Mario Llosa - Conversación En La Catedral

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Conversación En La Catedral: краткое содержание, описание и аннотация

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Zavalita y el zambo Ambrosio conversan en La Catedral. Estamos en Perú, durante el ochenio dictatorial del general Manuel A. Odría. Unas cuantas cervezas y un río de palabras en libertad para responder a la palabra amordazada por la dictadura.Los personajes, las historias que éstos cuentan, los fragmentos que van encajando, conforman la descripción minuciosa de un envilecimiento colectivo, el repaso de todos los caminos que hacen desembocar a un pueblo entero en la frustración.

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– Una enfermera me anunció parece que van a tener que operarla -dice Ambrosio-. ¿Y eso es grave? No, no es. Me engañaron ¿ve, niño?

Con las inyecciones los dolores habían desaparecido y la fiebre bajado, pero había seguido ensuciando la cama todo el día con minúsculas manchitas color chocolate y la enfermera le había cambiado tres veces los paños. Parece que te van a operar, le había dicho Ambrosio. Ella se había asustado: no, no quería.

Era por su bien, sonsa. Ella se había puesto a llorar y todos los enfermos los habían mirado.

– La vi tan muñequeada que comencé a inventarle mentiras -dice Ambrosio-. Vamos a comprarnos esa camioneta con Panta, hoy lo decidimos. Ni me oía. Tenía sus ojos así de hinchados.

Había pasado la noche despierta por los accesos de tos de uno de los enfermos, y asustada con otro que, moviéndose en la hamaca a su lado, decía palabrotas en sueños contra una mujer. Le rogaría, le lloraría y el doctor le haría caso: más inyecciones, más remedios, lo que fuera pero no me opere, había sufrido tanto la vez pasada, doctor. En la mañana les habían traído unas latas de café a todos los enfermos de la sala, menos a ella. Había venido la enfermera y sin decir palabra le había puesto una inyección. Ella había comenzado a rogarle llame al doctor, tenía que hablarle, lo iba a convencer, pero la enfermera no le había hecho caso: ¿creía que la iban a operar por gusto, sonsa? Después con otra enfermera había jalado su catre hasta la entrada de la sala y la habían pasado a una camilla y cuando habían comenzado a arrastrarla ella se había sentado llamando a gritos a su marido. Las enfermeras se habían ido, había venido el doctor enojado: qué era ese escándalo, qué pasa. Ella le había rogado, contado de la Maternidad, lo que había sufrido y el doctor había movido su cabeza: bueno, bien, calma. Así hasta que había entrado la enfermera de la mañana: ahí estaba ya tu marido, basta de llanto.

– Se me prendió -dice Ambrosio-. Que no me opere, no quiero. Hasta que el doctor perdió la paciencia. O autorizas o te la llevas de aquí. ¿Qué iba a hacer yo, niño?

La habían estado convenciendo entre Ambrosio y una enfermera más vieja y más buena que la primera, una que le había hablado con cariño y le decía es por tu bien y el de la criatura. Al fin ella había dicho bueno y que se iba a portar bien. Entonces la habían arrastrado en la camilla. Ambrosio la había seguido hasta la puerta de otra sala, diciéndole algo que ella apenas había oído.

– Se la olía, niño -dice Ambrosio-. Si no por qué tan desesperada, tan asustada.

La cara de Ambrosio había desaparecido y habían cerrado una puerta. Había visto al doctor poniéndose un mandil y conversando con otro hombre vestido de blanco y con un gorrito y un antifaz. Las dos enfermeras la habían sacado de la camilla y acostado en una mesa. Ella les había rogado levántenme la cabeza, así se ahogaba, pero en vez de hacerle caso le habían dicho sí, ya, calladita, está bien. Los dos hombres de blanco habían seguido hablando y las enfermeras dando vueltas a su alrededor. Habían prendido un foco de luz sobre su cara, tan fuerte que había tenido que cerrar los ojos, y un momento después había sentido que le ponían otra inyección. Luego había visto muy cerca de la suya la cara del doctor y oído que le decía cuenta uno, dos, tres. Mientras iba contando había sentido que se le moría la voz.

– Yo tenía que trabajar, encima eso -dice Ambrosio-. La metieron a la sala y me fui del hospital, pero entré donde doña Lupe y me dijo pobrecita, cómo no te has quedado hasta que termine la operación. Así que volví al hospital, niño.

Le había parecido que todo se movía suavecito y ella también, como si estuviera flotando en el agua, y apenas había reconocido a su lado las caras largas de Ambrosio y doña Lupe. Había querido preguntarles ¿la operación se acabó?, contarles no me duele nada, pero no había tenido fuerzas para hablar.

– Ni donde sentarse -dice Ambrosio-. Ahí parado, fumándome todos los cigarros que tenía. Después llegó doña Lupe y también se puso a esperar y no la sacaban nunca de la sala.

No se había movido, se le había ocurrido que al menor movimiento muchas agujas empezarían a punzarla. No había sentido dolor sino una pesada, sudorosa amenaza de dolor y a la vez mucha flojera y había podido oír, como si hablaran secreteándose o estuvieran lejísimos, las voces de Ambrosio, de doña Lupe, y hasta la voz de la señora Hortensia: ¿había nacido, era hombre o mujer?

– Por fin salió una enfermera empujando, quítense -dice Ambrosio-. Se fue y volvió trayendo algo.

¿Qué pasa? Me dio otro empujón y al poco rato salió la otra. La criatura se perdió, dijo, pero que la madre podía salvarse.

Parecía que Ambrosio lloraba, que doña Lupe rezaba, que había gente dando vueltas a su alrededor y diciéndole cosas. Alguien se había agachado sobre ella y había sentido su aliento contra su boca y sus labios en su cara. Creen que te vas a morir, había pensado, creen que te has muerto. Había sentido una gran admiración y mucha pena de todos.

– Que podía salvarse quería decir que también podía morirse -dice Ambrosio-. Doña Lupe se puso a rezar de rodillas. Yo me fui a apoyar en la pared, niño.

No había podido darse cuenta cuánto rato pasaba entre una cosa y otra y había seguido oyendo que hablaban pero ahora también largos silencios que se oían, que sonaban. Había sentido siempre que flotaba, que se hundía un poquito en el agua y que salía y que se hundía y había visto repentinamente la cara de Amalita Hortensia. Había oído: límpiate bien los pies antes de entrar a la casa.

– Después salió el doctor y me puso una mano aquí -dice Ambrosio-. Hicimos todo por salvar a tu mujer, que Dios no lo había querido y no sé cuántas cosas más, niño.

Se le había ocurrido que la iban a jalar, que se iba a ahogar y había pensado no voy a mirar, no voy a hablar, no se iba a mover y así iba a flotar. Había pensado ¿cómo vas a estar oyendo cosas que ya pasaron, bruta? y se había asustado y había sentido otra vez mucha lástima.

– La velamos en el Hospital -dice Ambrosio-. Vinieron todos los choferes de la Morales y de la Pucallpa, y hasta el desgraciado de don Hilario vino a dar el pésame.

Le había dado cada vez más lástima mientras se hundía y sentía que descendía y vertiginosamente caía y sabía que las cosas que oía se iban quedando allá y que sólo podía, mientras se hundía, mientras caía, llevarse esa terrible lástima.

– La enterramos en uno de los cajones de la Limbo -dice Ambrosio-. Hubo que pagar no sé cuánto en el cementerio. Yo no tenía. Los chóferes hicieron una colecta y hasta el desgraciado de don Hilario dio algo. Y el mismo día que la enterré, el hospital mandó a cobrar la cuenta. Muerta o no muerta había que pagar la cuenta. ¿Con qué, niño?

VII

– ¿COMO FUE, niño? -dice Ambrosio-. ¿Sufrió mucho antes de?

Había sido algún tiempo después de la primera crisis de diablos azules de Carlitos, Zavalita. Una noche había anunciado en la redacción, con aire resuelto: no voy a chupar un mes. Nadie le había creído, pero Carlitos cumplió escrupulosamente la voluntaria cura de desintoxicación y estuvo cuatro semanas sin probar gota de alcohol. Cada día tachaba un número en el almanaque de su escritorio y lo enarbolaba desafiante: y ya iban diez, y ya van dieciséis. Al terminar el mes anunció: ahora el desquite. Había comenzado a beber esa noche al salir del trabajo, primero con Norwin y con Solórzano en chinganas del centro, luego con unos redactores de deportes que encontraron en una cantina festejando un cumpleaños, y había amanecido bebiendo en la Parada, contó él mismo después, con desconocidos que le robaron la cartera y el reloj. Esa mañana lo vieron en las redacciones de “Última Hora” y de “La Prensa”, pidiendo plata prestada y al atardecer lo encontró Arispe, sentado en el Portal, en una mesita del Bar Zelap, la nariz como un tomate y los ojos disueltos, bebiendo solo. Se sentó a su lado pero no pudo hablarle. No estaba borracho, contó Arispe, sino macerado en alcohol. Esa noche se presentó en la redacción, caminando con infinita cautela y mirando a través de las cosas. Olía a desvelo, a mezclas indecibles, y había en su cara un desasosiego vibrante, una efervescencia de la piel en los pómulos, las sienes, la frente y el mentón: todo latía. Sin responder a las bromas, flotó hasta su escritorio y permaneció de pie, mirando su máquina de escribir con ansiedad. De pronto, la alzó con gran esfuerzo sobre su cabeza y sin decir palabra la soltó: ahí el estruendo, Zavalita, la lluvia de teclas y tuercas. Cuando fueron a sujetarlo, se echó a correr, dando gruñidos: manoteaba las carillas, hacía volar a puntapiés las papeleras, se estrellaba contra las sillas. Al día siguiente se había internado en la clínica por primera vez. ¿Cuántas desde entonces, Zavalita? Piensa: tres.

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