Carlos Zafón - La sombra del viento

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Un amanecer de 1945 un muchacho es conducido por su padre a un misterioso lugar oculto en el corazón de la ciudad vieja: El Cementerio de los Libros Olvidados. Allí, Daniel Sempere encuentra un libro maldito que cambiará el rumbo de su vida y le arrastrará a un laberinto de intrigas y secretos enterrados en el alma oscura de la ciudad.
La Sombra del Viento es un misterio literario ambientado en la Barcelona de la primera mitad del siglo XX, desde los últimos esplendores del Modernismo a las tinieblas de la posguerra. La Sombra del Viento mezcla técnicas de relato de intriga, de novela histórica y de comedia de costumbres pero es, sobre todo, una tragedia histórica de amor cuyo eco se proyecta a través del tiempo. Con gran fuerza narrativa, el autor entrelaza tramas y enigmas a modo de muñecas rusas en un inolvidable relato sobre los secretos del corazón y el embrujo de los libros,manteniendo la intriga hasta la última página.

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Decidí intervenir antes de que Fermín le soltase al sacerdote otra barbaridad y tuviéramos que salir por piernas.

– Padre Fernando, estamos tratando de localizar a dos antiguos alumnos del colegio de San Gabriel: Jorge Aldaya y Julián Carax.

El padre Fernando apretó los labios y enarcó una ceja.

– Julián murió hace más de quince años y Aldaya marchó a la Argentina -dijo secamente.

– ¿Les conocía usted? -preguntó Fermín.

La mirada afilada del sacerdote se detuvo en cada uno de nosotros antes de responder.

– Fuimos compañeros de clase. ¿Puedo preguntar cuál es su interés en el asunto?

Andaba yo pensando cómo contestar aquella pregunta cuando se me adelantó Fermín.

– Acontece que ha llegado a nuestro poder una serie de artículos que pertenecen o pertenecieron, pues la jurisprudencia a este particular es confusa, a los dos mentados.

– ¿Y cuál es la naturaleza de dichos artículos, si no es mucho preguntar?

– Ruego a vuesa merced acepte nuestro silencio, pues vive Dios que abundan en la materia motivos de conciencia y secretismo que nada tienen que ver con la supina confianza que su excelentísima y la orden a la que con tanta gallardía y piedad representa nos merecen -largó Fermín a toda velocidad.

El padre Fernando le observaba al borde del pasmo. Opté por retomar de nuevo la conversación antes de que Fermín recobrase el aliento.

– Los artículos a los que hace referencia el señor Romero de Torres son de índole familiar, recuerdos y objetos de valor puramente sentimental. Lo que quisiéramos pedirle, padre, si ello no es gran molestia, es que nos hable de lo que recuerda de Julián y de Aldaya en sus tiempos de estudiantes.

El padre Fernando nos observaba todavía con recelo. Se me hizo obvio que no le bastaban las explicaciones que le habíamos dado para justificar nuestro interés y granjearnos su colaboración. Lancé una mirada de socorro a Fermín, rogando que diese con alguna argucia con que ganarnos al cura.

– ¿Sabe que se parece usted un poco a Julián, de joven? -preguntó de repente el padre Fernando.

A Fermín se le encendió la mirada. Ahí viene, pensé. Nos lo jugamos todo a esta carta.

– Es usted un lince, reverencia -proclamó Fermín fingiendo asombro-. Su perspicacia nos ha desenmascarado sin misericordia. Llegará usted lo menos a cardenal o a papa.

– ¿De qué está usted hablando?

– ¿No es obvio y patente, ilustrísima?

– La verdad, no.

– ¿Contamos con su secreto de confesión?

– Esto es un jardín, no un confesonario.

– Nos basta con su discreción eclesiástica.

– La tienen.

Fermín suspiró profundamente y me miró con aire melancólico.

– Daniel, no podemos seguir mintiendo a este santo soldado de Cristo.

– Claro que no… -corroboré, totalmente perdido.

Fermín se aproximó al sacerdote y le murmuró en tono confidencial:

– Pater, tenemos motivos de solidez pétrea para sospechar que aquí nuestro amigo Daniel no es sino un hijo secreto del difunto Julián Carax. De ahí nuestro interés en reconstruir su pasado y recobrar la memoria de un prócer ausente que la parca quiso arrancar del lado de un pobre chiquillo.

El padre Fernando me clavó la mirada, atónito.

– ¿Es eso cierto?

Asentí. Fermín me palmeó la espalda, compungido.

– Mírelo, pobrecillo, buscando a un progenitor perdido en las nieblas de la memoria. ¿Qué hay más triste que eso? Cuénteme vuesa santísima merced.

– ¿Tienen ustedes pruebas que sostengan sus afirmaciones?

Fermín me aferró de la barbilla y ofreció mi rostro como moneda de pago.

– ¿Qué mas prueba ansía el mosén que este careto, testigo mudo y fehaciente del hecho paternal en cuestión?

El sacerdote pareció dudar.

– ¿Me ayudará usted, padre? -imploré, ladino-. Por favor…

El padre Fernando suspiró, incómodo.

– No veo el mal en ello, supongo -dijo finalmente-. ¿Qué quieren saber?

– Todo -dijo Fermín.

25

El padre Fernando recapitulaba sus recuerdos con cierto tono de homilía. Construía sus frases con pulcritud y sobriedad magistral, dotándolas de una cadencia que parecía encerrar una moraleja de propina que nunca llegaba a materializarse. Años de profesorado le habían dejado aquel tono firme y didáctico de quien está acostumbrado a ser oído, pero se pregunta si es escuchado.

– Si la memoria no me falla, Julián Carax ingresó como alumno del colegio de San Gabriel en el año 1914. En seguida simpaticé con él, porque ambos formábamos parte del reducido grupo de alumnos que no proveníamos de familias acaudaladas. Nos llamaban el comando Mortsdegana. Cada uno de nosotros tenía su historia especial. Yo había conseguido una plaza becada gracias a mi padre, que durante veinticinco años trabajó en las cocinas de esta casa. Julián había sido aceptado gracias a la intercesión del señor Aldaya, que era cliente de la sombrerería Fortuny, propiedad del padre de Julián. Eran otros tiempos, claro está, y por entonces el poder aún se concentraba en familias y en dinastías. Aquél es un mundo desaparecido, los últimos restos se los llevó la República, supongo que para bien, y cuanto queda de él son esos nombres en el membrete de empresas, bancos y consorcios sin faz. Como todas las ciudades viejas, Barcelona es una suma de ruinas. Las grandes glorias de las que se vanaglorian muchos, palacios, factorías y monumentos, insignias con las que nos identificamos, no son más que cadáveres, reliquias de una civilización extinguida.

Llegado este punto, el padre Fernando dejó una solemne pausa en la que pareció que esperase la respuesta de la congregación con algún latinajo o una réplica del misal.

– Diga usted amén, reverendo padre. Que gran verdad es ésa -ofreció Fermín para salvar el incómodo silencio.

– Nos hablaba usted del primer año de mi padre en el colegio -apunté con suavidad.

El padre Fernando asintió.

– Ya por entonces se hacía llamar Carax, aunque su primer apellido era Fortuny. Al principio, algunos de los muchachos se burlaban de él por ello, y por ser uno de los Mortsdegana, por supuesto. También se burlaban de mí porque era el hijo del cocinero. Ya saben cómo son los críos. En el fondo de su corazón Dios les ha llenado de bondad, pero repiten lo que oyen en casa.

– Angelitos -puntuó Fermín.

– ¿Qué recuerda usted de mi padre?

– Bueno, hace ya tanto… El mejor amigo de su padre por entonces no era Jorge Aldaya, sino un muchacho llamado Miquel Moliner. Miquel provenía de una familia casi tan adinerada como los Aldaya y me atrevería a decir que era el alumno mas extravagante que ha visto esta escuela. El rector le tenía por endemoniado porque recitaba a Marx en alemán durante las misas.

– Signo inequívoco de posesión -corroboró Fermín.

– Miquel y Julián hacían muy buenas migas. A veces nos reuníamos los tres durante la hora del recreo del mediodía y Julián nos explicaba historias. Otras veces nos hablaba de su familia y de los Aldaya…

El sacerdote pareció dudar.

– Incluso después de abandonar la escuela, Miquel y yo mantuvimos el contacto durante un tiempo. Julián ya se había marchado a París por entonces. Sé que Miquel le añoraba y a menudo hablaba de él y recordaba confidencias que le había hecho tiempo atrás. Luego, cuando yo entré en el seminario, Miquel dijo que me había pasado al enemigo, bromeando, pero lo cierto es que nos distanciamos.

– ¿Le suena a usted que Miquel se casara con una tal Nuria Monfort?

– ¿Miquel, casado?

– ¿Le extraña a usted?

– Supongo que no debería, pero… No sé. Lo cierto es que hace muchos años que no sé de Miquel. Desde antes de la guerra.

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