Juan Marsé - Rabos De Lagartija

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Los inolvidables personajes de esta novela, como la entrañable y desgarrada pareja formada por el adolescente David y su perro Chispa, el enamorado inspector Galván, o Rosa Bartra, la hermosa pelirroja embarazada, obedecen a una tristeza y una estafa histórica muy concretas, pero también a la estafa eterna de los sueños, encarnada aquí por las fantasmales apariciones de un padre libertario fugitivo y de un arrogante piloto de la RAF que, desde la vieja fotografía de una revista colgada en la pared, actúa como confidente del fantasioso David.
Con estos personajes, con un lenguaje directo y translúcido que contrasta con la honda carga emotiva y moral que discurre por debajo de la trama, Rabos de lagartija, dotada de una estructura narrativa tan sabia como imaginativa, y mostrando cuán frágiles y ambiguos son los límites entre la realidad y la ficción, la verdad y la mentira, el Bien y el Mal, el amor y el desamor, corrobora la condición de Juan Marsé como uno de los novelistas mayores, no sólo de las Letras Hispanas, sino de las actuales narrativas europeas.

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Madrugadas de David cavilando echado boca arriba en su catre, los ojos abiertos a la oscuridad y el Dupont apretado en el puño, caliente y duro y esquinado, esperando su oportunidad. Enfrente, la oreja del Dr. P. J. Rosón-Ansio parece escuchar atentamente lo que rumia su pensamiento, el canto de los grillos en el barranco y los rumores nocturnos del vecindario que entran por el ventanuco. Insomne y voraz, el gran apéndice sonrosado despliega su laberinto multicolor de membranas, canales y fosas, asaeteado por pequeñas flechas que remiten a nombres, referencias científicas y notas explicativas impresas en los márgenes del cartel David se sabe de memoria alguno de esos textos: Cóclea o caracol. Contiene un líquido llamado endolinfa que recoge y transmite las vibraciones sonoras del mundo exterior y alerta los pelos auditivos que, a su vez, activan los impulsos nerviosos que llegan al cerebro.

Deja resbalar la mirada y recupera la sonrisa amagada del piloto de la RAF, y a su lado la boca abierta, crispada por el grito, del soldado alemán que lo apunta con su metralleta. Éste será el primero en disparar, piensa, y poco después no sabría decir si lee o cavila despierto o dormido cuando, agobiado por el calor de la noche y por un chirrido metálico en los oídos, desnudo sobre la sábana y contemplando todavía al aviador derribado y apresado más allá del tiempo y la leyenda, oye de pronto el trotecillo inconfundible sobre las baldosas, las pezuñas leves de Chispa cruzando el umbral del cuarto y acercándose a la cama. No quiere mirarlo ni tratarlo como si fuera un fantasma, no le da miedo ni dejará entrever la menor señal de sorpresa porque sea un perro muerto.

¿Qué quieres, Chispa?, susurra, y en el acto se figura que está pensando en voz alta. ¿Qué haces aquí?, pregunta incorporándose sobre un codo. ¿No te mandó al otro barrio el hijoputa del poli?

Achacoso y conturbado, pero sin aquella tristeza infinita en los ojos, el perro se para a los pies del catre, se sienta sobre los cuartos traseros y mira a su amo ladeando la cabeza con aire de duda. Una venda ribeteada de hilo rojo y con una mancha rosada en el centro envuelve su frente y le tapa parte de los orejones.

Sí, estoy muerto. Pero esta noche me dejan salir un rato.

¿Eres un ánima en pena, querido amigo?

Nada de eso. Soy un perro pachón y me encuentro la mar de bien.

Pues no lo parece.

Algunas personas no son lo que parecen, ya sabes.

¿Aquí en el coco te clavaron la inyección alemana?, pregunta David, y, alzando los ojos a la omnipotente oreja de Dr. P. J. Rosón-Ansio, añade con rabia contenida: ¿Tan bestial fue el pinchazo que tuvieron que ponerte una venda?

No, hombre, no, dice Chispa, no fue ninguna inyección.

Entonces no me lo digas. Creo que ya lo sé…

Cuidado, que aquí se oye todo.

Al perro no parece gustarle nada que la oreja del otorrino esté escuchándoles desplegada de modo casi obsceno, y la mira con el rabillo del ojo. Ladea la cabeza y con la pata trasera se rasca el vendaje que le ciñe la cabeza y la papada.

Me estoy mareando un poquito, añade.

¿Tienes hambre? ¿Quieres un terrón de azúcar? Azúcar blanco ya no falta nunca en esta casa, ¿sabes?, ni leche en bote ni café… Son obsequios que nos trae el que te mató. Bueno, tampoco creas que es el oro y el moro lo que trae, y además el puta se lo cobra tomando sus cafelitos y soltándole a mi madre cada rollo que no veas.

Le hace compañía, nano.

Sí, compañía, ¿te crees que no sé lo que anda buscando ese hijo de perra…? Bueno, es un modo de hablar, ya sabes.

Sí, ya sé, un modo de hablar.

Oye, ¿quieres un poco de arroz con garbanzos que ha sobrado? Te daría chocolate, pero luego te duele la barriga.

No, ya no. Ahora puedo comer de todo. ¿Quieres que te lave los ojos con agua de tomillo? No, estoy bien. Sólo he venido para que me rasques un poco la barriga.

Entonces sube a la cama y échate panza arriba. Así. ¿Te gusta?

Me gustaba más cuando estaba vivo y zarrapastroso.

Dime una cosa, Chispa. Te maltrató el inspector Galván, ¿verdad? Y te mató de mala manera en el barranco: nunca llegaste adonde el veterinario, a que no. Dime la verdad.

Las paredes oyen, susurra el animal mirando el remolino central de la oreja del otorrino con el rabillo del ojo apesadumbrado, como si temiera ser absorbido por el gran apéndice de un momento a otro.

Yo creo que te ha hecho algo malo y quiero saberlo, insiste David. Chispa resopla, luego gruñe roncamente y él añade: Más alto, no te oigo. Hoy tengo los oídos llenos de gaseosa.

Digo que tengas cuidado y no te equivoques. Ya me has oído antes: algunas personas no son lo que parecen.

Sí, es verdad, admite David y con las uñas sigue rascando la barriga trémula, despellejada y con grumos de fango seco. Ya sé que hay personas que no son lo que parecen; pero también es cierto, perrito tonto, que hay personas que no parecen lo que son. Por ejemplo, ese cacho cabrón de guripa. Y yo haré que, siquiera por una vez, parezca lo que verdaderamente es, lo que siempre ha sido, lo que no puede dejar de ser… Mira, tú no lo entenderías porque eres un perro muy bueno y estás enfermo y además tienes una bala en la cabeza.

¿Puedo dormir un rato echado a tus pies, como antes? Tu madre no se va a enterar.

Venga. De todos modos, aunque se entere, no se lo va a creer.

Más tarde, el burbujeo de la gaseosa en los oídos deja paso a la mórbida porfía del serrucho, y éste a su vez deja paso a las aguas remotísimas del torrente retumbando como un trueno subterráneo en Dios sabe qué noche de los tiempos. Aun así consigue descender a un estadio más profundo del sueño, siempre con el encendedor Dupont apretado en el puño y ahora viendo a un hombre joven con las solapas de la americana alzadas y el pitillo en los labios, igual al que vio un día en los urinarios del cine Delicias, en el instante en que, con un golpe seco de la palma de la mano, introduce el cargador en la culata de una pistola. Es nuestro hermano Juan con bastantes años más, y ya no huele a pólvora fétida ni hay polvo en sus ropas ni le sale de la pierna cortada ningún hueso astillado. Seguro que lleva una pierna de madera, pero qué elegante con las sienes plateadas y la pistola en la mano, parece un figurín salido de una peli de gángsters.

¿Qué barrabasada estás tramando con la ayuda de este fantástico encendedor? dice Juan al retirarse torvamente del sueño de David. Piénsalo bien antes de atacar, hermano.

A eso de las dos de la tarde, los sábados y los domingos, una muchacha rubia de ojos oscuros y piel aceitunada recorre el sendero paralelo al torrente montada en una bicicleta de hombre. Lleva una falda amarilla con grandes bolsillos verdes, una blusa de color azafrán y una boina roja. La muchacha pedalea en dirección a las cercanas huertas con mucha energía, inclinada sobre el manillar. La calina que desprende el torrente a esa hora emborrona su silueta volcada sobre la bici y la hace flotar en el aire y ondular como si fuera un reflejo en el agua, una temblorosa apariencia. Sujeta a la barra del cuadro con dos correas, la funda negra de un violín asoma entre las oscuras rodillas que suben y bajan alternativamente, al pedalear.

– ¿Has visto eso, gordi?

La bici roja y la melena dorada desaparecen detrás del cañaveral como una llama que parpadea y se apaga en medio de una efusión verde y jaspeada.

– Ye muy guapina -dice Paulino en cuclillas, terminando de sacudirse la arena del pantalón.

David vuelve en sí abriendo el paraguas bajo el sol, y Paulino se incorpora y se queda a su lado estirando los brazos pegados al cuerpo y con la cabeza enhiesta. Durante un buen rato mantienen ambos una rígida inmovilidad de reclutas, desvalidos y tozudos, cobijados bajo el paraguas negro en medio del canto de las chicharras, y mirando al suelo. No llueve, pero sobre la tumba lloverá siempre: la lluvia soñada aquí, en verano, es más pertinente y duradera. Estaría bien que tuviera una lápida en su nombre, piensa David conteniendo las lágrimas, y que la lluvia lavara de vez en cuando el nombre, y en el otoño lo cubriera con un manto de hojas… Como si le adivinara el pensamiento, Paulino dice:

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