Julián Carax era la única persona a la que Fumero se había propuesto matar y no lo había conseguido. Quizá porque había sido la primera, y con el tiempo todo se aprende. Al oír aquel nombre otra vez, sonrió del modo en que tanto espantaba a sus vecinas las fulanas, sin parpadear, relamiéndose el labio superior lentamente. Todavía recordaba a Carax besando a Penélope Aldaya en el caserón de la avenida del Tibidabo. Su Penélope. El suyo había sido un amor puro, de verdad, pensaba Fumero, como los que se veían en el cine. Fumero era muy aficionado al cine y acudía al menos dos veces por semana. Había sido en una sala de cine donde Fumero había comprendido que Penélope había sido el amor de su vida. El resto, especialmente su madre, habían sido sólo putas. Escuchando los últimos retazos del relato de Aldaya, decidió que al fin y al cabo no iba a matarle. De hecho, se alegró de que el destino les hubiese reunido. Tuvo una visión, como en las películas que tanto disfrutaba: Aldaya le iba a servir a los demás en bandeja. Tarde o temprano, todos ellos acabarían atrapados en su red.
En invierno de 1934, los hermanos Moliner consiguieron desahuciar finalmente a Miquel y expulsarle del palacete de Puertaferrisa, que aún hoy sigue vacío y en estado de ruina. Sólo deseaban verle en la calle, despojado de lo poco que le quedaba, de sus libros y de aquella libertad y aislamiento que les ofendía y les prendía las vísceras de odio. No quiso decirme nada ni recurrir a mí en busca de ayuda. Sólo supe que se había transformado casi en un mendigo cuando acudí a buscarle al que había sido su hogar y me encontré con los sicarios de sus hermanos, que estaban haciendo inventario de la propiedad y liquidando los pocos objetos que le habían pertenecido. Miquel llevaba ya varias noches durmiendo en una pensión de la calle Canuda, un tugurio lúgubre y húmedo que desprendía el color y el olor de un osario. Al ver la habitación en la que estaba confinado, una suerte de ataúd sin ventanas y con un catre carcelario, cogí a Miquel y me lo llevé a casa. No paraba de toser y se le veía consumido. Él dijo que era un catarro mal curado, un mal menor de solterona que ya se marcharía por aburrimiento. Dos semanas más tarde estaba peor.
Como vestía siempre de negro, tardé en comprender que aquellas manchas en las mangas eran de sangre. Llamé a un médico que tan pronto le reconoció me preguntó por qué había esperado hasta entonces para llamarle. Miquel tenía tuberculosis. Arruinado y enfermo, vivía apenas de recuerdos y remordimientos. Era el hombre más bondadoso y frágil que había conocido, mi único amigo. Nos casamos una mañana de febrero en un juzgado municipal. Nuestro viaje nupcial se limitó a tomar el funicular del Tibidabo y subir a contemplar Barcelona desde las terrazas del parque, una miniatura de nieblas. No le dijimos a nadie que nos habíamos casado, ni a Cabestany, ni a mi padre, ni a su familia que le daba por muerto. Llegué a escribir una carta a Julián contándoselo, pero nunca se la envié. Eh nuestro fue un matrimonio secreto. Varios meses después de la boda llamó a la puerta un individuo que dijo llamarse Jorge Aldaya. Era un hombre demolido, con el rostro velado de sudor pese al frío que mordía hasta las piedras. Al reencontrarse después de más de diez años, Aldaya sonrió amargamente y dijo: «Estamos todos malditos, Miquel. Tú, Julián, Fumero y yo.» Alegó que el motivo de su visita era un amago de reconciliación con su viejo amigo Miquel con la confianza de que éste le brindaría ahora el modo de contactar con Julián Carax, pues tenía un mensaje muy importante para él de parte de su difunto padre, don Ricardo Aldaya. Miquel dijo desconocer dónde se encontraba Carax.
– Hace ya años que perdimos el contacto -mintió-. Lo último que supe de él es que estaba viviendo en Italia.
Aldaya esperaba esta respuesta.
– Me decepcionas, Miquel. Confiaba en que el tiempo y la desgracia te habrían hecho más sabio.
– Hay decepciones que honran a quien las inspira.
Aldaya, mínimo, raquítico y a punto de desplomarse en pedazos de hiel, se rió.
– Fumero os envía sus más sinceras felicitaciones por vuestro matrimonio -dijo, camino de la puerta.
Aquellas palabras me helaron el corazón. Miquel no quiso decir nada, pero aquella noche, mientras le abrazaba y ambos fingíamos conciliar un sueño imposible, supe que Aldaya había estado en lo cierto. Estábamos malditos. Pasaron varios meses sin que tuviésemos noticias de Julián o de Aldaya. Miquel seguía manteniendo algunas colaboraciones fijas en los rotativos de Barcelona y Madrid. Trabajaba sin cesar sentado a la máquina de escribir, destilando lo que él llamaba papanaterías y pábulo para lectores de tranvía. Yo mantenía mi puesto en la editorial Cabestany, quizá porque aquél era el único modo en que me sentía más próxima a Julián. Me había enviado una nota breve anunciándome que estaba trabajando en una nueva novela titulada La Sombra del Viento, que confiaba en acabar en unos meses. La carta no hacía mención alguna a lo sucedido en París. El tono era más frío y distante que nunca. Mis intentos de odiarle fueron vanos. Empezaba a creer que Julián no era un hombre, era una enfermedad.
Miquel no se engañaba respecto a mis sentimientos. Me entregaba su afecto y su devoción sin pedir a cambio más que mi compañía y quizá mi discreción. No oía de sus labios un reproche o un pesar. Con el tiempo empecé a sentir por él una ternura infinita, más allá de la amistad que nos había unido y de la compasión que luego nos había condenado. Miquel había abierto una cuenta de ahorro a mi nombre en la que depositaba casi todos los ingresos que obtenía escribiendo para los periódicos. Jamás decía que no a una colaboración, una crítica o una gacetilla. Escribía con tres seudónimos, catorce o dieciséis horas al día. Cuando le preguntaba por qué trabajaba tanto se limitaba a sonreír, o me decía que sin hacer nada se aburriría. Nunca hubo engaños entre nosotros, ni siquiera sin palabras. Miquel sabía que iba a morir pronto, que la enfermedad le arañaba los meses con avaricia.
– Tienes que prometerme que, si me pasa algo, tomarás ese dinero v te volverás a casar, que tendrás hijos y que nos olvidarás a todos, a mí el primero.
– ¿Y con quién iba a casarme yo, Miquel? No digas tonterías.
A veces le sorprendía mirándome desde un rincón con una sonrisa mansa, como si la mera contemplación de mi presencia fuera su mayor tesoro. Todas las tardes acudía a recogerme a la salida de la editorial, su único momento de descanso en todo eh día. Yo le veía caminar encorvado, tosiendo y fingiendo una fortaleza que se le perdía en la sombra. Me llevaba a merendar o a contemplar los escaparates de la calle Fernando y luego volvíamos a casa, donde él seguía trabajando hasta pasada la medianoche. Bendecía en silencio cada minuto que pasábamos juntos y cada noche se dormía abrazado a mí, y yo tenía que ocultar las lágrimas que me arrancaba el coraje de haber sido incapaz de amar a aquel hombre como él a mí, incapaz de darle lo que había abandonado a los pies de Julián para nada. Muchas noches me juré que olvidaría a Julián, que dedicaría el resto de mi vida a hacer feliz a aquel pobre hombre y a devolverle apenas unas migajas de lo que él me había dado. Fui la amante de Julián durante dos semanas, pero sería la mujer de Miquel el resto de mi vida. Si algún día estas páginas llegan a tus manos y me juzgas, como yo lo he hecho al escribirlas y mirarme en este espejo de maldiciones y remordimientos, recuérdame así, Daniel.
El manuscrito de la última novela de Julián llegó a finales de 1935. No sé si por despecho o por miedo, lo entregué al impresor sin siquiera leerlo. Los últimos ahorros de Miquel habían financiado ya la edición por adelantado meses atrás. A Cabestany, ya por entonces con problemas de salud, lo demás le traía al pairo. Aquella misma semana, el doctor que visitaba a Miquel acudió a verme a la editorial, muy preocupado. Me explicó que si Miquel no rebajaba su ritmo de trabajo y observaba reposo, lo poco que él podía hacer por batallar la tisis se quedaba en nada.
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