Carlos Zafón - El Palacio de la Medianoche

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El Palacio de la Medianoche. Ambientada en la Calcuta de los años treinta, El Palacio de la Medianoche comienza una noche oscura en la que un teniente inglés lucha por salvar las vidas de dos niños de una amenaza impensable. A pesar de las insoportables lluvias del monzón y el terror que lo asedia en cada esquina, el joven británico logra ponerlos a salvo, pero no sin perder su propia vida… Años más tarde, cuando los dos niños, Ben y Sheere, están en víspera de celebrar su decimosexto cumpleaños, la amenaza reaparece en sus vidas y esta vez no los dejará escapar tan fácilmente. Con la ayuda de sus valientes amigos, los dos hermanos deberán desafiar el terror que los acecha en las sombras de la noche y enfrentarse al enigma más aterrador de la historia de la ciudad de los palacios.

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«Ésta fue siempre mi predilecta entre las historias de mi padre. Es quizá la más simple, pero ninguna como ella personifica la esencia de lo que mi padre siempre significó para mí y sigue significando todos los días de mi vida. Yo, como los hombres de la ciudad maldita que tienen que pagar el precio del pasado, también espero el día en que caigan las lágrimas de Shiva sobre mi vida y me liberen para siempre de mi soledad. Mientras tanto, sueño con esa casa que mi padre construyó primero en su mente y, años más tarde, en algún lugar del Norte de esta ciudad. Sé que existe, aunque mi abuela siempre me lo ha negado, y sin que ella lo sepa, creo que mi propio padre describió en el libro el enclave en que pensaba construirla algún día, aquí en la ciudad negra. Todos estos años he vivido con la ilusión de recorrerla y reconocer todo lo que ya conozco de memoria: su biblioteca, sus habitaciones, su butaca de trabajo…

Y ésta es mi historia. Nunca se la conté a nadie porque no tenía a quién hacerlo. Hasta hoy.»

Cuando Sheere hubo finalizado su relato, la penumbra que reinaba en el Palacio ayudó a disimular las lágrimas que afloraban en los ojos de algún miembro de la Chowbar Society. Ninguno de ellos parecía dispuesto a romper el silencio con que el fin de su historia había impregnado la atmósfera. Sheere rió nerviosamente y miró directamente a Ben.

– ¿Merezco entrar en la Chowbar Society? -preguntó tímidamente.

– Por lo que a mí respecta -respondió Ben-, mereces ser miembro honorario.

– ¿Existe esa casa, Sheere? -Inquirió Siraj, fascinado con la idea.

– Estoy segura de que sí -respondió Sheere-. Y pienso encontrarla. La clave está en algún lugar del libro de mi padre.

– ¿Cuándo? -preguntó Seth-. ¿Cuándo empezamos a buscarla?

– Mañana mismo -aceptó Sheere-. Con vuestra ayuda, si lo deseáis…

– Necesitarás la ayuda de alguien que sepa pensar -apuntó Isobel-. Cuenta conmi-go.

– Yo soy un experto cerrajero -dijo Roshan.

– Yo puedo encontrar mapas del archivo municipal desde el establecimiento del gobierno de 1859 -apuntó Seth.

– Yo puedo averiguar si existe algún misterio sobre ella -dijo Siraj-. Quizá esté embrujada.

– Yo puedo dibujarla tal y como es en realidad -dijo Michael-. Planos. A través del libro, quiero decir.

Sheere rió y miró a Ben y a Ian.

– Bien -dijo Ben-, alguien tiene que dirigir la operación. Acepto el cargo. Ian pue-de poner yodo a quien se clave una astilla.

– Supongo que no vais a aceptar un no -dijo Sheere.

– Tachamos la palabra no del diccionario de la biblioteca del St. Patricks hace seis meses -dijo Ben-. Ahora eres miembro de la Chowbar Society. Tus problemas son nues-tros problemas. Mandato corporativo.

– Creí que nos habíamos disuelto -recordó Siraj.

– Decreto una prórroga por circunstancias de gravedad insoslayable -respondió Ben dirigiendo una mirada fulminante a su compañero.

Siraj se perdió en la sombra.

– De acuerdo -concedió Sheere-, pero ahora debemos volver.

La mirada con que Aryami recibió a Sheere y al pleno de la Chowbar Society hubiera sido capaz de helar la superficie del Hooghly en pleno mediodía. La anciana dama aguar-daba junto a la puerta de la fachada delantera en compañía de Bankim, cuyo semblante bastó para que Ben estimase prudente empezar a elucubrar un discurso de disculpa con que amortiguar la reprimenda que a buen seguro le esperaba a su nueva amiga. Ben se adelantó ligeramente a los demás y blandió su mejor sonrisa.

– Ha sido culpa mía, señora. Tan sólo queríamos enseñarle a su nieta el patio de a-trás del edificio-dijo Ben.

Aryami no se dignó a mirarle y se dirigió directamente a Sheere.

– Te dije que esperases aquí y que no te movieras -dijo la anciana con el rostro en-cendido de ira.

– Apenas hemos ido a veinte metros de aquí, señora -apuntó Ian.

Aryami le fulminó con la mirada.

– No te he preguntado a ti, chico -cortó sin atisbo de cortesía alguno.

– Sentimos haberle causado alguna molestia, señora, no era nuestra intención…-insistió Ben.

– Déjalo, Ben -Interrumpió Sheere-. Puedo hablar por mí misma.

El rostro hostil de la anciana se descompuso por un instante. El hecho no pasó inadvertido a ninguno de los muchachos. Aryami señaló a Ben y su semblante palideció a la tenue luz de los faroles del jardín.

– ¿Tú eres Ben? -preguntó en voz baja. El muchacho asintió, ocultando su extrañe-za y sosteniendo la mirada impenetrable de la anciana.

No había ira en sus ojos, tan sólo tristeza e inquietud. Aryami tomó del brazo a su nieta y bajó los ojos.

– Debemos irnos -dijo-. Despídete de tus amigos.

Los miembros de la Chowbar Society asintieron en señal de adiós y Sheere sonrió tímidamente mientras se alejaba asida del brazo de Aryami Bosé, perdiéndose de nuevo en las calles oscuras de la ciudad. Ian se acercó a Ben y observó a su amigo, pensativo y con la vista fija en las figuras casi invisibles de Sheere y Aryami alejándose en la noche.

– Por un momento me ha parecido que esa mujer tenía miedo -dijo Ian.

Ben asintió sin pestañear.

– ¿Quién no tiene miedo en una noche como ésta? -preguntó.

– Creo que lo mejor es que nos vayamos todos a dormir por hoy -Indicó Bankim desde el umbral de la puerta.

– ¿Es una sugerencia o una orden? -preguntó Isobel.

– Ya sabéis que mis sugerencias son órdenes para vosotros -afirmó Bankim, seña-lando hacia el interior del edificio-. Adentro.

– Tirano -murmuró Siraj por lo bajo-. Disfruta de los días que te quedan.

– Los reenganchados son los peores -añadió Roshan.

Bankim asistió risueño al desfile de los siete muchachos hacia el interior del edificio, ajeno a sus murmullos de protesta. Ben fue el último en cruzar la puerta e intercambió una mirada de complicidad con Bankim.

– Por mucho que se quejen -dijo Ben-, dentro de cinco días echarán de menos tu servicio de policía.

– Tú también lo echarás de menos, Ben -rió Bankim.

– Yo ya lo hago- murmuró Ben para sí mismo al enfilar las escaleras que ascendían a los dormitorios del primer piso, consciente de que en menos de una semana ya no volvería a contar aquellos veinticuatro peldaños que conocía tan bien.

En algún momento de la madrugada Ben despertó en la tenue penumbra azulada que flotaba en el dormitorio y creyó sentir una bocanada de aire helado sobre su rostro, un aliento invisible proveniente de alguien oculto en la oscuridad. Un haz de luz evanescente parpadeaba lentamente desde el estrecho ventanal anguloso y proyectaba mil sombras danzantes sobre los muros y la techumbre de la sala. Ben alargó la mano hasta la modesta mesilla de noche que flanqueaba su lecho y acercó la esfera de su reloj a la luz nocturna de la Luna. Las agujas cruzaban el ecuador de la madrugada, las tres de la mañana.

Suspiró al sospechar que los últimos resabios de sueño se desvanecían de su mente como gotas de rocío al sol de la mañana e intuyó que Ian le había prestado su fantasma

del insomnio por una noche. Cerró los párpados de nuevo y conjuró las imágenes de la fiesta que había acabado hacía apenas unas horas, confiando en su poder balsámico y adormecedor. Justo en ese momento oyó por primera vez aquel sonido y se incorporó para escuchar la extraña vibración que parecía silbar entre las hojas del jardín del patio.

Apartó las sábanas y caminó lentamente hasta el ventanal. Podía apreciar desde allí el leve tintineo de los faroles apagados en las ramas de los árboles y el eco lejano de lo que se le antojaron voces infantiles riendo y hablando al unísono, cientos de ellas. Apoyó la frente sobre el cristal de la ventana y adivinó a través del espectro de su propio vaho la silueta de una figura esbelta e inmóvil en el centro del patio, envuelta en una túnica negra que miraba directamente hacia él. Sobresaltado, se retiró un paso atrás y ante sus ojos el cristal de la ventana se astilló lentamente a partir de una fisura que nació en el centro de la lámina transparente y se extendió al igual que una hiedra, una telaraña de grietas tejida por cientos de garras invisibles. Sintió cómo los cabellos de la nuca se le erizaban y su respiración se aceleraba.

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