuevo la rama del pino grande y llegó al tronco del árbol, se deslizó por aquel tronco hasta tierra y corrió hacia el lugar donde Carlos había caído. Carlos estaba ya en pie entre Frufrú y Carmen. El viejo guarda llegaba en aquel momento, corriendo desde su casa. Frufrú decía una cantidad enorme de palabras sin sentido, sacudía la tierra del pantalón de Carlos y al fin le hizo sentarse en un escalón de la puerta trasero de la casa.

– Me voy, demoño, me voy de aquí. Te dejo, te abandono como me des otro, susto… ¿Qué te pasa? Tienes cara de estar malo. ¿Has caído mal?… Carmen, traiga agua para este ñiño.

Carlos se dejaba sacudir la tierra del pantalón y se miraba las manos ensangrentadas. Bajo la rojez superficial de la piel de su cara quemada por el sol, Martín notaba manchas blancas. Una palidez que le asustó.

Frufrú dio un vaso de agua al muchacho y Carlos se enjuagó la boca antes de beber un sorbo y el agua que escupió estaba sanguinolenta. Frufrú se empeñó entonces en mirar la boca de Carlos por dentro, a ver si le faltaba algún diente.

– Anda, anda ya, demoño. No tienes nada. Entra a lavarte las manos y tú también, Martín. ¡Cómo os habéis puesto, diablos de los infiernos!

Martín observó a Paco el guarda que había encontrado el trozo de reja, caído en tierra, y lo tiró con un fuerte impulso hacia el pinar. Carlos miraba a Martín como alelado.

– Anita no está arriba…

– Te dije que no.

– A lavaros, a lavaros en seguida. ¿Puedes levantarte, ñiño? ¿Te has hecho daño en la pierna?

– No hay nada, Frufrú. Un arañazo. Ya estoy bien. Martín, ayúdame un poco… ¿Está ella en el pueblo, Martín?

– Sí, está en el pueblo.

Frufrú echó agua abundante desde un jarro al lavabo del cuarto de baño y se empeñó en lavar ella misma las manos de Carlos y los brazos y luego con cuidado, porque el chico protestaba, pasó un algodón con agua oxigenada por las heridas.

– ¿No te duele nada? Cámbíate de ropa.

– No. Ahora mismo salgo corriendo por ahí. No te preocupes.

Al fin Frufrú consintió en dejar a Carlos y a Martín solos en la leonera. Carlos medio echado en el diván y Martín sentado a su lado. Cuando Frufrú se marchó Martín pudo contarle a Carlos sus sospechas y lo que creía de que Anita se había visto con Pepe en la playa aquellas últimas mañanas.

– Pepe siempre quiere que se le vaya a ver a primera hora de la tarde en su cuarto. Es una habitación que tiene para dormir la siesta y para trabajar, porque por las noches duerme en una alcoba del piso alto, cerca de sus padres. A mitad de la tarde, cuando cae el sol, Pepe sale de paseo con otros amigos del pueblo y van a beber por las tabernas. Pero ahora está allí.

– Vamos -dijo Carlos.

Al incorporarse lanzó un gemido.

– ¿Qué te pasa? ¿Qué tienes en el brazo?

– Nada, arañazos. Duele un poco pero no importa.

– Se te está hinchando, Carlos.

– No quiero que lo vea Frufrú. Se asusta mucho y alborota. Se me pasará. Vamos al pueblo.

– Es que cojeas también.

– No es nada. El brazo es el que parece más muerto y cuando roza con algo duele. Pero se me pasará. Además -sonrió con esfuerzo-, si Pepe es el hijo del médico y Anita está allí, ningún sitio mejor para que me curen si hace falta. ¿No te parece? No llames la atención de Frufrú sobre mi brazo y no le digas a dónde vamos, ¿eh? Frufrú es muy vieja y terminaría por padecer del corazón, la pobre.

– Eres un tío valiente tú.

– Quiero encontrar a Anita.

– Le vas a dar un susto de aúpa.

– Eso quiero. Es una idiota… No me roces el brazo, oye… Así, me apoyaré un poco en tu hombro por el otro lado.

Frufrú y Carmen estaban en el vestíbulo cuando salieron los dos chicos. Carmen sollozaba con el delantal sobre la cara sentada en una silla y Frufrú parecía al acecho. Carlos se echó a reír para tranquilizarla.

– Bueno, no pasa nada. Atiende a Carmen, Frufrú. Parece que a ella le ha hecho más daño que a mí mi caída.

– Estoy mala, sí, señorito, estoy mala.

– Bueno, Frufrú, guapa, no me mires así que no pasa nada. Martín y yo nos vamos un poco al pinar. Dame un beso, guapa. No pasa nada, te digo.

Frufrú les vio salir de la casa, muy pensativa. Pero, efectivamente, Carmen necesitaba más cuidados que Carlos según le pareció y se dedicó a consolarla.

– Demoño, no llore usted le digo. El ñiño es de goma. Ha hecho cada disparate en su vida… Si le duele la pierna ya volverá. Y usted no chille tanto, mujer. Vamos a hacer un poco de té. Ya sé que a usted no le gusta, pero le sentará bien. Nos sentará bien a las dos. Aquí no consigo hierba mate. La hierba mate le gusta a todo el mundo, pero hace qué sé yo el tiempo que no la pruebo. Bueno, a callar. Vamos a la cocina.

Carlos se apoyaba en el hombro de Martin, pero efectivamente iba andando con más soltura según se alejaban de la casa. En la carretera dijo que llevaba el brazo como muerto.

– ¿No quieres que volvamos?

– No, quiero encontrar a Anita. Te juro que me las paga.

Martín empezó a hablar un poco inconexamente de lo que la gente del pueblo hablaba de Anita y cómo él se ponía negro cada vez que su madrastra decía barbaridades, pero que la culpa era de Anita por no saber vivir entre la gente.

– Mierda -dijo Carlos-, me cago en el pueblo y en lo que diga la gente. Lo que quiero es que la idiota esa se dé cuenta de lo que ha hecho conmigo.

La carretera parecía mucho más larga que otras veces y ellos andaban penosamente. El sol y el polvo los envolvía.

A un lado se extendían los pedregales grises y al otro la playa envuelta en la calina y el mar gris también a fuerza de luz. Carlos sudaba como nunca había sudado en sus correrías de por la tarde. El sudor de Carlos traspasaba su camisa, le mojaba la cara y se quedaba en gotas brillantes entre el vello rubio del bigote y las mejillas. El sudor de Carlos empapaba a Martín también.

– Estás malo, chico. Vamos a descansar. Estás malo.

– No, si descansamos no llegaremos. No hables. Aprieta los dientes como yo. Ahora llegamos. Vamos, no te pares.

– No vale la pena Anita. ¿Qué importa si está con Pepe? Volvamos, Carlos, tú estás malo.

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