Carlos Zafón - La sombra del viento

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Un amanecer de 1945 un muchacho es conducido por su padre a un misterioso lugar oculto en el corazón de la ciudad vieja: El Cementerio de los Libros Olvidados. Allí, Daniel Sempere encuentra un libro maldito que cambiará el rumbo de su vida y le arrastrará a un laberinto de intrigas y secretos enterrados en el alma oscura de la ciudad.
La Sombra del Viento es un misterio literario ambientado en la Barcelona de la primera mitad del siglo XX, desde los últimos esplendores del Modernismo a las tinieblas de la posguerra. La Sombra del Viento mezcla técnicas de relato de intriga, de novela histórica y de comedia de costumbres pero es, sobre todo, una tragedia histórica de amor cuyo eco se proyecta a través del tiempo. Con gran fuerza narrativa, el autor entrelaza tramas y enigmas a modo de muñecas rusas en un inolvidable relato sobre los secretos del corazón y el embrujo de los libros,manteniendo la intriga hasta la última página.

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– Tendría que estar en la montaña, no en Barcelona respirando nubes de lejía y carbón. Ni él es un gato con nueve vidas ni yo una niñera. Hágale usted entrar en razón. A mí no me escucha.

Aquel mediodía decidí acercarme a casa para hablar con él. Antes de abrir la puerta del piso oí voces dentro. Miquel discutía con alguien. Al principio creí que se trataba de alguien del periódico, pero me pareció oír el nombre de Julián en la conversación. Oí pasos que se acercaban a la puerta y corrí a ocultarme en el rellano del ático. Desde allí pude atisbar al visitante.

Un hombre de negro, de rasgos cincelados con indiferencia y labios finos como una cicatriz abierta. Tenía los ojos negros y sin expresión, ojos de pez. Antes de perderse escaleras abajo, se detuvo y alzó la mirada hacia la penumbra. Me apoyé contra la pared, conteniendo la respiración. El visitante permaneció allí durante unos instantes, como si pudiera olerme, relamiéndose con una sonrisa canina. Esperé a que sus pasos se apagasen completamente antes de abandonar mi escondite y entrar en el piso. Flotaba un olor a alcanfor en el aire. Miquel estaba sentado junto a la ventana, las manos caídas a ambos lados de la silla. Le temblaban los labios. Le pregunté quién era aquel hombre y qué quería.

– Era Fumero. Ha venido a traer noticias de Julián.

– ¿Qué sabe él de Julián?

Miquel me miró, más abatido que nunca.

Julián se casa.

La noticia me dejó sin habla. Me dejé caer en una silla y Miquel me tomó las manos. Hablaba con dificultad y cansancio. Antes de que pudiera despegar los labios, Miquel procedió a resumirme los hechos que le había referido Fumero y lo que cabía imaginar al respecto. Fumero había empleado sus contactos en la policía de París para dar con el paradero de Julián Carax y observarle. Miquel suponía que aquello podía haber sucedido meses o incluso años antes. Lo que le preocupaba no era que Fumero hubiese encontrado a Carax, eso era una cuestión de tiempo, sino el que hubiera decidido revelarlo ahora, junto con la peregrina noticia de unas nupcias improbables. La boda, por lo que se sabía, había de tener lugar a principios de verano de 1936. De la novia sólo se sabía el nombre, que en este caso era más que suficiente: Irene Marceau, la patrona del establecimiento donde Julián había trabajado como pianista durante años.

– No comprendo -musité-. ¿Julián se casa con su mecenas?

– Precisamente. No es una boda. Es un contrato.

Irene Marceau le llevaba unos veinticinco o treinta años a Julián. Miquel sospechaba que Irene había decidido convenir aquel enlace con Julián para traspasarle su patrimonio y asegurar su futuro.

– Pero ya le ayuda. Le ha ayudado desde siempre.

– Quizá sepa que no va a estar ahí para siempre -sugirió Miquel.

El eco de aquellas palabras nos cortaba demasiado de cerca. Me arrodillé junto a él y le abracé. Me mordí los labios para que no me viese llorar.

– Julián no quiere a esa mujer, Nuria -me dijo, creyendo que aquélla era la causa de mi aflicción.

Julián no quiere a nadie excepto a sí mismo y a sus malditos libros -murmuré.

Alcé la mirada y me encontré con la sonrisa de Miquel, de niño viejo y sabio.

– ¿Y qué pretende Fumero con sacar todo este asunto a la luz ahora?

No tardamos en averiguarlo. Días más tarde, un Jorge Aldaya fantasmal y famélico se presentó en casa, inflamado de ira y coraje. Fumero le había contado que Julián Carax iba a casarse con una mujer rica en una ceremonia de fasto folletinesco. Aldaya llevaba días carcomiéndose con las visiones del causante de su desgracia, arropado de oropeles y cabalgando en una fortuna que él había visto perder. Fumero no le había contado que Irene Marceau, si bien mujer de cierta posición económica, era la dueña de un burdel y no una princesa de fábula vienesa. No le había contado que ha novia le llevaba a Carax treinta años y que más que una boda, aquello era un acto de caridad para con un hombre acabado y sin medios de subsistencia. No le había contado ni el cuándo ni el dónde de la boda. Se había limitado a sembrar las semillas de una fantasía que devoraba por dentro lo poco que las fiebres habían dejado en su cuerpo amojamado y hediondo.

– Fumero te ha mentido, Jorge -dijo Miquel.

– ¡Y tú, el rey de los mentirosos, osas acusar al prójimo! -deliraba Aldaya.

No fue necesario que Aldaya revelase sus pensamientos, que en tan exiguas carnes se le leían en el semblante cadavérico como palabras bajo el pellejo macilento. Miquel vio claro el juego de Fumero. El le había enseñado a jugar al ajedrez más de veinte años atrás en el colegio de San Gabriel. Fumero tenía la estrategia de una mantis religiosa y la paciencia de los inmortales. Miquel envió una nota a Julián advirtiéndole.

Cuando Fumero lo estimó oportuno, tomó a Aldaya por banda, le envenenó el corazón de rencor y le dijo que Julián se casaba en tres días. Siendo él un oficial de policía, argumentó, no podía comprometerse en un asunto así. Aldaya, sin embargo, como civil, podía desplazarse a París y asegurarse de que aquella boda no se celebrase jamás. ¿Cómo?, preguntaría un Aldaya febril, carbonizado de inquina. Retándole a un duelo el mismo día de su boda. Fumero llegó incluso a proporcionarle el arma con que Jorge estaba convencido de que perforaría aquel corazón de hiel que había arruinado a la dinastía de los Aldaya. El informe de la policía de París diría más tarde que el arma hallada a sus pies era defectuosa y que nunca hubiera podido hacer más que lo que hizo: estallarle en la cara. Eso ya lo sabía Fumero cuando se la entregó en un estuche en el andén de la estación de Francia. Sabía perfectamente que la fiebre, la estupidez y la rabia ciega le impedirían matar a Julián Carax en un duelo trasnochado de honor y amaneceres en el cementerio del Pére LaChaise. Y si por azar reunía las fuerzas y facultades de hacerlo, el arma que llevaba sería la encargada de abatirle. No era Carax quien debía morir en aquel duelo, sino Aldaya. Su existencia absurda, su cuerpo y alma en suspenso que Fumero había permitido vegetar pacientemente, cumpliría así su función.

Fumero sabía también que Julián nunca aceptaría enfrentarse a su antiguo compañero, moribundo y reducido a un lamento. Por ese motivo instruyó a Aldaya claramente en los pasos a seguir. Habría de confesarle que la carta que Penélope le había escrito años atrás anunciándole su boda y pidiéndole que la olvidase era un engaño. Habría de revelarle que él mismo, Jorge Aldaya, había obligado a su hermana a redactar aquella sarta de mentiras mientras ella lloraba desesperadamente, proclamando a los vientos su amor inmortal por Julián. Habría de decirle que ella le había estado esperando, con el alma rota y el corazón sangrante, desde entonces, muerta de abandono. Eso bastaría. Bastaría para que Carax apretase el gatillo y le volase la cara a tiros. Bastaría para que olvidase todo plan de boda y no pudiera albergar más pensamiento que regresar a Barcelona en busca de Penélope y de una vida derramada. Y en Barcelona, aquella gran tela de araña que él había hecho suya, Fumero le estaría esperando.

7

Julián Carax cruzó la frontera francesa pocos días antes de que estallase la guerra civil. La primera y única edición de La Sombra del Viento había salido un par de semanas antes de la imprenta rumbo al gris anonimato y la invisibilidad de sus predecesoras. Por entonces Miquel apenas podía ya trabajar y aunque se sentaba frente a la máquina de escribir dos o tres horas cada día, la debilidad y la fiebre le impedían arrancarle palabras al papel. Había perdido varias de las colaboraciones a causa de los retrasos en las entregas. Otros periódicos temían publicar sus artículos tras haber recibido varias amenazas anónimas. Sólo le quedaba una columna diaria en el Diario de Barcelona que firmaba como Adrián Maltés. El fantasma de la guerra se sentía ya en el aire. El país hedía a miedo. Sin ocupación y demasiado débil hasta para lamentarse, Miquel solía bajar a la plaza o acercarse hasta la avenida de la Catedral, llevando siempre consigo uno de los libros de Julián como si fuese un amuleto. La última vez que el médico le había pesado no llegaba a los sesenta kilos. Escuchamos la noticia del alzamiento en Marruecos por la radio y pocas horas después un compañero del periódico de Miquel vino a vernos para decirnos que Cansinos, el jefe de redacción, había sido asesinado de un tiro en la nuca frente al café Canaletas dos horas antes. Nadie se atrevía a llevarse el cuerpo, que seguía allí, tiñendo una telaraña de sangre sobre la acera.

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