– Es un buen hijo. No olvida a su padre, se gana su semanada y me va a por el racionamiento, aguanta las colas que le echen y me ayuda en las faenas de la casa… ¿Qué más se puede pedir?
– Sí, eso está muy bien. Pero una niña habría sido para usted de más ayuda. Digo yo, no sé lo que usted esperaba… Recuerdo que mi mujer, que en gloria esté, deseaba una niña durante el embarazo, siempre dijo que sería una niña. Y fue una niña.
– Yo no deseaba nada. Yo era una mujer soltera -dice ella con la mayor indiferencia, mientras con la mano intenta enderezar la maltrecha pantalla de la lámpara.
A su lado, el esbelto florero de cristal color violeta, vacío, muestra una grieta finísima en forma de relámpago que lo recorre de arriba abajo. La radio apagada tiene un aire torvo, y el hule de la mesa grande está gastado, no hay nada en el entorno que sea relevante ni merecedor del menor comentario, y sin embargo, bajo la mirada serena pero firme y posesiva de ella, todo adquiere repentinamente otro aspecto. Llevándose la mano atrás, ahora intenta acomodar el cojín entre su espalda y el respaldo, cuando siente la tensión de la piel del vientre y se le escapa un gemido. El inspector se levanta en el acto.
– Permítame -ya tiene el cojín en sus manos y lo está ahuecando con cierta premura mal controlada.
Si este hombre se atreviera a formular verbalmente la angustia que le causa la menor señal de sufrimiento en el rostro o en la voz de mamá, si hubiese dejado entrever sus sentimientos alguna vez en el transcurso de una de estas primeras tardes, estoy por decir que tal vez me habría compadecido de ambos y me habría acurrucado muy quietecito en mi rincón para no molestar. Pero lo único que hace ahora es pegarle puñetazos al cojín y colocarlo de nuevo en su sitio. Ella se recuesta despacio agarrada a los brazos del sillón y diciendo:
– No sé si hago bien quedándome tanto tiempo sentada. El médico dice que me esté en la cama. Figúrese, con el trabajo que me espera… Es verdad que le tengo mucho miedo al embarazo hipertrófico.
– No sé qué es -dice el inspector.
– Cuando el feto no se desarrolla ni se echa fuera. Conozco a una mujer que llevó dentro un embrión durante quince años.
– Caramba.
– Se acabó el café -dice ella apurando en la taza del inspector lo que quedaba en la cafetera. Observándole con el rabillo del ojo, añade
– : No me mire así, inspector. No me gusta que me compadezcan. Seguro que se está preguntando cómo se las apañará esta mujer, sola y preñada y con mala salud, para sacar adelante a su hijo y llegar a fin de mes cortando y cosiendo falditas y blusitas, a veces a la luz de una vela… Pues mire, ni yo misma lo sé.
El inspector medita unos segundos lo que va a decir.
Bueno, ha recibido alguna ayudita, señora Bartra. Y lo celebro.
– ¿Alguna ayudita, yo?
– Sí, usted, no se haga de nuevas… En su día hablé con el acomodador del cine Delicias, que fue amigo de su marido. El hombre estaba muy enfermo. Admitió que por mediación suya, Víctor Bartra se comunicaba regularmente con usted. Al parecer su marido dejaba o hacía llegar cartas al buzón del tal Auge, y supongo que la ayuda venía por ahí.
– Es cierto -dice mamá-. Me llegaban cartas y algún dinero, pero Víctor nunca me hizo saber dónde estaba. Y el dinero, bien poquito.
– ¿Sabe usted de dónde procedía ese dinero? -Pues no.
– ¿Quiere saberlo?
– No… Además, esto se acabó mucho antes de que ustedes detuvieran al señor Auge y lo ingresaran en el Hospital del Mar.
– Lo sé.
Ahora la pelirroja mira al inspector con extrañeza, como si no diera crédito a sus ojos.
– Usted lo sabía hace tiempo… Sabía que Víctor me hacía llegar algún dinero. ¿Por qué nunca me preguntó nada sobre este asunto?
– No le di importancia. Ni siquiera lo he consignado en mis informes -dice el inspector consultando su reloj-. Además, usted misma lo ha dicho, esos contactos se acabaron hace tiempo. Aunque yo que usted no me preocuparía mucho, seguramente su marido encontrará otro medio de enviarle noticias, y acaso también algo de dinero.
– Ojalá, pero no lo creo -dice mamá secamente, algo tensa, levantándose del sillón-. Pero si así fuera, no espere usted que se lo diga.
– Ni yo se lo pediría -dice el inspector levantándose también-. Puede estar tranquila en cuanto a eso, señora Bartra. No se hará nada que pudiera perjudicarla, ni a usted ni al chico -dice con una voz ahora trabada y tabacosa, que le sale del pecho más que de la garganta-. Tengo que irme. No se moleste, haga el favor -añade tendiéndole la mano.
Pero ella ya está junto a la puerta y allí estrecha su mano con aparente desgana y los ojos bajos, que ocultan una zozobra inoportuna. No parece una mala persona, vaya, no lo es. Al abrir la puerta y dejarle pasar, nota la voz y el aliento del inspector muy de cerca.
– Gracias por el café -dice él parado en el umbral-. Y acuérdese de mi encendedor.
– Volveré a mirar, pero seguro que no lo perdió en casa…
– Lamento que su hijo no esté. Me habría gustado explicarle que el sacrificio de su perro fue lo mejor para todos. Y que no sufrió.
– Otro día -sugiere la pelirroja, con los ojos todavía en el suelo.
– Sí -dice el inspector apartándose de ella, cruzando por fin el umbral-, otro día.
El callejón es como un brazo encogido y sarnoso desgajado del barrio en su extremo más oriental y más despoblado, y a veces, cuando lo transito acurrucado en mi burbuja, yendo o viniendo de la consulta en la Maternidad o de los tenderetes del mercadillo, parece que hasta los gatos lo hayan abandonado. Agosto es un mes que huele a chamusquina por los cuatro costados, nunca me gustó. El corro de chavales sentados en una esquina dirías que no se ha movido de allí en todo el verano y que sigue desovillando la misma enmarañada aventi de siempre bajo el sanguíneo esplendor de una buganvilla, pero David ya no la escucha ni la habita, esa aventi hace tiempo que lo abandonó y ahora él va caminando solo por la calle con las manos en los bolsillos y una margarita en el pelo, siempre con su aire friolero y entumecido a pesar del calor, siempre con esa pinta de niño extraviado en el bosque pero atento a una voz que le guía en la oscuridad, nadie pensaría que camina con un grillo criminal en los oídos y una nube de sangre en el horizonte, indiferente al vecindario y a las consabidas habladurías, pero no a las voces; porque detrás de los dimes y diretes sobre la costurera y el fugitivo señor Bartra había siempre el plañido de una derrota común, la música machacona y triste de un agravio compartido por muchos, y esa música es lo único que él escucha.
Los domingos el callejón se anima y mi hermano pasa rápido evitando el trato de las vecinas deslenguadas y sus preguntas insidiosas, sus conocidos meandros para entablar conversación y tirarle de la lengua con falsas zalamerías, David, guapo, ¿ya sabes que pronto vas a tener un hermanito?, ¿dónde está tu padre?, ¿y qué le quiere a tu madre un día sí y otro también ese policía tan alto y bien plantado?, y a ti, bonito, ¿qué te gustaría ser de mayor?
Shirley Temple con sus tirabuzones de putilla viciosa.
Se ríen de la ocurrencia con la boca torcida. No deseo extenderme aquí sobre este asunto, no sabría, sólo dispongo de rumores -si mi hermano me oyera, me mataría- y en esos rumores me baso. Me habría gustado comentarlo con mamá cuando su pulso latía con el mío, cuando sólo podía escucharme con el corazón. Puesto que eso nunca fue posible, prefiero callarme lo que pienso. Sólo diré que David, cuando se lo proponía, era dulce y cariñoso y el mejor amigo de sus amigos. Si no que lo diga el aprendiz de barbero, el gordito de las maracas.
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