Carlos Zafón - El Palacio de la Medianoche

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El Palacio de la Medianoche. Ambientada en la Calcuta de los años treinta, El Palacio de la Medianoche comienza una noche oscura en la que un teniente inglés lucha por salvar las vidas de dos niños de una amenaza impensable. A pesar de las insoportables lluvias del monzón y el terror que lo asedia en cada esquina, el joven británico logra ponerlos a salvo, pero no sin perder su propia vida… Años más tarde, cuando los dos niños, Ben y Sheere, están en víspera de celebrar su decimosexto cumpleaños, la amenaza reaparece en sus vidas y esta vez no los dejará escapar tan fácilmente. Con la ayuda de sus valientes amigos, los dos hermanos deberán desafiar el terror que los acecha en las sombras de la noche y enfrentarse al enigma más aterrador de la historia de la ciudad de los palacios.

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– Uno de nosotros tendría que quedarse aquí para atenderlo -precisó Seth-, y creo que tendrías que ser tú.

Ian observó detenidamente a su compañero. -¿Estás seguro de que quieres subir solo?

– Me muero de ganas… -replicó Seth-. Espera aquí. Y no te muevas.

Ian asintió y vio partir a Seth en dirección a las escalinatas que ascendían al nivel superior de Jheeter's Gate. Tan pronto como las sombras engulleron a su compañero y el sonido de sus pasos se alejó escaleras arriba, examinó la oscuridad a su alrededor.

Las brisas que escapaban de los túneles siseaban en sus oídos y arrastraban pequeños fragmentos de escombros sobre el suelo. Ian alzó de nuevo la vista y trató de reconocer aquella figura que giraba suspendida sin conseguirlo. La sola idea de que pudiera tratarse de Isobel, Siraj o Sheere no osaba insinuarse en su mente. De súbito, un reflejo fugaz pareció iluminar la superficie del charco a sus pies, pero cuando lan bajó la mirada, ya no había nada.

Jawahal arrastró a Sheere a través del pasadizo fantasmal que formaba aquel tren detenido en el túnel hasta el vagón de cabeza, que precedía a la locomotora. Una intensa lumbre anaranjada asomaba bajo las compuertas del vagón y el rumor furioso de una caldera rugía en su interior. Sheere sintió que la temperatura crecía vertiginosamente a su alrededor y que todos los poros de su piel se abrían al contacto del aire ardiente y abrasador que exhalaba aquel lugar.

– ¿Qué hay ahí dentro? -preguntó Sheere, alarmada.

Jawahal cerró sus dedos sobre su brazo como un grillete y tiró de ella con fuerza.

– La máquina del fuego -respondió Jawahal abriendo la puerta y empujando a la muchacha al interior-. Ésta es mi casa y mi cárcel. Pero muy pronto todo eso cambiará gracias a ti, Sheere. Después de todos estos años, nos hemos reunido de nuevo. ¿No es eso lo que siempre has deseado?

Sheere se protegió el rostro de la bocanada de calor mordiente que le asaltó súbitamente y observó entre sus dedos el interior de aquel vagón. Una gigantesca maquinaria formada por grandes calderas metálicas unidas a un interminable alambique de tuberías y válvulas rugía frente a ella amenazando con estallar por los aires. De entre las junturas de aquel monstruoso ingenio exhalaban furiosos escapes de vapor y gas, que adquirían el intenso tinte cobrizo que revestía las paredes del vagón. Sobre una plancha de metal que sostenía todo un juego de llaves de presión y manómetros, Sheere reconoció una figura labrada en el hierro que representaba un águila alzándose majestuosamente de entre las llamas. Bajo la efigie del ave Sheere advirtió unas palabras grabadas en un alfabeto que desconocía.

– El Pájaro de Fuego -dijo Jawahal junto a ella- “mi alter ego”.

– Mi padre construyó esta máquina… -murmuró Sheere-. Usted no tiene ningún derecho a utilizarla. No es más que un ladrón y un asesino.

Jawahal la observó pensativo y se relamió los labios.

– ¿Qué mundo hemos construido donde ya ni los ignorantes pueden ser felices? -preguntó Jawahal-. Despierta, Sheere.

Sheere se volvió a contemplar con desprecio a Jawahal.

– Usted le mató… -dijo dirigiéndole una intensa mirada de odio.

Los labios de Jawahal se encogieron en una mueca silenciosa y grotesca. Segundos más tarde, Sheere comprendió que se estaba riendo. Mientras lo hacía, Jawahal la empujó suavemente contra la pared ardiente del vagón y la señaló con un dedo acusador.

– Quédate ahí y no te muevas -ordenó.

Sheere observó a Jawahal acercarse a la palpitante maquinaria del Pájaro de Fuego y vio que posaba las palmas de las manos sobre el metal ardiente de las calderas. Sus manos se adhirieron a la plancha y Sheere pudo oler el hedor a piel chamuscada entre el espeluz-nante sonido que producía la carne al quemarse. Jawahal entreabrió lentamente los labios y las nubes de vapor que flotaban en el vagón parecieron adentrarse en sus entrañas. Luego se volvió y sonrió ante el rostro horrorizado de la joven.

– ¿Te asusta jugar con fuego? Entonces jugaremos a otra cosa. No podemos decep-cionar a tus amigos.

Sin esperar réplica, Jawahal se apartó de las calderas y se dirigió hasta el extremo del vagón, donde cogió un gran cesto de mimbre con el que se acercó a Sheere sosteniendo una inquietante sonrisa en los labios.

– ¿Sabes cuál es el animal que más se parece al hombre? -preguntó amablemente Jawahal.

Sheere negó.

– Veo que la educación que te ha proporcionado tu abuela es más pobre de lo que cabría suponer. La ausencia de un padre es irreparable…

Abrió el cesto e introdujo el puño en el interior. Sus ojos despidieron un brillo mali-cioso. Cuando lo extrajo, sostenía en sus manos el cuerpo sinuoso y brillante de una ser-piente. Un áspid.

– Éste es el animal más parecido al hombre. Se arrastra y cambia de piel a conveniencia. Roba y se come las crías de otras especies en sus propios nidos, pero es incapaz de enfrentarse a ellos en una lucha limpia. Su especialidad, con todo, es aprovechar la menor oportunidad para asestar su picadura letal. Sólo tiene veneno para una mordedura y necesita horas para rehacerse, pero aquel que lleva su marca está condenado a una muerte lenta y segura. Mientras el veneno penetra por las venas, el corazón de la víctima late cada vez más despacio, hasta detenerse. Incluso esta pequeña bestia, en su mezquindad, dispone de un cierto gusto por la poesía. Como el hombre. Aunque ella, a diferencia de éste, nunca mordería a sus semejantes. Un fallo. ¿No crees? Tal vez por eso hayan acabado sirviendo de divertimiento callejero de faquires y curiosos.

Todavía no está a la altura del rey de la creación.

Jawahal acercó el reptil a Sheere y la muchacha se apretó contra la pared. Jawahal sonrió complacido ante la mirada de terror que advirtió en sus ojos.

– Siempre tememos a lo que más se nos parece. Pero no te preocupes la tranquilizó Jawahal-. no es para ti.

Jawahal tomó una pequeña caja de madera roja e introdujo la serpiente en su interior. Sheere respiró con más calma una vez que el reptil estuvo fuera de su campo de visión.

¿Qué piensa hacer con ella?

– Como he dicho, es para llevar a cabo un pequeño juego -explicó Jawahal-. Esta noche tenemos invitados y debemos procurarles toda suerte de entretenimientos.

– ¿Qué invitados? -preguntó Sheere, rogando que Jawahal no confirmase sus peores temores.

– Una cuestión superflua, querida Sheere. Reserva tus preguntas para los verdaderos interrogantes, como por ejemplo, ¿verán nuestros amigos la luz del día?, o, ¿cuánto tarda el beso de nuestra pequeña amiga en templar un corazón sano y joven, rebosante de la salud de los dieciséis años? La retórica nos enseña que eso son preguntas con sentido y estructura. Si no sabes expresarte, Sheere, no sabes pensar. Y si no sabes pensar, estás per-dida.

– Esas palabras pertenecen a mi padre -acusó Sheere-. Él las escribió.

– Entonces veo que ambos leemos los mismos libros -replicó Jawahal-. ¿Qué me-jor principio para una amistad eterna, querida Sheere?

Sheere asistió en silencio al pequeño discurso de Jawahal sin apartar la vista de la caja de madera roja que cobijaba al áspid, imaginando su cuerpo escamoso retorciéndose en el interior. Jawahal alzó las cejas.

– Bien -concluyó-, ahora deberás disculparme si me ausento unos momentos para ultimar el recibimiento de nuestros huéspedes. Ten paciencia y espérame. Valdrá la pena.

Acto seguido, Jawahal asió de nuevo a Sheere y la condujo hasta un minúsculo cubículo al que se accedía por una estrecha puerta practicada en uno de los muros del túnel y que en otro momento había hecho las veces de cuarto para cobijar las clavijas de seguridad del cambio de vías. Empujó a la muchacha al interior y depositó la caja roja a sus pies. Sheere le miró suplicante, pero Jawahal cerró la puerta frente a ella y la dejó en la más absoluta de las oscuridades.

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