– No sé dónde has conocido a este tipo, Ana. No me lo puedo explicar.
– Ah, yo tengo mis secretos, tonto mío. Me interesa mucho ese muchacho, Martín. Es distinto a todos, por lo que me cuentas.
– Yo quiero saber cómo lo has conocido.
– Pues te quedarás con las ganas de saberlo.
Carlos miró a Martín en aquel momento, con una mirada llena de impotencia y Martín tuvo como un presentimiento de que comenzaba entre ellos aquella unión tan esperada. Por la tarde, a la hora de la siesta -Anita se empeñaba este año en dormir la siesta en su habitación como la gente vulgar de Beniteca-, Martín le dijo a Carlos que si quería él le presentaría a aquel Pepe e incluso podrían ir a su casa y así lo conocería.
– ¿Para qué? Yo lo que quiero saber es cómo lo ha conocido Anita y sé que no me lo dirá. Pero no puedo comprender cuándo lo ha conocido. No lo entiendo.
Martín, un par de días más tarde, empezó a comprender cuándo había podido conocer Anita a Pepe. Fue la noche en que Adela le dijo a Martín que el hijo de don Clemente había vuelto a buscarle sin encontrarlo tampoco.
– ¿Ha vuelto? ¿Es que ha venido antes otra vez?
– Mira, Eugenio, éste ni se entera de lo que se le habla. Estoy harta de decirle que Pepe ha venido por aquí y como si nada. Parece alelado este hijo tuyo… No sé para qué lo traes a Beniteca. Aquí no hace más que comer y dormir llenando la casa de peste, que hasta me da ganas de vomitar… A ti te digo, Eugenio, no sé para qué traes a éste.
Eugenio parecía la estampa del amor paternal. Se había puesto una toalla sobre las rodillas y agitaba allí a su hija pequeña sosteniéndola por la espalda. Cuando Adela terminó de hablar depositó a la niña en el cochecito y el bebé empezó a lloriquear.
– Cógela tú ahora, Adela, coño, y no me marees con el chico.
– Sí, cógela, cógela… ¿Y quién pone la cena? Dásela a tu hijo que la entretenga. Que la pasee él.
– Conmigo no quiere estar la niña.
– ¡Contigo no quiere estar! No sirves para nada. Oblígale a que cuide de su hermana, Eugenio.
– Adela, coño, no quiero que mi hijo haga de niñero, ¿entiendes?
El mismo Eugenio empezó a pasear el cochecito y la niña quedó callada.
– No quieres que haga de niñero, no quieres que haga de niñero… Para qué le traes aquí entonces. ¿Para comer? Di, ¿para comer de lo nuestro? Viene aquí y ni mira a su hermana. Le hablas y no se entera de lo que le dices. Todo el día con esos sinvergüenzas, con la niña esa que es una puta. Sí, señor, una puta con todas sus letras y si no pregúntaselo a los artilleros.
¿Por qué Martín estaba callado, sin salir en defensa de Anita? Cuando decía Adela aquellas cosas, Martín callaba siempre. Ahora se dio cuenta de que era inútil tratar de que su familia viese a los Corsi como él los veía. Era tan inútil, que el señor Corsi había fingido otra personalidad delante de Eugenio para hacerse entender. Y él, Martín, siempre callaba y no intentaba explicar nada. Por otra parte -resultaba curioso-, los Corsi tampoco creían que Eugenio y Adela eran personas corrientes, como una gran mayoría de las personas que componen el mundo conocido. No, a los Corsi Eugenio y Adela les parecían rarísimos. También delante de los Corsi Martín callaba ciertas cosas que comprendía en su familia.
– Martín es un hombre, coño. Que vaya con quien le dé la gana. Y ésta es su casa, ¿entiendes?
– Ya estás haciendo llorar a la niña… ¡Hija de mi alma, a ti nadie te quiere, tú eres hembra, pobrecita mía!… Ah, pero tendrás un hermano, tendrás un hermano de padre y madre. No será ése el único varón. No, no lo será.
Casi no había medio de entenderse con Adela. Pero después de calmados los ánimos Martín logró saber que el hijo de don Clemente había ido a buscarle un par de mañanas cuando él ya se había marchado a la playa.
Martín empezó a atar cabos en la soledad de su habitación aquella noche. Era muy posible que Pepe hubiera visto a Anita aquellas mañanas. Por lo general este año iban Carlos y Martín al solarium antes de que Anita se decidiese a bajar a la playa. A veces ni aparecía en el solarium y la encontraban cerca del sombrajo levantado para el señor Corsi cuando cansados de esperar iban a buscarla. Allí debía de haberla encontrado Pepe.
Después de pensarlo mucho Martín decidió callar aquellas sospechas suyas. En realidad prefería que Pepe apartase por completo a Anita de Carlos y de él. Prefería que Carlos se curase de aquella especie de enfermedad de perseguir a su hermana y no quería echar leña al fuego de su interés.
Al día siguiente de su conversación con Adela, Anita le dio la sorpresa a Martín de aparecer muy temprano en las dunas junto a Carlos, llamándole. Parecía la Anita de otros tiempos inventando conversaciones locas y corriendo por la playa, hacia el promontorio del faro, perseguida por los dos chicos. Incluso, antes de que se decidieran a meterse en el mar para ir al solarium, Anita dijo que quería luchar ella con Martín.
Martín tuvo verdaderos deseos de vencer a Anita en la lucha. La atacó con más furia aún de lo que lo hacía con Carlos. Pero Anita era desleal luchando. Clavaba las uñas y daba golpes bajos, dolorosos e increíbles. Anita venció en la lucha. Quedó jadeante un momento y luego se tiró en la arena, donde Martín la vio tendida a lo largo y mirándole, con la boca apretada por su peor sonrisa. Martín miró aquel cuerpo fuerte y nervioso en parte, delicado y desagradable en parte también, para su gusto. Un cuerpo lleno de acechanzas como su sonrisa mala y su mirada. Y a su lado el hermano. ¿Cómo le llamaba el señor Corsi? Un efebo rubio, un Adán inocente y desamparado. Martín, delante de ellos, era un larguirucho desgalichado y sin gracia. Anita se levantó recogiendo los peinecillos caídos en la arena y ajustándolos entre su cabello.
– Estoy cansada hoy. No quiero bañarme con vosotros. Me vuelvo a casa.
Martín la dejó ir con una sorda alegría. Carlos quedó un rato pensativo viéndola alejarse. Martín, en aquel momento, tuvo un pensamiento que le hizo arder las orejas. Recordó que las mujeres tienen días misteriosos en que no pueden bañarse. Sin embargo, Anita se bañaba siempre con ellos. Todos los días del verano anterior, todos aquellos días menos esta mañana. Cuando Carlos le dio un golpecito en el hombro y le propuso que fueran al solarium y Martín entró en el agua en competición con su amigo, se le borraron de la cabeza los oscuros y vergonzosos pensamientos.
Fue una mañana magnífica para Martín. Las horas de sol pasaron sin palabras apenas entre los dos muchachos, pero llenas de armonía. El toque de corneta en la Batería llamando a la comida llegó demasiado pronto, en el momento en que las rocas parecían licuarse de tanto calor y tanta luz y temblaban y espejeaban como el mar.
Martín acababa de llegar a su habitación de la azotea y se estaba vistiendo para bajar a comer cuando oyó los silbidos de Carlos en la finca del inglés. Carlos debía de haber cruzado corriendo el pinar, sin casi detenerse en su casa. En efecto, cuando le vio allá abajo, solo en el claro de los pinos junto al muro, aún llevaba Carlos sus pantalones de baño.
– Martín -gritó haciendo bocina con las manos-, ven a comer conmigo.
Martín bajó para avisar a Adela y al padre, que acababa de llegar, de que comería con sus amigos. Eugenio iba a decirle algo, pero Adela le interrumpió dirigiéndose a Martín.
– Anda y que te den de comer todos los días… ¡Así te envenenen!
Era una magnífica exclamación. La antipatía que le tenía Adela aquel año, a Martín le parecía la puerta de la libertad absoluta. Y se sentía agradecido.
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