Leonardo Padura - Adiós Hemingway

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En la memoria de Mario Conde todavía brilla el recuerdo de su visita a Cojímar de la mano de su abuelo. Aquella tarde de 1960, en el pequeño pueblo de pescadores, el niño tuvo la ocasión de ver a Hemingway en persona y, movido por una extraña fascinación, se atrevió a saludarlo.
Cuarenta años más tarde, abandonado su cargo de teniente investigador en la policía de La Habana y dedicado a vender libros de segunda mano, Mario Conde se ve empujado a regresar a Finca Vigía, la casa museo de Hemingway en las afueras de La Habana, para enfrentarse a un extraño caso: en el jardín de la propiedad han sido descubiertos los restos de un hombre que, según la autopsia, murió hace cuarenta años de dos tiros en el pecho. Junto al cadáver aparecerá también una placa del FBI.
Mientras Conde trata de desentrañar lo que sucedió allí la noche del 2 al 3 de octubre de 1958, la novela nos permite asistir a los últimos años del escritor norteamericano, a sus obsesiones, miedos y a su entorno habanero, desde donde refulgen algunos objetos inquietantes, como ese revólver del calibre 22 que el escritor guarda envuelto en una prenda íntima de Ava Gardner.
Con el mismo tono crepuscular y melancólico de La neblina del ayer, y la misma eficacia envolvente de sus novelas anteriores, Adiós, Hemingway es un ajuste de cuentas de Mario Conde con su vida y con sus ídolos literarios, pero también una punzante e inolvidable recreación del Hemingway ególatra y contradictorio, acorralado por sus recuerdos y remordimientos, en los días previos a su suicidio

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– ¿Y sabes lo peor? -agregó el ex policía-: creo que el cabrón todavía me toca aquí -y señaló un punto impreciso de su pecho.

Si Miss Mary hubiera estado en casa, aquella noche de miércoles habrían tenido invitados, como todas las noches de miércoles, y él no habría podido beber tanto vino. Seguramente no serían muchos los asistentes a la cena, porque en los últimos tiempos él prefería la tranquilidad y la conversación con un par de amigos a los tumultos etílicos de otras épocas, sobre todo desde que su hígado había lanzado el grito de alarma por los muchos alcoholes tragados a lo largo de los años, y tanto la bebida como la comida pasaron a encabezar una horrible lista de prohibiciones en indetenible y lacerante crecimiento. Pero las cenas de los miércoles en Finca Vigía se mantenían como un ritual y, de todas las personas conocidas, él prefería compartirlas con su viejo amigo de la guerra de España, el médico Ferrer Machuca, y con la inquietante Valerie, aquella irlandesa suave y rojiza, tan joven, a la cual, para no enamorarse de la tersura increíble de su piel, convirtió en asistente personal, convencido de que las cosas del trabajo y las del amor nunca deben mezclarse.

La imprevista salida de su mujer hacia Estados Unidos para agilizar la compra de unos terrenos en Ketchum, lo había dejado solo, y al menos por unos días quiso disfrutar de aquella ácida y desconocida sensación de soledad que antes solía resultar tan productiva pero que ahora se asemejaba demasiado a la vejez. Para combatir ese sentimiento, cada mañana se había levantado con el sol y, como en los mejores tiempos, había estado trabajando dura y limpiamente, de pie ante su máquina de escribir, a un ritmo superior a las trescientas palabras por jornada, a pesar de que cada vez le parecía más inatrapable la verdad perseguida en aquella historia resbaladiza a la cual ya había titulado El jardín del Edén. Aunque era incapaz de confesárselo a nadie, la verdad era que sólo había vuelto sobre aquella narración, concebida diez años antes como un cuento y que ahora había empezado a crecer desorbitadamente, porque se había visto obligado a detener la actualización de Muerte en la tarde y no se le había ocurrido otra manera de invertir su tiempo de trabajo. Mientras desollaba la vieja crónica dedicada al arte y la filosofía de las corridas de toros, necesitada de una revisión a fondo para la nueva edición planificada, había percibido que su mente funcionaba con demasiada lentitud y más de una vez, para estar seguro de sus juicios, debió esforzarse en recordar e, incluso, consultar algún texto sobre la tauromaquia capaz de aclararle ciertas esencias de aquel mundo que tan bien él había conocido en su prolongado amor por España.

Aquella mañana del miércoles 2 de octubre de 1958 llegó a escribir trescientas setenta palabras, y por el mediodía había nadado, sin llevar la cuenta de las piscinas recorridas para no avergonzarse de las cifras ridículas ahora conseguidas, tan lejos de la milla diaria que solía transitar hasta tres o cuatro años atrás. Luego de almorzar, le había ordenado al chofer que lo llevara a Cojímar, para conversar con su viejo amigo Ruperto, el capitán del Pilar, y advertirle de su intención de salir hacia el Golfo el próximo fin de semana, en busca de buenos peces y un necesario descanso a su agotado cerebro. Sobreponiéndose a sus impulsos ancestrales, regresó a la casa al atardecer, sin pasar antes por la barra del Floridita, frente a la cual nunca era capaz de pararse para beberse un solo trago.

Cenó con mucha hambre dos ruedas de emperador a la plancha, cubiertas de rodajas de cebolla blanca, dulzona y muy perfumada, y un gran plato de verduras aliñadas sólo con jugo de limas y aceite verde español, y a las nueve le pidió a Raúl que recogiera la mesa, cerrara las ventanas y, al terminar, se fuera a su casa. Pero que antes le subiera una botella del Chianti recibido la semana anterior. En la comida había preferido un Valdepeñas leve y oloroso a frutas, y su paladar ya desvelado le reclamaba ahora el regusto seco y viril de aquel vino italiano.

Cuando abandonaba la mesa observó un movimiento en la puerta de entrada y vio cómo se asomaba la cabeza oscura de Calixto. Siempre le asombraba que siendo mayor que él y después de pasar quince años en una cárcel, Calixto aún no tuviera una sola cana.

– ¿Puedo pasar, Ernesto? -preguntó el hombre, y él le hizo un gesto con la mano. Calixto se acercó unos pasos y lo miró-. ¿Cómo estás hoy?

– Bien. Creo que bien -y mostró con la mano la botella vacía dejada sobre la mesa.

– Me alegro,

Calixto era el empleado ubicuo de la finca, pues cumplía las misiones más diversas: lo mismo trabajaba con el jardinero que cubría las vacaciones del chofer, colaboraba con el carpintero o se dedicaba a pintar las paredes de la casa. Pero en esos días, por insistencia de Miss Mary -así llamaba a la señora Hemingway, como todos, por iniciativa de su esposo-, era el encargado de la vigilancia nocturna de la finca con el propósito de que el patrón no se quedara solo en la vasta propiedad. Si aquella orden no era la confirmación de que lo consideraban un viejo, ¿qué cono era? Él y Calixto se conocían hacía treinta años, desde los tiempos en que el hombre se dedicaba a meter alcohol de contrabando en Cayo Hueso y Joe Rusell a comprárselo. Muchas veces bebieron juntos en el Sloppy Joe's y en su casa del cayo, y a él le gustaba oír las historias de aquel cubano recio y de ojos tremendamente negros, que en tiempos de la ley seca había atravesado más de doscientas veces el canal de la Florida para introducir ron cubano en el sur de Estados Unidos y hacer felices a muchas personas. Luego habían dejado de verse, y cuando él empezó a visitar La Ha bana y a deambular por sus calles, supo que Calixto estaba preso por haber matado a un hombre durante una pelea de borrachos en un bar de los muelles. Cuando salió de la cárcel, en 1947, se habían encontrado casualmente en la calle Obispo y, al saber de los apuros en que andaba Calixto, él le ofreció trabajo, sin imaginar qué ocupación podía darle. Desde entonces Calixto merodeaba por su propiedad, empeñado en hacer algo útil para retribuir su salario y el favor que le debía a su amigo escritor.

– Voy a tomar café. ¿Quieres que te sirva? -preguntó Calixto alejándose ya hacia la cocina.

– No, hoy no. Sigo con el vino.

– No te pases, Ernesto -dijo el hombre desde la otra habitación.

– No me voy a pasar. Y vete al carajo con tus consejos de borracho arrepentido…

Calixto regresó a la sala con un cigarro encendido en los labios. Sonrió mientras le hablaba a su patrón.

– En los buenos tiempos de Cayo Hueso siempre te noqueaba. Con el ron y con el vodka. ¿O ya se te olvidó?

– Ya nadie se acuerda de eso. Yo menos que nadie.

– Nada más me ganabas con la ginebra. Pero ésa es bebida de maricones.

– Sí, eso decías cuando te meabas encima de tanto beber…

– Bueno, me voy. Me llevo un vaso con café -anunció-, ¿Hago yo el recorrido?

– No, mejor lo hago yo.

– ¿Te veo luego?

– Sí, nos vemos luego.

Si Miss Mary hubiera estado en casa, después de la comida y la conversación, él habría leído unas pocas páginas de algún libro -quizás la edición recién llegada de El hígado y sus enfermedades, del tal H.P. Hímsworth, que tan brutalmente explicaba sus dolencias hepáticas y sus desalentadoras consecuencias-, mientras bebía la copa permitida, por lo general del vino sobrante de la comida. Miss Mary jugaría a canasta con Ferrer y con Valerie, y él, desde su mutismo, disfrutaría del perfil de aquella muchacha a la cual, habilidosamente, Miss Mary se había llevado con ella arguyendo que necesitaba su ayuda para ciertos trámites legales y bancarios que debía realizar en Nueva York. Al fin y al cabo, un león viejo sigue siendo un león. Después de beber el vino y de leer un poco, él no habría estado mucho rato levantado: pronto daría las buenas noches, y dejaría en la sala a Ferrer, Valerie y Miss Mary, pues todos sabían que ahora se había convertido en hábito acostarse alrededor de las once, hiciera o no el recorrido por la finca… Tanta rutina, hechos repetidos, costumbres asumidas, actos previsibles, le parecían el índice más definitivo de su estado de vejez prematura, por eso le resultaba agradable autoengañarse con una sensación de responsabilidad ante la literatura que no sentía desde los años remotos de París, cuando no sabía quién editaría sus libros ni quién los leería y luchaba contra cada palabra como si en ello le fuera la vida.

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