Lorenzo Silva - El Urinario

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Texto construido desde una advertida ilusión documental y precedido de una nota donde el autor nos invita a leer sus jóvenes palabras conjuntamente con otras dos novelas escritas con posterioridad (La flaqueza del bolchevique y El angel oculto) El urinario, de Lorenzo Silva, nos introduce en el territorio obsceno de dos cartas en las cuales la subjetividad de un exitoso y joven asesor bancario rumia sus frustraciones, sus fantasías, sus sueños y su crítica visión del mundo al que pertenece: `En casi todos los momentos señalados de mi vida, ha habido un urinario`, confiesa el personaje, para completar, más adelante`[…] el urinario, donde se vierte la destilación de toda la inmundicia del alma`. En efecto, la atmósfera asfixiante del desencanto, la lúcida ironía de la autocrítica y los fantasmas que habitan en la escritura de las cartas, convierten esta novela-urinario en una gran metáfora que reproduce ese momento de intimidad por todos alguna vez (o frecuentemente) experimentado: cuando en la soledad de un pequeño cuarto, vacío como una página, arrojamos rabias, decepciones, ocultos e insatisfechos deseos… contra el rostro mudo que nos contempla, irremediable como la vida, desde el espejo.

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En esta última época, cumpliendo viejas aspiraciones, he conocido París, donde trabajó y murió Marcel Proust; Viena, en cuyos alrededores murió Franz Kafka; Manhattan, donde estuvo el Cotton Club. He compuesto, por la noche y en fines de semana, una novela policiaca y otra mitológica. Pero no espero, por cierto, que en el Juicio Final nada de eso pueda ser manejado en mi defensa. Me senté junto a la tumba de Proust y no sentí nada; el sanatorio donde Kafka fue abatido por la tuberculosis, un pequeño y pulcro edificio, me limité a contemplarlo desde el otro lado de la carretera; en cuanto al Cotton Club, desistí, lisa y llanamente, de internarme en Harlem. Y si hay que hablar de ellas, mis novelas son tan ambiciosas como torpes. Uno cree que va a poder transigir impunemente con Mefistófeles pero él sabe mucho más. Sabe, por ejemplo, que los ángeles que salvan a Fausto son un invento piadoso y cobarde, aceptado por Johann Wolfgang von Goethe en la debilidad de su vejez.

Hace tres días cumplí veintiocho años y me dolió. Y una extraña conspiración se encargó de que me doliera todavía más de lo previsto. Ese día, recibí tres regalos. El primero por la mañana, en la firma de una operación en la que he estado trabajando durante seis meses. Como conmemoración del suceso, se nos repartió a todos los asistentes un suntuoso reloj de sobremesa con el logotipo de las empresas implicadas. El segundo regalo me lo entregó a mediodía mi prima, con quien me había citado para comer. En cierta ocasión me había oído decir (seguramente por decir algo) que me gustaría tener un reloj de cadena. A los postres, en una caja envuelta en papel azul, apareció sobre la mesa lo que mi prima creía que era la realización, gracias a su astucia, de uno de mis más encendidos deseos. Mientras manoseaba aquel artefacto, por lo demás de un buen gusto innegable, agradecí como pude que se tomara tanto interés por mi felicidad. Por la noche, cenando con Natalia, recibí mi tercer y último regalo: un costosísimo reloj de

pulsera de acero inoxidable. Natalia, siempre atenta a esas cosas, se ocupó de aclararme, por si no lo sabía, que los relojes de acero inoxidable, sobre todo los de aquella marca, son mucho más elegantes que los de oro, que resultan más bien ordinarios.

Ahora tengo tres máquinas, todas ellas de alta calidad y gran precisión, para medir sin posibilidad de fallo cada uno de los instantes vergonzosos que se vayan sucediendo. Ahora, que no quiero pensar en el tiempo, poseo tres maneras implacables de no olvidarlo. Habría preferido poder percatarme mejor de los segundos que transcurrían cuando aún no había cumplido veinte años. Entonces sólo tenía un reloj que atrasaba y al que había que dar cuerda cada veinticuatro horas. Se me paraba con frecuencia, y cuando le daba cuerda la ruedecilla me hacía daño en las yemas de los dedos. Cabe, no obstante, que lo poco que puedo añorar de entonces ocurriera porque no me daba cuenta de que el tiempo pasaba. Cabe, también, que todo lo que vaya a ocurrir de ahora en adelante haya de purgarlo constatando cómo el tiempo se arrastra y me arrastra con él. El banco, mi prima y Natalia habrían sido los ciegos ejecutores de un destino que ya estaba escrito.

Acaso deba explicar quién y qué es Natalia (o Natacha, para su familia y sus amigos; jamás para mí). Ella tiene un año menos que yo, es tres centímetros más alta, va teñida de rubio y en la piscina tiene que envolverse en una toalla si no quiere que todos la miren (a veces quiere, y no se envuelve). Siempre está morena, hace gimnasia, se maquilla con destreza y se viste aún mejor. Es la mujer más objetivamente apetecible que conozco, pero hace un año que no la deseo en absoluto. Deseo mil veces más, por ejemplo, a esas punkies asquerosas que me cruzo de vez en cuando por la calle, con un poco de barriga rebosando sobre el vaquero negro, los pechos puntiagudos y algo turbio en la mirada. En Natalia no hay nada turbio, si se exceptúa el origen de la tonalidad de su cabello. Trabaja en una empresa de consultoría donde le pagan lo justo para comprarse zapatos y bolsos y comprarme a mí el reloj (aunque quizá para esta adquisición, como cuando hubo de procurarse su deportivo blanco, haya contado con financiación ajena, o sea, paterna).

Cómo llegó a ser mi novia no tiene demasiado misterio, salvando el hecho incomprensible de que ella se fijara en un tipo de 1,72 de estatura, que conduce un coche de pobre y no esquía ni juega al squash. Por mi parte, que era a lo que iba, ella andaba por allí, me atrajo físicamente y no me rechazó. Cuando fuimos intimando comprobé que no teníamos nada en común, pero también que no era completamente imbécil. En el mundo en que no sé cómo he llegado a moverme, debía ser mi novia y hasta podía ser mi mujer.

Desde luego, me costó que la familia de Natalia, principalmente su ampuloso padre arquitecto, me perdonara no ser hijo de un igual, esto es, de un cirujano o un notario. No obstante, al enterarse del importe de mi nómina quedaron, si no confortados, por lo menos a la espera de ver cómo se desarrollaban los acontecimientos. Cuando observaron que no despegaba el meñique de las copas de vino, ni las llenaba hasta arriba ni cogía los cubiertos de pescado igual que los de carne, se autorizaron a concebir que podría ser presentado en sociedad. Eso llegó con motivo de la boda de uno de sus hermanos, al que regalamos una inutilidad que nos costó una obscena cantidad de dinero. Aunque Natalia estaba espléndida, con su vestido violeta pálido, aquella noche hice esfuerzos para no emborracharme. En las semanas siguientes soñé varias veces que le vomitaba en la pechera al arquitecto. Un desahogo que nunca saldrá del mezquino reducto de mi fantasía, plausiblemente.

Mi vida con Natalia consiste en buena medida en acudir a bodas. Tiene más de doscientos amigos, que sumados a los más de doscientos de cada uno de sus cinco hermanos arrojan una cifra de más de mil doscientas bodas posibles. Podemos estar yendo a una cada sábado hasta más allá del año 2017. Son espectáculos apasionantes, en los que primero oyes disertar sobre la pareja a un célibe y luego soportas dos o tres horas de tormento junto a otras diez personas presuntamente seleccionadas por los contrayentes o sus madres de acuerdo con su aptitud para encajar contigo (en realidad, para encajar con Natalia, que se convierte siempre en el centro de la reunión y no deja de reír ni de ondear a un lado y a otro su larga cabellera). Además de eso vamos a fiestas, a las películas que no puedes dejar de ver y de vez en cuando al teatro o a un concierto. Natalia toca primorosamente la flauta, pero no parece que la satisfaga mucho lo de ir a oír música. Aunque no estoy seguro al respecto, creo que vamos sólo para que no pierda el contacto y porque en el Auditorio nos tropezamos siempre con alguno de los más insoportables de los mil doscientos amigos a cuya boda hemos asistido o asistiremos.

No puedo reprimir el pánico al imaginar el día en que yo esté disfrazado de pingüino ante un altar y ella aparezca, linda como un sol, en la puerta de la iglesia, del brazo del cretino del arquitecto. Recorrerán el pasillo: él saludando a un lado y a otro; ella, con los ojos bajos. Llegarán junto a mí. Supongo que él llevará una pequeña condecoración sobre el chaqué, y que no tendré valor para abofetearle y abandonarla a ella, como mi honor y el sentido común exigen. Siempre que surge este espinoso asunto, alego con gravedad que debemos conocernos mejor antes de dar semejante paso. Mientras tanto me resisto, y ella se impacienta.

Pienso, Sr. Juez, que no es improbable que el contenido de esta carta trascienda más allá de la estricta confesión que a V.S. dirijo. En ese supuesto, me parece miserable que Natalia reciba sólo el trato que le he dispensado hasta ahora. A ella no quisiera herirla (al arquitecto, que lo paría un rayo). Es cierto que le he sido infiel, todas las veces que me ha apetecido y he tenido ocasión {que no han sido muchas). También es cierto, como ya dije antes, que su poderoso cuerpo de modelo no despierta en mí ya el menor apetito carnal. Para soltarlo todo, ella es el más ostensible emblema de mi extravío. Pero mentiría si tratara de sostener que no la quiero. Siempre está pendiente de mis altibajos. Veleidosa por naturaleza e instrucción, se abraza a mí heroicamente, aunque no entiende ni entenderá nunca qué es lo que busco. Pudiendo elegir, en definitiva, va y elige sacrificarse por alguien como yo. Las pasiones humanas se rigen (y reto a cualquiera a que pruebe lo contrario) por un burdo juego de retribuciones. Mientras la preciosa silueta de Natalia se dibuja en la semioscuridad del cuarto, debo admitir que le tengo (a su silueta y a ella misma) un afecto vil e irreversible.

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