Mario Llosa - Conversación En La Catedral

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Conversación En La Catedral: краткое содержание, описание и аннотация

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Zavalita y el zambo Ambrosio conversan en La Catedral. Estamos en Perú, durante el ochenio dictatorial del general Manuel A. Odría. Unas cuantas cervezas y un río de palabras en libertad para responder a la palabra amordazada por la dictadura.Los personajes, las historias que éstos cuentan, los fragmentos que van encajando, conforman la descripción minuciosa de un envilecimiento colectivo, el repaso de todos los caminos que hacen desembocar a un pueblo entero en la frustración.

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Estaba pensando en la señora, mañana iré tempranito a verla. Apenas entraron al cuartito se atrevió: mi tía dice que estoy encinta. Él se sentó de un brinco en la cama. Qué mierda lo que creía tu tía, la sacudió de un brazo, ¿estaba o no estaba? Sí, creía que sí, y se echó a llorar. En vez de consolarla, Ambrosio se puso a mirarla como si tuviera lepra y lo pudiera contagiar.

No podía ser, repetía, no puede ser y se le atracaba la voz. Ella salió corriendo del cuartito. Ambrosio la alcanzó en la calle. Cálmate, no llores, atontado, la acompañó hasta el paradero y decía no me lo esperaba, no creas que me he enojado, me dejaste sonso. En la avenida Brasil se despidió de ella hasta el domingo. Amalia pensó: no va a venir más.

No estaba furiosa la señora Hortensia: hola, Amalia. La abrazó contenta, creía que te habías asustado y no volverías. Cómo se le ocurría, señora. Ya sé, dijo la señora, tú eres una amiga, Amalia, una de verdad.

Habían querido embarrarla en algo que no había hecho, la gente era así, la mierda de la Paqueta así, todos así. Los días, las semanas volvieron a ser los de siempre, cada día un poquito peor por los apuros de plata. Un día tocó la puerta un hombre de uniforme. ¿A quién buscaba? Pero la señora salió a recibirlo, hola Richard, y Amalia lo reconoció. Era el mismo que había entrado a la casa esa madrugada, sólo que ahora estaba con gorra de aviador y un saco azul de botones dorados.

El señor. Richard era piloto de Panagra, se pasaba la vida viajando, patillas canosas, un mechón amarillo sobre la frente, gordito, pecoso, un español mezclado de inglés que daba risa. A Amalia le cayó simpático.

Fue el primero en entrar al departamento, el primero en quedarse a dormir. Llegaba a Lima los jueves, se venía del aeropuerto de azul marino, se bañaba, descansaba un rato, y salían, volvían al amanecer haciendo bulla y dormían hasta el mediodía. A veces el señor Richard se quedaba en Lima dos días: Le gustaba meterse a la cocina, ponerse un mandil de Amalia, y cocinar. Ella y la señora, riéndose, lo veían freír huevos, preparar tallarines, pizzas. Era bromista, juguetón y la señora se llevaba bien con él. ¿Por qué no se casaba con el señor Richard, señora?, es tan bueno. La señora Hortensia se rió: era casado y con cuatro hijos, Amalia.

Habrían pasado dos meses y una vez el señor Richard llegó miércoles en vez de jueves. La señora estaba encerrada a oscuras, con su chilcanito en el velador. El señor Richard se asustó y llamó a Amalia.

No se ponga así, lo calmaba ella; no era nada, ya le iba a pasar, eran los remedios. Pero el señor Richard hablaba en inglés, colorado del susto, y le daba a la señora unas cachetadas que escarapelaban, y la señora mirándolos como si no estuvieran ahí. El señor Richard iba a la sala, volvía, llamaba por teléfono y al fin salió y trajo un médico que le puso una inyección a la señora. Cuando el médico se fue, el señor Richard entró a la cocina y parecía un camarón: rojísimo, furiosísimo, comenzaba a hablar en español y se pasaba al inglés. Señor qué le pasa, por qué gritaba, por qué me insulta. Él daba manotazos y Amalia pensaba me va a pegar, se loqueó. Y en eso apareció la señora: con qué derecho alzaba la voz, con qué derecho gritas a Amalia.

Lo comenzó a reñir por haber llamado al médico, ella lo gritaba a él y él a ella, y en la sala seguían gritando, gringo de mierda, metete de mierda, ruidos, una cachetada, y Amalia atolondrada cogió la sartén y salió pensando nos va a matar a las dos. El señor Richard se había ido y la señora lo insultaba desde la puerta. Entonces no pudo aguantarse, atinó a levantar el mandil pero fue por gusto, todo el vómito cayó al suelo.

Al oír las arcadas la señora vino corriendo. Anda al baño, no te asustes, no pasa nada. Amalia se lavó la boca, volvió a la sala con un trapo mojado y una escoba, y, mientras limpiaba, oía a la señora riéndose.

No había de qué asustarse, sonsa, hacía rato tenía ganas de largar a este idiota, y Amalia muerta de vergüenza. Pero de repente la señora se calló. Oye, oye, le vino una sonrisita de ésas de otros tiempos, mosquita muerta, ven, ven aquí. Sintió que enrojecía, ¿no estarás encinta, no?, que le daba vértigo, no señora, qué ocurrencia. Pero la señora la agarró del brazo: pedazo de boba, claro que estás. No enojada sino asombrada, riéndose. No señora, qué iba a estar, y sintió que le temblaban las rodillas. Se echó a llorar, ay señora. Mosquita muerta, decía la señora con cariño. Le trajo un vasito de agua, la hizo sentar, quién iba a pensar. Sí estaba, señora, todo este tiempo se había sentido tan mal: sed, mareos, esa sensación de que le jalaban el estómago. Lloraba a gritos y la señora la consolaba, por qué no me contaste, sonsa, si no tenía nada de malo, te hubiera llevado al médico, no hubieras trabajado tanto. Ella seguía llorando y de repente: por él, señora, no quería que le contara, decía te va a botar.

¿Acaso no me conoces, sonsa, sonrió la señora Hortensia, se te ocurre que te iba a botar? Y Amalia: ese chofer, ese Ambrosio que usted conoce, el que le llevaba recaditos a San Miguel. No quería que nadie supiera, tiene sus manías. Lloraba a gritos y le contaba, señora, se portó mal una vez y ahora peor. Desde que supo del hijo se ha vuelto rarísimo, no quería hablar de él, Amalia le decía tengo vómitos y él cambia de conversación, Amalia ya se mueve y él hoy no puedo quedarme contigo, tengo que hacer. Ya sólo la veía un ratito los domingos, por cumplir, y la señora abría los ojos. ¿Ambrosio?, sí, no la había vuelto a llevar al cuartito, ¿el chofer de Fermín Zavala?, sí, le invitaba un lonche y se despedía, ¿años que te ves con él?, y la miraba y movía la cabeza y decía quién lo iba a creer.

Era un loco, un maniático, toda la vida con sus secretos, señora, se avergonzaba de ella y ahora como la otra vez la iba a dejar. La señora se echó a reír y movía la cabeza, quién lo iba a creer. Y después, ya seria, ¿tú lo quieres, Amalia? Sí, era su marido, si ahora sabe que le conté todo la iba a dejar, señora, me puede hasta matar. Lloraba y la señora le trajo otro vasito de agua y la abrazó: no va a saber que me contaste, no la iba a dejar. Se quedaron conversando y la señora la tranquilizaba, nunca sabría, sonsa. ¿La había visto algún médico? No, ay qué tonta eres, Amalia.

¿De cuántos meses estaba? De cuatro, señora. Al día siguiente ella misma la llevó donde un doctor que la examinó y dijo el embarazo está muy bien. Esa noche llegó la señorita Queta y la señora, delante de Amalia, esta mujer está encinta, figúrate. ¿Ah, sí?, dijo la señorita Queta, como si no le llamara la atención. Y si supieras de quién, se rió la señora, pero al ver la cara de Amalia se puso un dedo en la boca: no se podía decir, chola, era un secreto.

¿Qué iba a pasar ahora? Nada, no la iba a botar.

La señora la había llevado al médico y quería que se cuidara, no te agaches, no enceres, no levantes eso. Era buena la señora, y ella se sentía tan aliviada de habérselo contado a alguien. ¿Y si Ambrosio se enteraba? Qué importa si de todos modos te va a dejar, bruta.

Pero no la dejaba, todos los domingos venía. Conversaban, tomaban lonche y Amalia pensaba qué falso, qué mentiroso todo lo que decimos. Porque hablaban de todo menos de eso. No habían vuelto al cuartito, iban a pasear o al cine y en la noche él la traía hasta el Hospital Militar. Se lo notaba preocupado, la mirada se le perdía por momentos, y ella pensaba pero tú de qué te pones así, ¿acaso le había pedido que se casaran, acaso plata? Un domingo, al salir de la vermouth, le escuchó la voz cortada: cómo te sientes, Amalia.

Bien nomás, dijo ella, y mirando el suelo ¿le preguntaba eso por el hijo? Cuando nazca ya no podrás seguir trabajando, lo oyó decir: Y por qué no, dijo Amalia; qué crees que voy a hacer, de qué iba a vivir. Y Ambrosio: de eso tendré que encargarme yo. No habló más hasta que se despidieron. ¿Me encargaré yo?, pensaba a oscuras, frotándose la barriga, ¿él? ¿Quería decir vivir juntos, la casita?

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