Con los préstamos y lo que vendió, la señora estuvo viviendo mal que bien, mientras buscaba trabajo. Encontró al fin en un sitio de Barranco, "La Laguna".
Otra vez empezó a hablar de dejar de fumar y a amanecer muy maquillada. Nunca nombraba al señor Lucas, sólo venía a verla la señorita Queta. No era la de antes. No hacía bromas, no tenía la malicia, la gracia, esa manera tan despreocupada y alegre de antes. Ahora pensaba mucho en la plata. Quiñoncito está loco por ti chola, y ella no quería verlo ni en pintura, Quetita, no tiene un cobre. Después de un tiempo empezó a salir con hombres, pero nunca los hacía pasar, los tenía esperando en la puerta o en la calle mientras se alistaba. Le da vergüenza que vean cómo vive ahora, pensaba Amalia. Se levantaba y se servía su pisco con ginger-ale. Oía la radio, leía el periódico, llamaba a la señorita Queta, y se tomaba dos, tres. Ya no se la veía tan guapa ni tan elegante.
Así se pasaban los días, las semanas. Cuando la señora dejó de cantar en "La Laguna", Amalia se enteró sólo dos días después. Un lunes y un martes la señora se quedó en casa, ¿tampoco iba a ir a cantar esta noche, señora? No volvería a "La Laguna" más, Amalia, la explotaban, buscaría un sitio mejor. Pero los días siguientes no la vio muy ansiosa por encontrar otro trabajo. Se quedaba en cama, las cortinas cerradas, oyendo radio en la penumbra. Se levantaba pesadamente a prepararse un chilcanito y cuando Amalia entraba al cuarto la veía inmóvil, la mirada perdida en el humo, la voz floja y los gestos cansados. A eso de las siete comenzaba a pintarse la boca y las uñas, a peinarse, y a eso de las ocho la señorita Queta la recogía en su autito. Volvía al amanecer hecha un trapo, tomadísima, con una fatiga tan grande que a veces despertaba a Amalia para que la ayudara a desvestirse. Vea cómo está enflaqueciéndose, le dijo Amalia a la señorita Queta, dígale que coma, se va a enfermar. La señorita se lo decía, pero no le hacia caso. Todo el tiempo andaba llevando su ropa a una costurera de la avenida Brasil para que se la angostara. Cada día le daba a Amalia lo del diario y le pagaba su sueldo puntual, ¿de dónde sacaba plata? Ningún hombre se había quedado a dormir en el departamento de Magdalena todavía. Tendría sus cosas en la calle, a lo mejor. Cuando la señora comenzó a trabajar en el "Monmartre", no habló más de dejar de fumar ni de corrientes de aire.
Ahora hasta cantar le importaba un pito. Con qué desgano se maquillaba. Ni el arreglo y la limpieza de la casa le interesaban, ella que se ponía histérica cuando pasaba un dedo por la mesa y encontraba polvo. Ni se fijaba que los ceniceros se quedaban repletos de puchos, y no había vuelto a preguntarle en las mañanas ¿te duchaste, te echaste desodorante? El departamento se veía desordenado, pero Amalia no tenía tiempo para todo. Además, ahora la limpieza le costaba mucho más esfuerzo. La señora me contagió su flojera, le contaba a Ambrosio. Da no sé qué verla a la señora así, tan dejada, señorita, ¿sería porque no se conformaba de lo del señor Lucas? Sí, dijo la señorita Queta, y también porque el trago y las pastillitas para los nervios la tienen medio idiotizada.
Un día tocaron la puerta, Amalia abrió y era don Fermín. Tampoco la reconoció: Hortensia me está esperando. Cómo había envejecido desde la última vez, cuántas canas, qué ojos hundidos. La señora la mandó a comprar cigarrillos, y el domingo, cuando Amalia le preguntó a Ambrosio a qué vino don Fermín, él hizo ascos: a traerle plata, esa desgraciada lo había tomado de manso. ¿Qué te ha hecho la señora a ti, por qué la odias? A Ambrosio nada, pero a don Fermín lo estaba sangrando, abusando de lo bueno que era, cualquier otro la hubiera mandado al diablo. Amalia se enfurecía: qué te metes tú, qué te importa a ti. Busca otro trabajo, insistía él ¿no ves que se muere de hambre?, déjala.
A veces la señora desaparecía dos, tres días, y al volver estuve de viaje, Amalia. Paracas, el Cuzco, Chimbote. Desde la ventana, Amalia la divisaba subiendo a automóviles de hombres con su maletín. A algunos les conocía la voz, por el teléfono, y trataba de adivinar cómo eran, de qué edad. Una madrugada oyó voces, fue a espiar y vio a la señora en la salita con un hombre, riéndose y tomando. Después escuchó una puerta y pensó se metieron al cuarto. Pero no, el señor se había ido y la señora, cuando ella fue a preguntarle si ya quería almorzar, estaba echada en la cama vestida, con la mirada rarísima. Se la quedó viendo con una risita silenciosa y Amalia ¿se sentía mal? Nada, quieta, como si todo su cuerpo se hubiera muerto menos sus ojos que vagaban, mirando. Corrió al teléfono y esperó temblando la voz de la señorita Queta: se mató otra vez, ahí estaba en su cama, no oía, no hablaba, y la señorita Queta gritó cállate, no te asustes, óyeme. Café bien cargado, no llames al médico, ella ya venía.
Tómese esto para que se mejore, señora, lloriqueaba Amalia, la señorita Queta ya venía. Nada, muda, sorda, mirando, así que ella le levantó la cabeza y le acercó la taza a la boca. Tomaba obediente, dos hilitos le chorreaban por el cuello. Así señora, todito, y le hacía cariños en la cabeza y le besaba las manos. Pero cuando la señorita Queta llegó, en vez de apenarse comenzó a decir lisuras. Mandó comprar alcohol, hizo que la señora tomara más café, entre ella y Amalia acostaron a la señora, le frotaron la frente y las sienes.
Mientras la señorita la reñía, tonta, loca, inconsciente, la señora fue volviendo. Sonreía, qué era tanto laberinto, se movía, y la señorita estaba harta, no soy tu niñera, te vas a meter en un lío, si quieres matarte mátate pero no a pocos. Esa noche la señora no fue al "Monmartre” pero al día siguiente se levantó ya bien.
Una mañana después ocurrió el lío. Amalia volvía de la tienda y vio un patrullero en la puerta del edificio. Un policía y uno de civil discutían con la señora en la vereda. Déjenme telefonear, decía la señora, pero la agarraron de los brazos, la subieron al carro y partieron. Se quedó un rato en la calle, tan asustada que no se animaba a entrar. Llamó a la señorita y no estaba; llamó toda la tarde y no contestaba. A lo mejor se la habían llevado a la policía, a lo mejor vendrían y se la llevarían a ella también. Las sirvientas de los vecinos venían a averiguar qué pasó, adónde se la llevaron. Esa noche no pudo pegar los ojos: vienen, te van a llevar. Al día siguiente se apareció la señorita Queta y puso unos ojazos terribles cuando Amalia le contó.
Corrió al teléfono: haga algo, señora Ivonne, no podían tenerla presa, todo era culpa de la Paqueta, atropellada y asustada la señorita también. Le dio una libra a Amalia: habían complicado a la señora en algo feo, a lo mejor vendrían policías o periodistas, anda vete donde tu familia por unos días. Tenía los ojos llenos de lágrimas y la oyó murmurar pobre Hortensia. Dónde iría, dónde iba. Fue donde su tía, que ahora tenía una pensioncita en Chacra Colorada. La señora se fue de viaje, tía me dio vacación. Su tía la resondró por haberse perdido tanto tiempo, y la estuvo mirando, mirando. Por fin le agarró la cara y le examinó los ojos: mientes, te botó porque descubrió que estás encinta.
Ella le negó, no estaba, protestó, de quién iba a estar encinta. Pero ¿y si su tía tenía razón, si era por eso que no sangraba? Se olvidó de la señora, de la policía, qué le iba a decir a Ambrosio, qué diría él. El domingo fue al paradero del Hospital Militar, rezando entre dientes. Comenzó a contarle lo de la señora, pero él ya sabía. Ya estaba en su casa, Amalia, don Fermín habló con amigos y la hizo soltar. ¿Y por qué la habían metido presa a la señora? Algo sucio haría, algo malo haría, y cambió de tema: Ludovico le había prestado el cuartito por toda la noche. Lo veían poco a Ludovico ya, Ambrosio le contaba que parecía que se iba a casar y que hablaba de comprarse una casita en la Urbanización de Villacampa, qué progresos había hecho Ludovico ¿no, Amalia? Fueron a un restaurancito del Rímac y él le preguntó por qué no comes. No tenía hambre, había almorzado mucho. ¿Por qué no hablaba?
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