– Bien, excelente idea, Anita. Con esta noche artificial no sentimos el calor de ahí fuera… ¿Has cuidado de que le den de comer al chófer, Frufrú?
– ¿Cómo no voy a cuidar del chófer, Corsi? Carmen le está atendiendo en la cocina y para cuando salgáis de madrugada tendrá su buena taza de café negro hecho a mi estilo.
– Bien, Frufrú, bien. Debí recordar que los chóferes han sido la clase de hombres que más has admirado en tu vida.
– Es una broma de mal gusto, Corsi. Hace mucho que los caballeros no cuentan para mí, si exceptuamos a nuestro Carlos, naturalmente.
Carmen la guardesa sirvió la comida con su amplio cuerpo envuelto en un delantal blanco sobre el traje negro. Martín se fijó en que Carmen temblaba tanto al servir, que la fuente se tambaleaba peligrosamente en sus manos. El señor Corsi se dio cuenta también y se dirigió a ella en su tono más cordial y tranquilizador.
– Deje la fuente sobre la mesa, figliola. Yo mismo serviré a todos. No se asuste usted, por Dios.
Carmen dejó la fuente de ensalada -una ensalada riquísima a los ojos de Martín con mucho pollo frío entre la verdura- y se marchó grande y silenciosa con sus zapatillas de goma, cerrando la puerta.
– El año pasado -dijo Anita-, venía una mujer a hacer las faenas de la casa desde el pueblo, pero Carmen esta mañana casi pidió de rodillas a Frufrú que le dejase hacer todo a ella.
– Hum… En fin, Dios os proteja este verano. Creo que Frufrú resulta más castigada que vosotros por vuestra desaplicación.
– Ah, Corsi, a mí me gusta el aire libre y el calor. Me gusta mucho. Y no repitas tanto que has castigado a los niños porque acabarán por creérselo los pobrecitos. Sabes muy bien que traerlos aquí no ha sido castigo. Te convenía y nada más.
Anita y Carlos no parecían creerse castigados, se dirigían sonrisas mirándose por encima de la mesa. -Están castigados, pescatore. No se puede hacer carrera de ellos. Les han echado del Liceo. Se cansaron de que nunca pudieran salir de la cinquiéme. ¿Tú estudias bachillerato?
– Sí, yo acabo de terminar quinto curso.
– No, no. Te equivocas, pescatore. La cinquiéme corresponde al segundo de tu bachillerato y no al quinto. Son unas calamidades estos hijos. Ya no se puede pensar en más estudios para ellos que los de idiomas.
– No sé por qué tienes que contar esas cosas, papá. Sabes muy bien que yo sirvo para estudiar, pero no quise, por no dejar mal a Carlos.
– Mira, pescatore, encima se enfada esta hija mía. En realidad no importa mucho. Estudio más, estudio menos… Estoy convencido de que en la vida esas cosas no importan demasiado. Pero siempre tuve la idea de que estos hijos míos eran inteligentes, y nada. Los hijos de Peggy están resultando unos financieros extraordinarios y estos dos sólo resultan unos guapos chicos. En fin, cualquiera sabe lo que es mejor.
– Papá, no te pongas tan serio. Tú sabes que Anita quiere estudiar arte dramático y yo también.
– Bueno, ¿y qué hacemos con el inglés? La mejor escuela de arte dramático es la de New York, pero vosotros no aprendéis inglés. Si Frufrú no fuese como es podría daros clase este verano. En otros tiempos entendía perfectamente el inglés esta Frufrú.
Frufrú comenzó a cloquear y a reír.
– Corsi, sabes muy bien que no tengo memoria. ¿Qué podría enseñarles a los chicos? I love you? Eso lo saben ellos y yo ya lo he olvidado. Ya aprenderán cuando vayan al país. Ah, pero te lo advierto, no les gustarán los Estados Unidos. Yo los conozco, sé que no les gustará el país.
– No hables mal de U.S.A., Frufrú. Gracias a U.SA. vivimos tú y yo.
– ¿Quieres decir que vivimos gracias a Peggy? Nos lo hace sudar, Corsi. Siempre nos lo ha hecho sudar.
– Esa palabra sudar es tan fea. Frufrú…
Se interrumpió el señor Corsi porque Carmen apareció con el plato de pescado. Contemplar la cara del señor Corsi mirando a Carmen con las cejas alzadas ligeramente y contemplar a Carmen con sus ojos trágicos un poco más abiertos que de ordinario, las comisuras de la boca muy caídas en forma de gárgola de catedral y aquella fuente temblona sobre sus manos, fue para Martín un espectáculo. Cuando Carmen se ausentó de nuevo, el señor Corsi suspiró profundamente.
– En fin, hijos míos. Si vosotros podéis soportar a esta hermosa femme de chambre, yo nada tengo que decir, pero creo que enfermaría del hígado si tuviese que quedarme aquí.
– Pero si Carmen es simpática, papá, no seas tonto. Y el viejo Paco el guarda es un gran tipo. Canta flamenco muy bien aunque es viejo y el año pasado me enseñó a coger lagartos con anzuelo.
– Ya sería hora de que aprendieses cosas más a propósito con tu estatura, hijo mío. Aunque no sé a qué vas a dedicarte aquí si no es a cantar flamenco y a pescar lagartos… Al menos aprende a cantar flamenco bien. Alguna vez puede que te sirva para ganarte la vida. Es una pena que no tengas tipo de gitano. Anita pasaría mejor por gitana auténtica, pero no tiene oído.
Anita se reía pensando en otras cosas.
– Martín, desde que yo era pequeña todo el mundo se enamoraba de mí y me llamaba gitanilla. ¿Verdad, papá, que es cierto? ¿Sabes que vinimos a parar a esta finca porque Mr. Pyne se enamoró de mí? Quería prohijarme y su mujer también. En realidad Mr. Pyne quería comprarme y papá necesitaba dinero entonces, de modo que fue una tentación muy fuerte para papá…
– Eres una descarada, hija mía. Pescatore va a pensar que estamos locos.
– Yo le propuse a papá que me vendiese y que yo luego me escaparía, pero Frufrú y Carlos lloraban y lo estropearon todo.
– Qué manera de contar las cosas, hija. Me parece que Carlos hubiera estado muy satisfecho si yo le hubiese dejado de hijo único. ¿No es verdad, efebo mío?
– Claro que sí. Aquello de la venta de Anita fue una broma, Martín. Además, Mrs. Pyne terminó teniéndole un miedo horrible a Anita.
– Fue cosa de Frufrú, que asustó a Mrs. Pyne diciéndole que yo mordía y que me daban ataques epilépticos.
– Yo conozco a Corsi y sabía lo que me hacía al prevenir a aquella señora. Bien, no me mires así, Corsi. Sé perfectamente que no eres capaz de desprenderte de Anita para siempre, pero sé que eres capaz de meterte en un lío de los más tontos si te ponen dinero en la mano cuando lo necesitas.
El señor Corsi se limpió los labios con su servilleta y bebió un poco de vino blanco y frío de su vaso en el que se reflejaba la llama de una vela.
– Este Martín pescatore puede creer todo lo que contáis.
– Yo no creo nada -logró decir Martín con tono entre alarmado y jocoso.
– ¿No crees nada, pescatore? Eres muy inteligente… Anita, hija, ¿sabes que me estoy cansando de esta negrura y de este ambiente de catacumba? Sobre todo cuando aparece la mucama esa vestida de negro y blanco. Tengo algo así como una impresión de sesión de espiritismo que me pone la carne de gallina. No me gustan las sesiones de espiritismo si no soy yo quien las organiza y preparo los trucos. Brrr, tengo hasta frío.
– Tomaremos el café fuera, bajo la sombra de los pinos, Corsi.
– Sí, sí. Estoy necesitando un poco de calor, la verdad. Calor y luz.
Anita se inclinó a Martín.
– ¿No crees nada? Papá puede decirte lo que le costó quedar tan amigo de Mr. Pyne y su señora cuando dijo definitivamente que no me daba a adoptar. Le costó regalarles una pareja de pekineses, unos cachorros preciosos que yo quería para mí. Mrs. Pyne quedó tan entusiasmada del cambio de mi adopción por la de los cachorros que estuvo animando a su marido a que nos alquilara esta casa porque papá entonces no sabía qué hacer con nosotros con todo eso de la guerra europea y de que él tenía que pasar el verano viajando entre Lisboa y Madrid… Así vinimos a la finca, porque además míster Pyne no quiso cobrar alquiler alguno. Él no piensa volver hasta que se pcabe la guerra en el mundo y parece que va a tardar mucho en acabarse, según dice papá… Dile a Martín si esta historia es mentira, papá.
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