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Álvaro Pombo: Luzmila

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Álvaro Pombo Luzmila

Luzmila: краткое содержание, описание и аннотация

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`Luzmila`, el relato que da título al libro, es el preferido por Alvaro Pombo. Constituye la primera formulación de un viejo asunto: la bondad de una persona. Luzmila, la protagonista, es un personaje de muy pobre desarrollo intelectual, dotado de una bondad real y profunda, pero todavía demasiado elemental. En `Tío Eduardo` el autor refleja el Santander de su niñez, expresa su fascinación por un mundo elegante y su preocupación, entonces, de moralista. Este relato expresa una cierta `justicia poética`: al final de su vida, tío Eduardo es tratado de un modo semejante a como él, sin darse cuenta, trató a su propia esposa. En `Perfume de nostalgia (Un relato corto)`, escrito por Pombo en Londres cuando trabajaba de telefonista, el autor nos presenta una acuarela de su colegio de Valladolid, tomando de su recuerdo tan solo el delicioso ambiente decimonónico del mismo, donde cursó sus tres últimos años de bachillerato. Todo lo demás es inventado, en función de la idea unificadora del libro, es decir, la sensación, la emoción imprecisa pero constante que Pombo confiesa tener cuando escribió estos relatos: la vida humana era para él una configuración de elementos inconexos, un proceso melancólico de ilusión. La tesis de `El cambio` resulta para el autor inmersa en una nebulosa cuyos detalles, según él reconoce, están bien estructurados, pero cuyo fondo no puede -o no quiere- recordar.

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«Una vez el Niño Jesús no se quería dormir -contaba Luzmila-, y por más que le acunaba no se dormía y no se dormía y todo el rato hablando de la Pasión y lo que dolería la corona de espinas. Vinieron las golondrinas a quitarle los clavos.»

Y una y otra vez reaparecía la misma estampa: el Niño Jesús rubio y gordito, no como los sobrinos de Luzmila, los hijos de sus hermanos, que nacieron reviejos en los años del racionamiento con la piel verde -del color del pan- y las piernas zambas, escocidos, todo el día en un grito. Era diferente con el Niño Jesús, empezando por la Anunciación y lo que dijo el Ángel bien claro, con la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas sobre su cabeza. Aquella calle limpia donde vivía la Virgen en su casita blanca con las puertas verdes que las pintó San José muy bien pintadas. Las ventanas con tiestos de geranios y el jardín de detrás, de columnas de mármol todo el soportal, y una fuente de mármol del mismo color con un arbolito de agua que nunca se agotaba. Todo lo tenía la Virgen limpio, resplandeciente. Al fondo del jardín había perales de peras maduras todo el año y un cuadro de maíz de mazorcas de granos entrerrojos con luz por dentro y dorados que los desgrana el Niño Jesús por las tardes.

Las historias alarmaron a Dorita. «Ésta está como una chota», pensó para sus adentros. Y el pensarlo la tranquilizó en el sentido de que no se tienen las mismas consideraciones con una loca que con una persona corriente. Una loca es, al fin y al cabo, un chiste, la tonta del pueblo, a quien a ratos se acaricia y a ratos se apalea. A Dorita la entretuvieron las historias unos días y luego empezó a hartarse, hasta que una noche, después de rezar juntas «Jesusito de mi vida» que Luzmila había enseñado a Dorita y de dormirse Luzmila rendida, Dorita saltó como una flecha de la cama, abrió la bolsa y se largó con el sobre. Cuando despertó Luzmila a la mañana siguiente y fue a meter la cajita del Niño Jesús junto al sobre como todos los días, vio que el sobre faltaba. Lo rebuscó por toda la habitación cuidadosamente sin terror alguno, como se busca un dedal perdido; no había muchas cosas en la habitación y Luzmila las recorrió todas, una por una, como se comprueba una suma muy fácil. La invadió un vahído que se parecía al vacío de toda la vida en no presentar arista alguna. En no doler o angustiar o preocupar en ningún sentido preciso, en no conectarse causalmente con ningún acontecimiento pasado o futuro. Lo único que Luzmila no hizo -como si de pronto se deshiciera un hábito de toda la vida- fue ir a trabajar esa mañana. Dio vueltas por las calles y en Manuel Becerra entró en el polvoriento parque de plaza de pueblo que queda detrás de la iglesia. Ahí se sentó en un banco y ahí permaneció durante muchas horas, inmóvil. Luego sintió ganas de orinar y se fue andando Alcalá arriba hasta el Retiro, donde sabía que hay unos retretes. Luego volvió otra vez muy despacio a Manuel Becerra. Luego volvió a casa y durmió hasta la mañana siguiente. Y al día siguiente empezó de nuevo, o continuó como de costumbre, de asistenta por horas. E iba guardando más de la mitad del sueldo junto a la cajita del Niño Jesús en un sobre.

Tío Eduardo

El mal tiempo emborrona aún aquellas tardes los cristales de las ventanas del comedor, el mundo. Lluvia en todos los barrios de la ciudad aquella, en los de la gente bien y en los bajos que quedaban en alto cara al puerto. Recuerdo las doncellas de casa de tío Eduardo, el raso negro y cano de los uniformes, el piqué blanco de los delantales, el tictac inmóvil del reloj de la sala vecina que aún se cuela, soso y fértil, en el comedor a la hora del té, aprovechando los hiatos, los lugares comunes y las pausas de las conversaciones.

Siempre en esas veladas se habla un ratito de tía Adela, la esposa de tío Eduardo, fallecida treinta años atrás, a los dos años de casarse. «¡Cuánto le gustaban a la pobre Adela las frutas escarchadas!», se decía, por ejemplo, con ocasión de una referencia cualquiera a esas frutas. Y la frase, súbitamente, repone la melancolía gastada de la tarde y ayuda así a ver claro el motivo de estar ahí esa tarde y todas las tardes pasadas y futuras acompañando a Eduardo inconsolable.

El nombre y las virtudes de la difunta esposa florecen como islas en los marcos de plata que enmarcan la fisonomía de reineta pensada de tía Adela en todas sus edades, en la cuna, de primera comunión, en una tómbola sosteniendo sin gracia un pato de regalo, de colegiala, de excursión (se ve el pinar borroso detrás de ella, leve, como una mañana de verano cerca de la playa), de novia, y por último, fantasmal y asustada, al óleo, en traje de noche azul (unas veces parece azul y otras verde), desafortunadamente favorecida y colgada muy alta encima de la chimenea de mármol que nunca se encendía, en aquella sala rectangular del fondo que nunca se pisaba.

Tío Eduardo había sido huidizo desde niño y rico como él solo. El heredero de la Naviera (y eso allí es decir mucho), hijo único, sentado en un historiado sillón en esa fotografía artística de principios de siglo, encogido en su traje de marinero, y como de sobra. Dicen que era el chico más rico de su generación, con el yate, el chófer ya a los dieciocho, el valet, el otro coche, el sastre en Saville Row, la vuelta al mundo antes de casarse acompañado de un tal Gerald del que nunca más se supo y que aparecía y reaparecía, abstractamente, en las anécdotas sosas de tío Eduardo. Una boda elegante. Un nuevo viaje de tío Eduardo al año, cuando nació Adelita. La leyenda policelular de unas riquezas inagotables: «ésos tienen el oro de las Indias», se dice en la ciudad, «y fincas que son miles los kilómetros y la Naviera, que eso tiene que dar lo que no veas, y la Banca, que es de la familia y son ellos los accionistas principales…». Y así sucesivamente hasta que un escalofrío vicario de posibilidades y champañas sacudía ligeramente a los hacedores de la fábula. La verdad es, sin embargo, que el héroe mismo de ella disfrutó poco de la vida, habiendo empezado ya muy joven a asustarse de la figura de la propia fortuna y a encerrarse como un caracol en hábitos minuciosos y complejos. A los cuarenta años cultivaba ya su retiro prematuro como cultivan los poetas su rachas inspiradas. De ese retiro -que tenía el prestigio hedonista de un aislamiento de buen gusto entre «dos señores de toda la vida» del contorno- y de una como tartamudez muy ligera al saludar a las señoras, le vino a tío Eduardo fama de erudición (aunque en realidad sólo leía los periódicos). Y su sabiduría, como su riqueza, que a fuerza de vivir de ella y no aumentarla había disminuido considerablemente con los años, cuajó en figura pública y se volvió parte de los tópicos de la alta sociedad local y adorno de las contadísimas personas que gozaban del privilegio de tratarle o de ir al té a su casa.

Doña María vino a casa de tío Eduardo, de governess , cuando nació Adelita, en un momento en que era inconfundiblemente claro ya que ocuparse de la niña, la casa y los nervios saltones de tío Eduardo iba a ser incompatible con la profunda apatía de tía Adela. «¡Verdaderamente esta doña María, tan enorme, que te recuerda todo, es una bendición!», declaró tía Adela a los dos días de tenerla en casa. Y a partir de ese punto empezó a morirse en paz, perdiendo primero las horquillas y luego, muy de prisa, la memoria, anticipándose así a la blancura de la muerte con el nerviosismo de una colegiala. Y se murió en cabello tía Adela, como las polillas, y oliendo de hecho a naftalina, quién sabe por virtud de qué rara asociación de ideas en la pituitaria del Espíritu Santo. Cuentan siempre que la encontraron muerta por la mañana, recogida como en las estampas, con la misma expresión sorprendida -me figuro- de sus fotografías de recién casada y el aspecto de quien hubiera deseado en realidad saber a ciencia cierta si hay en la muerte corrientes de aire frío para llevar el echarpe azul.

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