Italo Calvino - Los Amores Difíciles

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Todas las espléndidas historias, entre cómicas y amargas, que Italo Calvino reunió en 1970 con el título de Los amores difíciles, hablan de la dificultad de comunicación entre personas que, por alguna inesperada circunstancia, podrían iniciar una relación amorosa. En realidad, son historias acerca de cómo una pareja no alcanza nunca a establecer ese mínimo vínculo afectivo inicial, aunque todo parezca favorecerlo. Pero, para Calvino, quien tan bien conoce esa zona de silencio en el fondo de las relaciones humanas, en ese desencuentro reside precisamente no sólo el motivo de una desesperación, sino también el elemento fundamental -cuando no incluso la esencia misma- de la relación amorosa.

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Pasada la otra punta del paseo, la calle se alargaba y en seguida se salía de la ciudad. Había una hilera de árboles, un foso, al otro lado un seto y los campos. En sus tiempos, al caer la noche, se iba hasta allí del brazo de una chica, si la tenías, y si se estaba solo, se iba para estar aún más solo, a sentarse en un banco y escuchar el canto de los grillos. Amilcare Carruga siguió hacia allí; ahora la ciudad se extendía un poco más allá pero no tanto. El banco, el foso, los grillos estaban como antes. Amilcare Carruga se sentó. De todo el paisaje la noche sólo dejaba en pie unos grandes haces de sombra. Allí, quitarse o ponerse las gafas daba lo mismo. Amilcare Carruga comprendía que tal vez aquella exaltación de las gafas nuevas había sido la última de su vida, y que ahora había terminado.

La aventura de una mujer casada

La señora Stefania R. volvía a su casa a las seis de la mañana. Era la primera vez.

El coche no se había detenido delante del portal sino un poco antes, en la esquina. Ella misma le había rogado a Fornero que la dejase allí, porque no quería que la portera viese que mientras su marido estaba de viaje ella volvía a casa al alba acompañada de un muchacho. Fornero, apenas apagado el motor, intentó rodearle los hombros con un brazo. Stefania R. se echó atrás, como si la cercanía de su casa lo cambiara todo. Con repentina prisa salió del coche, se inclinó para indicar a Fornero que pusiera el motor en marcha, que se fuera, y echó a andar con sus pasos cortos y rápidos, la cara hundida en las solapas. ¿Era una adúltera?

El portal estaba todavía cerrado. Stefania R. no se lo esperaba. No tenía la llave. Justamente había pasado la noche fuera porque no tenía la llave. Toda la cuestión radicaba en eso: habría habido mil maneras de hacerse abrir la puerta, hasta cierta hora, o mejor dicho: hubiera debido pensar antes que no tenía la llave; pero no, nada, como si lo hubiera hecho a propósito. Había salido por la tarde sin la llave porque pensaba regresar para la cena, en cambio se había dejado arrastrar por aquellas amigas que hacía tanto que no veía, y por aquellos muchachos amigos de ellas, toda una panda, primero a cenar y después a tomar unas copas y a bailar en casa de uno y de otro. Es lógico que a las dos de la mañana fuese demasiado tarde para recordar que no tenía la llave. Todo porque se había enamorado un poco de ese muchacho, Fornero. ¿Se había enamorado? Se había enamorado un poco. Había pasado la noche con él, es cierto: pero esa expresión era de masiado fuerte, realmente no correspondía emplearla; había esperado en compañía de aquel muchacho que llegase la hora en que se abría el portal. Eso era todo. Creía que abrían a las seis, y a las seis se había apresurado a volver. También para que la asistenta que iba a la casa a las siete no descubriera que había pasado la noche fuera. Además, aquel día regresaba su marido.

Ahora encontraba el portal cerrado, estaba allí sola, en la calle desierta, en la luz de la primera mañana, más transparente que a cualquier otra hora del día, en la que todo parecía visto a través de una lente. Sintió una punzada de temor y el deseo de estar en su cama durmiendo desde hacía muchas horas, con el sueño profundo de todas las mañanas, el deseo de la cercanía del marido, aún más, de su protección. Pero fue cosa de un instante, quizá ni siquiera: quizá sólo había esperado sentir ese temor y en realidad no lo había experimentado. Que la portera todavía no hubiese abierto la puerta era un fastidio, un gran fastidio, pero había algo en el aire de la primera mañana, en ese estar allí sola a aquella hora, que le removió la sangre de un modo no desagradable. Ni siquiera lamentó haber despachado a Fornero: con él hubiera estado un poco nerviosa; sola, en cambio, sentía un desasosiego diferente, un poco como cuando era muchacha, pero de una manera completamente distinta.

Tenía que reconocerlo: no le causaba ningún remordimiento haber pasado la noche fuera. Tenía la conciencia tranquila. ¿Pero estaba tranquila justamente porque había dado el salto, porque finalmente había dejado de lado sus deberes conyugales, o bien al contrario, porque había resistido, porque a pesar de todo se había mantenido fiel? Stefania se lo preguntaba, y esa incertidumbre, esa inseguridad en cuanto a lo que fuesen realmente las cosas, unida a la frescura de la mañana, era lo que le producía un ligero estremecimiento. En una palabra: ¿debía considerarse una adúltera o no? Dio unos pasos arriba y abajo, las manos metidas en las mangas del largo abrigo. Stefania R. se había casado hacía un par de años y nunca había pensado en traicionar a su marido. Había, sí, en su vida de mujer casada algo como una espera, la conciencia de que le faltaba todavía algo. Era casi una continuación de su espera de muchacha soltera, como si ella todavía no hubiese salido del todo de la minoría de edad y que ahora tuviera incluso que salirse de otra nueva, la minoría ante el marido, para ser finalmente iguales ante el mundo. ¿Era el adulterio lo que esperaba? Y el adulterio, ¿era Fornero?

Vio que a un par de manzanas de distancia, en la otra acera, el bar había levantado la cortina metálica. Necesitaba un café caliente, en seguida. Cruzó. Fornero era un chico. No se podía pensar en él con grandes palabras. La había paseado en su cochecito toda la noche, habían dado vueltas por la colina arriba y abajo, por la orilla del río, hasta despuntar el alba. En cierto momento se quedaron sin gasolina, tuvieron que empujar el coche, despertar al encargado de una gasolinera. Había sido una noche de muchachos. En tres o cuatro ocasiones las tentativas de Fornero pasaron a ser más peligrosas y una vez la llevó hasta la pensión donde vivía y se plantó allí, con obstinación: «Vamos, déjate de historias y sube conmigo». Stefania no había subido. ¿Era justo proceder así? ¿Y qué? Ahora no quería pensarlo, había pasado la noche en blanco, tenía sueño. O mejor: todavía no sentía que tenía sueño porque su estado de ánimo era fuera de lo corriente, pero apenas se acostara se dormiría instantáneamente. Escribiría en la pizarra de la cocina, para la asistenta, que no la despertase. Tal vez la despertara su marido, más tarde, al llegar. ¿Todavía quería a su marido? Claro, le tenía afecto. ¿Y entonces? No se preguntaba nada. Estaba un poco enamorada de ese Fornero. Un poco. Pero, ¿cuándo abrirían ese maldito portal?

En el bar las sillas estaban apiladas, el suelo cubierto de serrín. Sólo había un camarero en el mostrador. Stefania entró; no se sentía nada incómoda, allí, a esa hora insólita. ¿Quién iba a saberlo? Podía acabar de levantarse, podía ir rumbo a la estación, o haber llegado en ese momento. En todo caso, allí no tenía que rendir cuentas a nadie. Pensó que le gustaba sentirse así.

– Un café cargado, doble, bien caliente -dijo al camarero. Le había salido un tono de confianza, de seguridad en sí misma como si hubiera una vieja familiaridad entre ella y el hombre del bar, donde en realidad no entraba nunca.

– Sí, señora, un momento que calentamos la máquina y lo hacemos en seguida -dijo el camarero. Y añadió-: Por la mañana tardo más en calentarme yo que en calentar la máquina.

Stefania sonrió, metió la cara entre las solapas e hizo:

– Brrr…

Había otro hombre en el bar, un cliente, de pie, mirando hacia afuera por la vidriera. Se giró al oír el estremecimiento de Stefania y sólo entonces ella lo vio, y como si la presencia de los dos hombres le devolviera de pronto la conciencia de sí misma, se miró con atención en el cristal detrás del mostrador. No, no se veía que había pasado la noche por ahí; estaba sólo un poco pálida. Sacó del bolso el neceser, se empolvó.

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