– Llame a Lima, doctor Lama, trate de ubicar a don Emilio, o a Lozano, o al señor Bermúdez -dijo el que daba las órdenes-. Yo traté toda la noche y no he podido. Yo no sé, yo entiendo menos que usted. El señor Lozano le dijo a don Emilio cinco y aquí estamos, doctor. Que ellos le expliquen quién se equivocó.
– No es que nos falte gente, sino que necesitábamos especialistas, tipos cancheros -dijo el doctor Lama-. Y, además, protesto por el principio. Me han mentido.
– Qué importa que no hayan venido más, doctor -dijo el cholón maceteado-. Iremos al Mercado, levantaremos trescientos y lo mismo les echaremos el teatro abajo.
– ¿Estás seguro de la gente del Mercado? -dijo el que daba las órdenes-. No me fío mucho de ti, Ruperto.
– Recontraseguro -dijo Ruperto-. Yo tengo experiencia. Levantaremos todo el Mercado y caeremos al teatro Municipal como un huayco.
– Vamos a ver a Molina -dijo el doctor Lama-. Ya debe haber llegado su gente.
– Y en la Prefectura nos encontramos a los famosos matones del senador Arévalo -dijo Ludovico-. Los cincuenta eran sólo cinco, Ambrosio.
– Alguien le está tomando el pelo a alguien, aquí-dijo Molina-. Esto no es posible, señor Prefecto.
– Estoy tratando de hablar con el Ministro para pedirle instrucciones -dijo el Prefecto-. Pero parece que su secretario me lo estuviera negando. No está, ya se fue, no llegó todavía. Alcibíades, el afeminadito ése.
– Esto no es malentendido, esto es sabotaje -dijo el doctor Lama-. ¿Éstos son sus refuerzos, Molina? ¿Dos en lugar de veinticinco? Ah no, esto sí que no.
– Alcibíades es hombre mío -dijo don Emilio Arévalo-. Pero la clave es Lozano. Es bastante comprensivo y odia a Bermúdez. Eso sí, habrá que calentarle la mano.
– Cinco pobres diablos, para remate uno de ellos viejo y con soroche -dijo Ludovico-. ¿Usted cree que esos cinco y nosotros dos vamos a romper un mitin? Ni que fuéramos supermanes, señor Prefecto.
– Se le dará lo que haga falta -dijo don Fermín-. Yo hablaré con Lozano.
– Habrá que recurrir a su gente, Molina -dijo el Prefecto-. No estaba en los planes, el señor Bermúdez no quería que la gente de acá entrara a la candela. Pero no hay otro remedio.
– Usted no, Fermín -dijo el senador Arévalo-. Usted es de la Coalición, oficialmente un enemigo del Gobierno. Yo soy del régimen, a mí Lozano me tiene más confianza. Me ocuparé yo.
– ¿Con cuántos hombres suyos se puede contar, Molina? -dijo el doctor Lama.
– Entre oficiales y ayudantes unos veinte -dijo Molina-. Pero ellos están en el escalafón y así nomás no van a aceptar. Querrán prima de riesgo, gratificaciones.
– Prométales lo que quieran, hay que echar abajo ese mitin como sea -dijo el doctor Lama-. Lo he prometido y lo voy a cumplir, Molina.
– La verdad es que nos preocupamos por gusto -dijo el Prefecto-. Ni siquiera llenarán el teatro. ¿Quién conoce aquí a los señorones de la Coalición?
– Ya sabemos que irán sólo curiosos y que los curiosos, al primer incidente, echarán a correr -dijo el doctor Lama-. Pero hay un asunto de principio. Nos han engañado, Prefecto.
– Voy a seguir tratando de comunicarme con el Ministro -dijo el Prefecto-. A lo mejor el señor Bermúdez cambió de idea y hay que dejarlos que hagan el mitin.
– ¿No se le podría dar una astilla o algo a uno de mis hombres? -dijo el que daba las órdenes-. El sambo, doctor. Está que se desmaya del soroche.
– Y si no tenían gente, por qué se metieron al teatro -dijo Ambrosio-. Siendo tan pocos era una locura, Ludovico..
– Porque nos contaron el gran cuento y nos lo tragamos -dijo Ludovico-. Tan creídos estábamos que nos fuimos a comer los rocotos rellenos que quería Hipólito.
– A Tiabaya, que es donde los hacen mejor -dijo Molina-. Mójenlos con chicha de jora, y vuelvan a eso de las cuatro para llevarlos al local del Partido Restaurador. Es el punto de reunión.
– ¿La razón? -dijo don Emilio Arévalo-. Usted la sabe de sobra, Lozano. Hundir a Bermúdez, por supuesto.
– Dirá echarle una mano a la Coalición, senador -dijo Lozano-. Esta vez no voy a poder servirlo. No puedo hacerle una cosa así a don Cayo, usted comprende. Es el Ministro, mi superior directo.
– Claro que puede, Lozano -dijo don Emilio Arévalo-. Usted y yo, podemos. Todo depende de nosotros dos. No llega la gente a Arequipa y el plan de Bermúdez se hace trizas.
– ¿Y después, senador? -dijo Lozano-. Don Cayo no le pedirá cuentas a usted. Pero sí a mí. Yo soy su subordinado.
– Usted cree que quiero servir a la Coalición y ahí está su error, Lozano -dijo don Emilio Arévalo-. No, yo quiero servir al Gobierno. Soy hombre del régimen, enemigo de la Coalición. El régimen tiene problemas porque le han crecido ramas podridas, y la peor es Bermúdez. ¿Me entiende, Lozano? Se trata de servir al Presidente, no a la Coalición.
– ¿El Presidente está enterado? -dijo Lozano-. En ese caso, todo cambia, senador.
– Oficialmente, el Presidente no puede estar enterado -dijo don Emilio Arévalo-. Para eso estamos los amigos del Presidente, Lozano.
La chicha me hizo peor, pensó Trifulcio. La sangre se le había parado, puesto a hervir. Pero disimulaba, alargando la mano hacia su enorme vaso y sonriendo a Téllez, Urondo, Ruperto y el capataz Martínez: salud.
Ellos estaban ya picaditos. El cholón maceteado se las daba de culto, en la casa del lado había dormido Bolívar, las chicherías de Yanahuara eran las mejores del mundo, y se reía con suficiencia: en Lima no tenían esas cosas ¿no? Le habían explicado que venían de Ica, pero no entendía. Trifulcio pensó: si en vez de una, hubiera tomado dos pastillas no me habría vuelto el soroche. Miraba las paredes tiznadas, las mujeres trajinando con fuentes de picantes entre el fogón y la mesa, y se tomaba el pulso. No se había parado, seguía circulando, pero despacito. Y hervía, eso sí, ahí estaban las oleadas calientes batiendo contra su pecho. Que llegara la noche, que se acabara el trabajito del teatro, regresar a Ica de una vez. ¿No es hora de ir al Mercado?, dijo el capataz Martínez. Ruperto miró su reloj: había tiempo, no eran las cuatro. Por las puertas abiertas de la chichería, Trifulcio veía la placita, las bancas y los árboles, unos chiquillos haciendo bailar trompos, los muros blancos de la iglesita. No era la altura, era la vejez. Pasó un carro con altoparlantes, Todos al Municipal, Todos con la Coalición, y Ruperto echó un carajo: ya verán. Quieto characato, dijo Téllez, aguántate hasta después. ¿Cómo va el soroche, abuelo?, dijo Ruperto. Mejor, nieto, sonrió Trifulcio. Y lo odió.
– Todo bien, senador, sólo que he tomado mis precauciones -dijo Lozano-. Irán, pero menos y los demás llegarán muy tarde. Cuento con usted por si…
– Cuenta conmigo para todo, Lozano -dijo don Emilio Arévalo-. Y, además, cuenta con el agradecimiento de la Coalición. Esos caballeros creen que es un servicio a ellos. Que lo crean, mejor para usted.
– ¿Todavía no se puede comunicar con Arequipa? -dijo Cayo Bermúdez-. Es el colmo, doctorcito.
– No me han gustado nada los famosos rocotos -dijo Hipólito-. Me arde todo, Ludovico.
– Sólo he convencido a diez -dijo Molina-. Los otros nones, nada de meternos ahí vestidos de civil, por más primas de riesgo que nos den. ¿Qué le parece, Prefecto?
– Diez, más los dos de Lima y los cinco del senador son diecisiete -dijo el Prefecto-. Si es verdad que Lama levanta el Mercado la cosa puede funcionar. Diecisiete tipos con huevos pueden armar el burdel adentro, cómo no. Creo que sí, Molina.
– Soy tonto, pero no tan tonto como creen esos caballeros, senador -dijo Lozano-. Yo no acepto cheques nunca.
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