El carmín intenso en los labios de mamá y otro cigarrillo entre sus dedos. Mira al inspector de refilón cuando él enciende una cerilla por segunda vez. Al inclinarse sobre la llama con el pitillo en la boca, él tamién se inclina y percibe, seguro que lo percibe intensamente, el aroma de sus cabellos limpios y rojos recogidos en la nuca en un desbaratado moño.
– A propósito -dice el inspector después de soplar la cerilla-. ¿Por casualidad ha visto mi mechero por aquí?
– ¿Lo ha perdido? Pues aquí no. Lo habría visto. ¿Cuándo lo echó en falta?
– El día que me llevé al perro. Me fastidia mucho. Se me caería a saber dónde, suelo quitarme la americana y dejarla por ahí… Lo he buscado por todas partes y no aparece por ningún lado -añade un tanto atolondradamente.
– Si lo ha buscado por todas partes -dice mamá con su tonillo de chunga-, habría aparecido en algún lado. Se expresa usted de manera muy divertida, inspector.
– Bueno, yo no he sido maestro de escuela, no hilo tan fino. La verdad es que lamento mucho la pérdida del mechero, era un regalo de mi hija.
– ¿Tiene usted una hija? -dice mamá con la voz neutra y los codos en el aire, recogiendo con los dedos un manojo de pelo rojo encrespado en la nuca.
Así, al hilo del Dupont extraviado y esa hija a la que el inspector se ha referido por vez primera, ella sabrá cosas de este hombre que nunca pensó que podrían despertar su interés. Sabrá que la niña se llama Pilar y es hija única y va a cumplir quince años, y al rato sabrá también que el inspector enviudó hace cinco años y acaba de cumplir cuarenta y dos, que vive no muy lejos de aquí, en la calle Miguel Sants, más arriba de la plaza Sanllehy, y que antes de ser funcionario de policía había sido catador de vinos.
– ¡No me diga!
– ¿Le sorprende? Pues sepa que es una profesión muy respetable… Aquí donde me ve, aún sería capaz de determinar la fluidez y consistencia de un vino -añade con una chispa de orgullo en los ojos- con sólo inclinar la copa y dejarlo reposar.
– ¿Ah, sí?
– Si no se pega al cristal, es un vino ligero. Si resbala como una lágrima, despacio, es un vino consistente…
– Vaya -sonríe mamá-, creo que todo eso habría interesado a mi marido… -su voz se debilita, se lleva la mano a la frente, cierra los ojos-. No me haga caso. A veces me dan ganas de reírme de todo…
– ¿Se encuentra bien? -dice el inspector.
– No es nada -bebe un sorbito de café-. Siga, por favor.
Cuando estaba estudiando todo eso sobre los vinos, le explica, aún no había ingresado en el Cuerpo y tenía novia, una chica de Algeciras que servía en la misma pensión donde se alojaba él, en Madrid. Se había matriculado en Enología y Viticultura porque quería ser catador de vinos, su padre era capataz de unos viñedos en Valdepeñas. Se casó y durante unos años todo fue bien, nació la niña el día del Pilar y por eso se llama Pilar, pero luego con la guerra vinieron todos los males, su padre y su hermano mayor emprendieron un viaje a Burgos con el dueño de las bodegas y parece que se toparon con una patrulla y nunca más se supo de ninguno de ellos. Llega por fin la paz y regresa a Valdepeñas, pero se encontraba sin trabajo y además al poco tiempo enviuda y se queda solo con una niña de diez años, enemistades y deudas, un rosario de desgracias, así es la vida. Por recomendación de un coronel de los Servicios de Información, a cuyas órdenes había estado en Burgos, pide el ingreso en el Cuerpo de Investigación y Vigilancia, que muy pronto se convierte en la Brigada Político-Social, es destinado primero a Bilbao y poco después a Barcelona, adscrito a la VI Brigada Regional…
– En fin, no sé por qué le cuento todo eso…
– Déme otro cigarrillo, haga el favor.
– El último. Ni se le ocurra pedirme más, por hoy al menos.
Después, escudada detrás de las volutas de humo azul, ella le observa con curiosidad mientras habla. Sobre la mesa camilla, junto a Guerra y paz y el cenicero puesto encima, detrás de las tazas y la cafetera de porcelana, la lámpara de pantalla amarillenta ya encendida compite con la luz del ocaso en la ventana, y la voz del inspector es ahora apagada y áspera, algo meliflua a ratos, pero su postura en el sillón sigue sin perder la envarada tensión interior, sentado en el borde y como a punto de irse a la menor indicación. Seguramente cree llegado el momento cuando ella suspira y se levanta con fatiga y dice voy por mis píldoras. Al volver del dormitorio se sienta de nuevo con gesto cansado y una mueca resignada de dolor o de fastidio, y, viéndola así, repentinamente abatida y vulnerable, pero hermosa a pesar de todo, él ha de pensar qué sola y atribulada y qué infeliz debe sentirse esta mujer en no pocas ocasiones, por supuesto sin atreverse a decirlo.
– Ya lo ve -dice ella, como si le adivinara el pensamiento-. Ahora mismo mi marido podría estar aquí conmigo, y sin embargo no está, ni siquiera sé dónde para. Pero, ¿sabe usted una cosa?, cuando de noche, en sueños, tanteo su brazo para apoyarme en él, siempre lo encuentro.
El inspector asiente y farfulla roncamente todo irá bien, señora, esta mala racha pasará, sintiéndose repentinamente irritado consigo mismo por no acertar a expresarse mejor y lamentando en secreto la violencia soterrada de su voz. Acaso por vez primera, el poli siente las palabras en su boca como si destilaran un ácido. Inclina la cabeza y observa los pies de la pelirroja con sus zapatos de verano formando un ángulo abierto en torno a la ausencia de Chispa.
– Por cierto, aún no me ha dicho qué pasó después que me llevé el perro. Cómo se lo tomó su hijo.
– No se lo puede usted figurar. Muy mal. Ya sabía yo que le iba a afectar mucho.
– Es comprensible. Estos animales se hacen querer. Se le pasará, no se preocupe.
– Dice que si puede usted devolverle el collar y la correa. Y quiere saber dónde lo enterró.
– Bueno, lo dejé todo en manos del veterinario. Creo que hay un servicio municipal de recogida de animales muertos, y en tal caso… Me enteraré. El collar y la correa seguramente los tiraron. Si quedaron allí, los traeré.
– A David le haría ilusión conservarlos.
– Eso demuestra que el chico tiene sentimientos -dice él, y vuelve a notar en la boca la herrumbre de las palabras.
– De todos modos creo que nos hemos equivocado, inspector.
– ¿A qué se refiere?
– No debí hacerle caso. Hemos convertido a ese pobre chucho en una víctima. A David no se le va de la cabeza.
– ¿Una víctima de quién? Le estamos dando demasiada importancia a una cosa que no la tiene, señora Bartra. Se trata de un animal, sólo eso.
– Las víctimas, sabe usted, ya sean animales o personas, se instalan en la memoria y acaban siendo un incordio… ¿No está de acuerdo?
El inspector parece no haber oído. Da vueltas a la caja de cerillas entre sus dedos.
– El chico olvidará -dice poniendo ahora una mayor convicción a sus palabras-. Es ley de vida. Se lo ha tomado a la tremenda, y sé muy bien por qué. Ha sido por haber intervenido yo, porque yo la ayudé a deshacerse del animal. Por eso ha sido -y no dice más. Se ha prohibido a sí mismo exponer crudamente lo que sabe y lo que piensa de David, al menos por el momento. Está secretamente satisfecho de su discreción en este asunto, íntimamente ufano de su cuita por evitarle a la pelirroja una pena y una vergüenza, se siente el poli como si estrenara un sentimiento nuevo, una emoción desconocida-. De todos modos habrá que estar atentos -añade al rato-, no sea que el disgusto por la muerte de ese perro le lleve a cometer un disparate. Convendrá usted conmigo que el chico es algo especial, un pelín farsante, y con un carácter…
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