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Carlos Zafón: El Palacio de la Medianoche

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El Palacio de la Medianoche. Ambientada en la Calcuta de los años treinta, El Palacio de la Medianoche comienza una noche oscura en la que un teniente inglés lucha por salvar las vidas de dos niños de una amenaza impensable. A pesar de las insoportables lluvias del monzón y el terror que lo asedia en cada esquina, el joven británico logra ponerlos a salvo, pero no sin perder su propia vida… Años más tarde, cuando los dos niños, Ben y Sheere, están en víspera de celebrar su decimosexto cumpleaños, la amenaza reaparece en sus vidas y esta vez no los dejará escapar tan fácilmente. Con la ayuda de sus valientes amigos, los dos hermanos deberán desafiar el terror que los acecha en las sombras de la noche y enfrentarse al enigma más aterrador de la historia de la ciudad de los palacios.

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Uno de los asesinos a sueldo salió a su encuentro en una intersección del corredor, blandiendo la hoja del cuchillo a un palmo de su rostro. Antes de que aquel criminal de alquiler pudiera sonreír victorioso, el cañón del revólver de Peake se clavo bajo su barbi-lla.

– Suelta el cuchillo -escupió el teniente.

El hombre leyó los ojos glaciales del teniente e hizo lo que se le ordenaba. Peake lo asió brutalmente del pelo y, sin retirar el arma, se volvió a sus aliados escudándose con el cuerpo de su rehén. Los otros dos matones se acercaron lentamente hacia él, acechantes.

– Teniente, ahórranos la escena y entréganos lo que buscamos -murmuró una voz familiar a su espalda-. Estos hombres son honrados padres de familia.

Peake volvió la vista al encapuchado que sonreía en la penumbra a escasos metros de él. Algún día no muy lejano había aprendido a apreciar aquel rostro como el de un amigo. Ahora apenas podía reconocer en él a su asesino.

– Voy a volar la cabeza de este hombre, Jawahal -gimió Peake.

Su rehén cerró los ojos, temblando.

El encapuchado cruzó las manos pacientemente y emitió un leve suspiro de fastidio.

– Hazlo si te complace, teniente- replicó Jawahal-. Pero eso no te sacará de aquí.

– Hablo en serio -replicó Peake hundiendo la punta del cañón bajo la barbilla del matón.

– Claro, teniente- dijo Jawahal en tono conciliador-. Dispara si tienes el valor ne-cesario para matar a un hombre a sangre fría y sin el permiso de su majestad. De lo con-trario suelta el arma y así podremos llegar a un acuerdo provechoso para ambas partes.

Los dos asesinos armados se habían detenido y permanecían inmóviles, dispuestos a saltar sobre él a la primera señal del encapuchado, Peake sonrió.

– Bien -dijo finalmente-. ¿Qué te parece este acuerdo?

Peake empujó a su rehén al suelo y se volvió hacia el encapuchado con el revólver en alto. El eco del primer disparo recorrió el sótano. La mano enguantada del encapuchado emergió de la nube de pólvora con la palma extendida. Peake creyó ver el proyectil aplas-tado brillando en la penumbra y fundiéndose lentamente en un hilo de metal líquido que resbalaba entre los dedos afilados al igual que un puñado de arena.

– Mala puntería, teniente -dijo el encapuchado-. Vuélvelo a intentar, pero esta vez, más cerca.

Sin darle tiempo a mover un músculo, el encapuchado tomo la mano armada de Peake y llevó la punta de la pistola a su rostro, entre los ojos.

– ¿No te enseñaron a hacerlo así en la academia? -le susurró.

– Hubo un tiempo en que fuimos amigos -dijo Peake.

Jawahal sonrió con desprecio.

– Ese tiempo, teniente, ha pasado -respondió el encapuchado.

– Que Dios me perdone -gimió Peake, presionando de nuevo el gatillo.

En un instante que le pareció eterno, Peake contempló cómo la bala perforaba el cráneo de Jawahal y le arrancaba la capucha de la cabeza. Durante unos segundos, la luz atravesó la herida sobre aquel rostro congelado y sonriente. Luego, el orificio humeante abierto por el proyectil se cerró lentamente sobre sí mismo y Peake sintió que su revólver le resbalaba entre los dedos.

Los ojos encendidos de su oponente se clavaron en los suyos y una lengua larga y negra asomó entre sus labios.

– Todavía no lo entiendes, ¿verdad, teniente? ¿Dónde están los niños? No era una pregunta; era una orden. Peake, mudo de terror, negó con la cabeza.

– Como quieras.

Jawahal atenazó su mano y Peake sintió que los huesos de sus dedos estallaban bajo la carne. El espasmo de dolor le derribó al suelo de rodillas, sin respiración.

– ¿Dónde están los niños? -repitió Jawahal.

Peake trató de articular unas palabras, pero el fuego que ascendía del muñón ensan-grentado que segundos antes había sido su mano le había paralizado el habla.

– ¿Quieres decir algo, teniente? -murmuró Jawahal, arrodillándose frente a él.

Peake asintió.

– Bien, bien -sonrió su enemigo-. Francamente, tu sufrimiento no me divierte. Ayúdame a ponerle fin.

– Los niños han muerto -gimió Peake. El teniente advirtió la mueca de disgusto que se dibujaba en el rostro de Jawahal.

– No, no. Lo estabas haciendo muy bien, teniente. No lo estropees ahora.

– Han muerto -repitió Peake.

Jawahal se encogió de hombros y asintió lentamente.

– Está bien-concedió-.

No me dejas otra opción. Pero antes de que te vayas permíteme recordarte que, cuan-do la vida de Kylian estaba en tus manos, fuiste incapaz de hacer nada por salvarla. Hom-bres como tú fueron la causa de que ella muriera. Pero los días de esos hombres han aca-bado. Tú eres el último. El futuro es mío.

Peake alzó una mirada suplicante a Jawahal y, lentamente, advirtió que las pupilas de sus ojos se afilaban en un estrecho corte sobre dos esferas doradas. El hombre sonrió y con infinita delicadeza empezó a quitarse el guante que le cubría la mano derecha.

– Lamentablemente, tú no vivirás lo suficiente para verlo -añadió Jawahal-. No creas ni por un segundo que tu heróico acto ha servido de nada. Eres un estúpido, teniente Peake. Siempre me diste esa impresión y a la hora de morir no haces más que confirmár-mela. Espero que haya un infierno para los estúpidos, Peake, porque ahí es a donde voy a enviarte.

Peake cerró los ojos y escuchó el siseo del fuego a unos centímetros de su rostro. Lue-go, tras un instante interminable, sintió unos dedos ardientes cerrándose sobre su gargan-ta y segando su último aliento de vida. Mientras, en la lejanía, escuchaba el sonido de aquel tren maldito y las voces espectrales de cientos de niños aullando entre las llamas. Después, la oscuridad

Aryami Bosé recorrió la casa y fue apagando una a una las velas que iluminaban su santuario. Dejó tan sólo la tímida lumbre del fuego que proyectaba halos fugaces de luz sobre las paredes desnudas. Los niños dormían ya al calor de las brasas y apenas el repiqueteo de la lluvia sobre los postigos cerrados y el crujir de las briznas del fuego rompían el silencio sepulcral que reinaba en toda la casa. Lágrimas silenciosas resbalaron sobre su rostro y cayeron sobre su túnica dorada mientras Aryami tomaba con manos temblorosas el retrato de su hija Kylian de entre los objetos que atesoraba en un pequeño cofre de bronce y marfil.

Un viejo fotógrafo itinerante procedente de Bombay había tomado aquella imagen un tiempo antes de la boda sin aceptar pago alguno a cambio. La imagen la mostraba tal y como Aryami la recordaba, envuelta en aquella extraña luminosidad que parecía emanar de Kylian y que embelesaba a cuantos la conocían, del mismo modo en que había embrujado al ojo experto del retratista, que la bautizó con el apodo con que todos la recordaban: la princesa de luz.

Por supuesto, Kylian nunca fue una verdadera princesa ni tuvo más reino que las calles que la habían visto crecer. El día que Kylian dejó la morada de los Bosé para vivir con su esposo, las gentes del Machuabazaar la despidieron con lágrimas en los ojos mientras veían pasar la carroza blanca que se llevaba para siempre a la princesa de la ciudad negra. Era apenas una chiquilla cuando el destino se la llevó y jamás volvió.

Aryami se sentó junto a los niños frente al fuego y apretó la vieja fotografía contra su pecho. La tormenta rugió de nuevo y Aryami rescató la fuerza de su ira para decidir qué debía hacer ahora. El perseguidor del teniente Peake no se contentaría con acabar con él. El valor del joven le había granjeado unos minutos preciosos que no podía desperdiciar bajo ningún concepto, ni siquiera para llorar la memoria de su hija. La experiencia ya le había enseñado que el futuro le reservaría más tiempo del tolerable para lamentarse de los errores cometidos en el pasado.

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