No te ha salido el vello de abajo.» Se sintió atrapado. Miró alrededor en busca de auxilio. Estaba solo el cobertizo.
Oía muy cerca la respiración gruesa de la mujer. Lo sostenía por un brazo mientras se echaba rápida sobre el piso. La miró con pavor levantarse las espesas faldas hasta la cintura. Los gruesos muslos se cerraban sobre una mancha de sombra. Comenzó a abrirle el jubón y a soltarle las bragas. Con un impulso incontenible se soltó. «Déjame. No quiero.» Corrió hacia afuera. Mientras corría se arreglaba la ropa sin detenerse. Subió las escaleras a saltos y fue a encerrarse en su alcoba. Se sentó al borde de la cama, entre el ahogo de la respiración anhelante. Vio que había dejado la puerta abierta y se levantó a cerrarla.
Don Luis se lo había anunciado en la noche. Se lo dijo en una forma que no era usual. «Mañana iremos de montería.» Muchas veces lo había acompañado con los escuderos, caballeros vecinos, monteros y alborotadas jaurías. Se había ido haciendo suspicaz desde que había empezado aquel cambio en torno suyo. Lo que se decía no era nunca lo que hubiera habido que decir. Mucho se ocultaba en las frases ordinarias.
Como un secreto que sólo él no conocía. «Mañana iremos de montería.» No debía ser sólo eso. La forma de decirlo Don Luis revelaba que debía haber mucho más que lo que las palabras anunciaban.
Muy temprano se levantó. De una manera inusitada Don Luis le hizo algunas observaciones para que arreglase mejor su vestido. Cuando bajaron al patio no había el número acostumbrado de monteros y cazadores. Galarza, algunos servidores, pocos perros.
No habían señores vecinos como en otras ocasiones. No hubo la acostumbrada deliberación sobre las pistas posibles sino que enfilaron seguros al trote, hacia un rumbo preciso.
En lugar del macho pequeño le habían enjaezado un caballo. Cabalgaba al lado de Don Luis, quien casi no le habló sino que se limitó a dar algunas indicaciones de rumbo y a calcular la hora por el sol. «Deben faltar tres horas para el mediodía.» Avanzaban en dirección de Valladolid. Cuando penetraron en la parte boscosa se hizo más lenta la marcha. Por momentos se detenían para reconocer el sitio y luego proseguían.
Era una marcha extrañamente silenciosa. Don Luis preguntó algunas veces por un sitio al que debían llegar a una cierta hora. El trote se convertía en paso. No se habló ni una vez de venados o de pistas, ni menos de planes de emboscada y acoso. Nadie preguntó a dónde iban pero Jeromín sentía que era por él y para él que se hacía aquel viaje. Para algo tan importante como la vez que lo trajeron a Villagarcía o que lo llevaron a Yuste. Trataba de avizorar a la distancia pero no veía sino praderas y bosques.
Penetraron en una espesa arboleda. El paso se hizo más lento.
Se oyó un son de trompa y ladridos de perros. «Son gente del rey», dijo un montero.
Don Luis hizo alto y se puso delante del grupo con Jeromín al lado.
«¿Qué pasa, señor?», preguntó con miedo. Aparecieron dos jinetes en el claro. Don Luis echó pie a tierra y se quitó la gorra. «Desmonta, niño.» Lo hizo con torpeza, la mirada fija en los dos personajes. De pronto se dio cuenta de que el más joven era el rey. Se le cortó el aliento. Era el mismo rostro que había visto en el retrato grande de Yuste.
Quedó sorprendido Don Luis lo tomó por el brazo y lo condujo ante el jinete que había desmontado. «El rey nuestro Señor», dijo, y se arrodillaron. La atención de Jeromín se concentró en aquella apariencia simple, lenta y tan solemne. El rey le tendió la mano. Con torpeza la tomó para besarla, sintió que lo alzaba del suelo. Ahora estaba frente y casi en contacto con él. Sonreía Don Felipe. Lo atrajo con los brazos y lo estrechó. No hallaba aliento. «Al fin te conozco.» El otro caballero se había acercado.
«Su Excelencia el duque de Alba», le susurró Don Luis. Hizo la reverencia. Era la misma persona que había visto en el convento de Valladolid. Le pareció más imponente que el rey. Don Felipe se había apartado con Don Luis, y estaban en una lejana conversación.
«¿No te gustaría entrar a la Iglesia?, podrías ser un gran Prelado.» Era el duque que le hablaba. «No sé qué decir, señor.» Volvieron a quedar en silencio. La conversación del rey y de Quijada se prolongaba. Debían hablar de él porque con frecuencia se volvían a mirarlo. El rey le entregó un papel a Quijada y caminó hacia él. Ahora estaba de nuevo junto a él y le hablaba.
«Vamos a quitarte la venda. ¿Cómo te llamas?» «Jerónimo, señor.» «Es nombre de gran santo pero habrá que cambiarlo. ¿Sabes quién es tu padre?» Sintió vértigo. «Alégrate, tu padre es el Emperador, mi Señor, que también es el mío. Eres, pues, mi hermano y te reconozco por tal.» No pudo entender las palabras. No sabia qué decir o hacer. El rey lo abrazó de nuevo. Algo dijo el duque de Alba. Más tarde Don Luis tuvo que ayudarlo a reconstruir la escena. Lo que sí notó con asombro fue la reverencia que le hicieron el duque de Alba, el propio Don Luis y los personajes del séquito del rey. No se atrevió a decir nada.
Cuánto duró aquello nunca llegó a saberlo porque cada vez, de las infinitas en que revivió la escena, algo nuevo aparecía. Y lo más nuevo que aparecía era él mismo, el otro que había empezado a ser desde aquel momento.
Eran tantas las cosas que quería averiguar que el regreso se hizo corto. «¿Cómo me voy a llamar ahora?» No lo sabía Don Luis. «¿Sabia esto mi tía?» «Ya lo debe saber.» Y la pregunta que más le costó hacer y que calló varias veces hasta que se le escapó: «¿Quién es entonces mi madre?».
La forma titubeante en que le respondió le dejó más dudas. «Una dama alemana…, una gran dama…, mucho la amó el Emperador…» «¿Vive?» «Vive en Bruselas…» «¿La voy a ver?» «A su tiempo, a su tiempo la conoceréis.» Ya no lo tuteaba.
La entrada a Villagarcía fue distinta. Los criados, los clérigos, los escuderos, las dueñas se inclinaban para saludarlo. Cuando vio a Doña Magdalena inclinarse para saludarlo, corrió hacia ella y la apretó en sus brazos. «No, eso no, mi tía, eso no.» «Alteza.» Así lo habían comenzado a llamar desde el regreso. «Alteza», los clérigos, «Alteza», las dueñas de Doña Magdalena, Doña Magdalena misma lo había llamado así al intentar hacerle la reverencia que él había impedido. Así trataban a la princesa Dona Juana y a Don Carlos.
Cuando se quedó a solas en la cama sentía una agitación de ahogo. ¿Qué era ahora?
¿Quién era? ¿Quién había sido durante todo el tiempo pasado? ¿Lo habían engañado olo estaban engañando ahora? Todo lo que había creído ser no era cierto, todo lo que iba a ser desde ahora no lo podía imaginar. Durmió mal, con despertares de pesadilla.
¿Todo hasta entonces había sido un sueño o era un sueño lo que estaba comenzando ahora? Si lo de antes había sido mentira y lo de ahora era un sueño el despertar que tendría que llegar seria terrible. Le había dicho a Don Luis: «La cabeza me da vueltas».
Don Luis al día siguiente le dijo que el rey había ordenado, entre muchas cosas, que el tratamiento que se le debía dar no seria el de Alteza sino el de Excelencia. «¿Quiénes eran "Excelencias"?» «Muchos, los grandes señores, los altos funcionarios y ministros, los Embajadores de los reyes.» «Entonces soy y no soy un príncipe.» Menos que Don Carlos, menos que Doña Juana y, sin embargo, era el hijo del Emperador y el hermano del rey. Pero de otro modo.
»Para vos sigo siendo el mismo», le había dicho a Don Luis cuando éste le mostró la lista de los caballeros que iban a formar su casa en la Corte. El rey había anotado cuidadosamente todos los cargos y los nombres: «Ayo y Jefe de su Casa, Don Luis Quijada; Mayordomo Mayor, el conde de Priego; Caballerizo Mayor, Don Luis de Córdoba; Sumiller de Corps, Don Rodrigo Benavides, hermano del conde de Santisteban; Mayordomo Particular, Don Rodrigo de Mendoza, Señor de Lodos; Gentiles Hombres de Cámara, Don Juan de Guzmán, Don Pedro Zapata de Córdoba y Don José de Acuña; Secretario, Juan de Quiroga; Ayudas de Cámara, Jorge de Lima y Juan de Toro; Capitán de su Guardia, Don Luis Carrillo, Primogénito del conde de Priego, con todos los demás asistentes, criados y guardias.
Читать дальше